Para poner paz entre ciencia y religión

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El evolucionismo ha dado pie a tantas disputas entre ciencia y religión, que resulta alentador que un especialista no creyente venga a poner paz. El norteamericano Stephen Jay Gould muestra en su último libro (1), publicado en Estados Unidos el año pasado y traducido ahora al español, un encomiable respeto por la religión, no menor que su pasión por la ciencia. No debería haber guerra entre ciencia y religión, dice: los conflictos que se han dado carecen de verdadera base. Otra cosa es que Gould consiga realmente aclarar la distinción y las relaciones entre una y otra.

Gould es un reputado paleontólogo, profesor en Harvard. Además, tiene buenas dotes de ensayista, y las ha empleado en varias obras divulgativas sobre evolución. Para componer algunas partes de su último libro aprovecha temas y argumentos que expuso en otros.

La inquietud por las relaciones entre ciencia y religión es antigua en Gould, que ha intervenido en los debates -y en una de las vistas celebradas ante tribunales- en torno al «creacionismo» en Estados Unidos, movimiento peculiar de un sector protestante. Los creacionistas pretenden que en las escuelas no se enseñe la evolución sin explicar también otra teoría -tomada al pie de la letra del Génesis-, que implica la increíble tesis de que la Tierra no tiene más de diez mil años de antigüedad.

La polémica sobre el creacionismo, exclusiva de Estados Unidos, es un motivo principal por el que Gould ha escrito su libro. Su especialidad, la biología evolutiva, es casi la única que considera. Se echan en falta referencias a otras disciplinas, como la cosmología actual o la biología molecular, que hoy plantean interesantes cuestiones al pensamiento filosófico o religioso.

Magisterios que no se superponen
La propuesta de Gould es el principio MANS, o de los «magisterios que no se superponen», para trazar la linde entre ciencia y religión. El ámbito de la ciencia es la constitución objetiva del mundo natural; el de la religión, los fines, el sentido y los valores humanos. Cada magisterio -el científico y el religioso- tiene su propia esfera, y carece de competencia en la otra.

El principio MANS, según Gould, tiene dos implicaciones: la equivalencia de niveles y la independencia recíproca de ambos magisterios. Equivalencia porque ninguno es superior al otro. Independencia significa que ningún magisterio puede validar o refutar las tesis alcanzadas por el otro en su ámbito de competencia y mediante sus propios métodos. «La religión no puede dictar la naturaleza de las conclusiones objetivas que residen adecuadamente en el magisterio de la ciencia». A la vez, el conocimiento de la constitución empírica del mundo no da a los científicos autoridad para resolver cuestiones morales, tampoco las relativas a su propia actividad. Así, dice Gould, ser experto en genética no basta para decidir si se deben realizar experimentos de manipulación con seres humanos.

Gould subraya que MANS no es un simple compromiso. No es que convenga separar los magisterios para evitar conflictos, sino que los ámbitos son realmente distintos. Violar MANS, desde un lado o desde el otro, supone adulterar la ciencia o la religión.

Científicos creyentes
Aquí no hay nada nuevo u original, como el propio Gould señala. MANS es un principio antiguo, dice, y goza de amplio consenso. Por ejemplo, lo sostiene la Iglesia católica desde hace mucho tiempo. A este propósito, Gould se complace en mencionar la postura del magisterio católico sobre la evolución, que no se inmiscuye en el terreno de la ciencia, como se ve en la encíclica Humani generis, de Pío XII, y en la declaración de Juan Pablo II en 1996 («la teoría de la evolución [es] más que una hipótesis»). Prueba de la verdad y efectiva vigencia de MANS, añade Gould, es la abundancia de creyentes, no pocos de ellos clérigos, entre los científicos de diversas épocas: san Alberto Magno en el siglo XIII, el geólogo Nicholas Steno en el XVII… y muchos otros que Gould no cita, como Gregor Mendel o Georges Lemaître.

No debería, pues, haber conflictos entre ciencia y religión, y los que se han dado fueron provocados por posturas que en verdad no eran científicas o no eran religiosas. Gould dedica sendos capítulos a los motivos históricos y psicológicos de esos antagonismos. Recuerda, como era de esperar, los abusos procedentes de instancias religiosas. Pero también se detiene en los de la otra parte. «Me invade el desánimo -confiesa- cuando algunos de mis colegas consideran que su ateísmo personal (al que tienen todo el derecho, desde luego, y que en muchos aspectos yo también profeso) es una panacea para el progreso humano frente a una absurda caricatura de la ‘religión’, erigida como un hombre de paja con fines retóricos».

Separación y diálogo
MANS está para evitar conflictos. Pero Gould defiende, además de la separación de los magisterios, el diálogo entre ambos. «La ciencia y la religión deben plantear cuestiones diferentes, y lógicamente distintas; pero sus temas de indagación son con frecuencia idénticos». Así pues, «cualquier problema interesante, a cualquier escala (…), ha de valerse de contribuciones separadas de ambos magisterios». En este punto, el libro de Gould se torna muy confuso.

No solo por economía de lenguaje, sino también por influencias ideológicas, se suele reservar el nombre de ciencia para la ciencia empírica de la naturaleza. Lo que puede encerrar un sobreentendido: en lo demás no hay conocimiento objetivo ni certeza ni demostración.

El libro delata que esa es la convicción del autor. Gould distingue entre «cuestiones objetivas con respuestas universales bajo el magisterio de la ciencia, y temas morales que cada persona debe resolver por sí misma». Así, sitúa la inmortalidad del alma «más allá del magisterio de la ciencia y en el ámbito de la decisión personal, porque ni siquiera podemos imaginar una prueba racional».

«Las cuestiones científicas no pueden decidirse, en ningún caso, mediante un voto mayoritario». En cambio, «las cuestiones morales no pueden contestarse de manera absoluta», y esto se debe a «una propiedad lógica de la forma del propio discurso». De suerte que a los temas éticos y las preguntas sobre el sentido se da solución mediante un procedimiento «más basado en el compromiso y en el consenso en este magisterio que en la demostración objetiva, como en el magisterio de la ciencia».

¿Diálogo sobre qué?
Cabe preguntarse, entonces, en qué consiste la iluminación de temas comunes mediante las contribuciones separadas de los dos magisterios. ¿Qué inspiración puede aportar el conocimiento de la naturaleza sobre cuestiones que no pueden decidirse con base en datos? ¿Dónde se encuentra con la ciencia la religión, si no tiene que ver con verdades objetivas?

Gould no logra convencer de que sus principios permitan la cooperación de magisterios que propugna. Por un lado, afirma que el conocimiento de la naturaleza es éticamente neutral, «al tiempo que revienta de información relevante para sazonar nuestros debates morales». Así, dice, el estudio de la sexualidad de los mamíferos puede inspirar al que se plantea si la monogamia estricta es moralmente exigible a los humanos. Ahora bien, en virtud de MANS, ese estudio no resuelve la cuestión moral, que solo puede decidirse por elección personal, consenso y todo eso. Pues antes ha sentado Gould que las preguntas como si los hombres valemos más que los animales «no pueden ser contestadas, ni siquiera demasiado iluminadas, mediante datos objetivos de ningún tipo».

Sin embargo, de los datos del registro fósil, Gould concluye que la evolución carece de sentido y plan, según sostiene en otro libro, La vida maravillosa (Wonderful Life, 1989). En este niega, con gran énfasis, que el conocimiento objetivo pueda descubrir trazas de que la naturaleza obedezca a un designio inteligente, y mantiene que la tendencia humana a tales fantasías antropomórficas es una de las causas psicológicas del indebido enfrentamiento entre ciencia y religión. La misma arrogancia, añade, ha sugerido la falsa idea de que el Homo sapiens, «un acontecimiento evolutivo ferozmente improbable», es una especie en sí misma superior a las demás.

Positivismo implícito
Gould parece creer que solo expone conclusiones de la ciencia. Pero negar que existe lo que la ciencia no encuentra no es ciencia: es filosofía positivista. Mas la filosofía es la gran olvidada en el libro de Gould. Solo es mencionada como otra fuente de ideas morales: Gould, pues, debe de concederle tan poca objetividad como a la religión. Ahora bien, Gould se declara agnóstico, y hay que suponer que tal postura filosófica es fuente principal de sus convicciones. ¿Pertenece el agnosticismo, como la religión, al ámbito de las decisiones personales, sin posible demostración objetiva? En caso afirmativo, Gould se encontraría en la paradójica situación de ser agnóstico por fe.

La filosofía es inevitable en todo estudio de la relación entre religión y ciencia: si no se le abre la puerta, entra de rondón por la ventana. La obra de Gould cojea precisamente por la presencia de premisas filosóficas a priori no reconocidas ni discutidas. La más básica es que la razón humana carece de alcance metafísico, que lleva a concluir que la cuestión del sentido pertenece al ámbito de las creencias subjetivas. Como en eso funda Gould la distinción entre religión y ciencia, no puede pretender haber dado solución general al problema. Su propuesta solo es adecuada para agnósticos.

Pero no todo el mundo es agnóstico. Contra lo que sostiene Gould, los conflictos entre ciencia y religión no se deben solo a causas históricas o psicológicas (accidentales, por tanto, con respecto a la sustancia de la cuestión). En la época moderna, tienen su raíz principal en el positivismo antimetafísico, que por principio lleva el germen del enfrentamiento entre ciencia y fe, es decir, entre las versiones positivistas de una y otra.

Si no se discuten primero los presupuestos filosóficos, no hay verdadera solución, aunque siempre es posible el respeto mutuo entre ambas partes. Los creyentes no admitirán que filosofía y religión se reducen a fundamentaciones (subjetivas) de la ética. Dirán que filosofía y religión afirman verdades sobre la constitución del mundo y la naturaleza del hombre. Entonces, quien piense como Gould creerá que violan MANS.

Hay que reconocer a Gould su consideración y civismo hacia la religión. Pero eso no basta para aclarar el problema.


Evolución y plan divino

Gould niega la singularidad humana dentro del proceso evolutivo y sostiene que la evolución no manifiesta plan alguno. Estas cuestiones, entre otras, son abordadas por el físico y teólogo Mariano Artigas, profesor de la Universidad de Navarra, en un artículo (2) al que pertenecen los siguientes párrafos.

El progreso científico proporciona en la actualidad uno de los mejores argumentos en favor de la singularidad humana, porque pone de relieve que poseemos unas capacidades de conocimiento muy específicas: podemos representar el mundo como un objeto, elaborar modelos que representan del modo más conveniente determinados aspectos del mundo, construir teorías, idear experimentos para poner a prueba las consecuencias de esas teorías, valorar el valor de verdad de los conocimientos así conseguidos, aplicar esos conocimientos a la resolución de problemas concretos. Todo ello muestra que somos seres anclados en la naturaleza material y que, al mismo tiempo, la trascendemos, poseyendo un ser personal autoconsciente capaz de buscar unos objetivos cognoscitivos que permiten un dominio controlado de la naturaleza.

(…) La fe cristiana nos presenta al hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios, y como objeto de un plan especial de la providencia divina. Pero, en ocasiones, se afirma que el ser humano no puede ser la meta de la evolución, porque el curso de la evolución incluye muchas dosis de azar, de tal modo que el hombre es un producto contingente de un proceso que pudo no haber conducido a nuestra existencia (3).

Es fácil advertir, sin embargo, que para Dios, que es Causa Primera de todo, no existe el azar. La teología siempre ha afirmado que Dios gobierna la naturaleza de tal modo que no todo tiene la misma necesidad: el curso de la naturaleza incluye muchos sucesos contingentes que, sin embargo, no caen fuera de los planes de Dios. (…) La distinción entre la Causa Primera y las causas segundas es crucial; si se pierde de vista, se pensará que, para que algo sea meta de la evolución, debe suceder de modo completamente necesario, descartando la contingencia del azar: ése parece ser el razonamiento de quienes niegan que la evolución de la vida en la Tierra pueda responder a un plan divino dirigido a la aparición del ser humano. Piensan que, si el hombre es el resultado de un plan divino, su producción debería responder a leyes científicas necesarias, lo cual es incompatible con el azar que impregna el proceso evolutivo. Pero el azar, que es real porque existen muchas confluencias de líneas causales independientes, se encuentra totalmente controlado por Dios, que es la Causa Primera sin la cual nada puede existir. (…)

Casualidades con sentido
En conclusión, la reflexión cristiana acerca del evolucionismo permite comprender que la evolución puede formar parte de los planes de Dios. Si nos situamos en una perspectiva evolutiva, la evolución puede contener muchos sucesos que para nosotros son aleatorios o casuales pero que, para Dios, caen dentro de su plan. El proceso evolutivo supone la acción divina que da el ser a todo lo que existe y hace posible su actividad. El origen evolutivo del organismo humano puede entrar dentro de los planes de Dios, porque puede suponer una acción divina que dirige cada paso y es complementado con la intervención especial de Dios que crea el alma espiritual en cada nuevo ser humano.

La Iglesia no pretende intervenir en las explicaciones estrictamente científicas sobre la evolución, porque no es su misión; lo que pretende subrayar con sus enseñanzas es que todo en la naturaleza cae bajo la acción divina y, de modo especial, que el ser humano es objeto del plan divino de la creación y de la redención. Con su enseñanza, la Iglesia proporciona la clave para comprender que un proceso natural que podría parecer ciego y carente de sentido puede ser, en realidad, parte de un plan divino de amor y de salvación que llena de sentido a toda la existencia humana, también a la actividad científica.

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(1) Stephen Jay Gould. Ciencia versus religión. Un falso conflicto. Crítica. Barcelona (2000). 232 págs. 2.900 ptas. T.o.: Rocks of Ages. Science and Religion in the Fullness of Life. Traducción: Joandomènec Ros.

(2) Mariano Artigas, «Desarrollos recientes en evolución y su repercusión para la fe y la teología», Scripta Theologica, enero-abril 2000, pp. 243-267.

(3) Cfr. en esta línea: Stephen Jay Gould, «La evolución de la vida en la Tierra», Investigación y ciencia, n. 219, diciembre 1994, pp. 54-61.

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