Desde hace más de un año se vienen haciendo ensayos clínicos exitosos para curar enfermedades congénitas utilizando edición genética. De hecho, a finales del año pasado se aprobó el primer “medicamento” que utiliza la edición genética con CRISPR-Cas9. Y este verano, la revista Nature ha publicado dos trabajos en los que se presenta una nueva técnica de edición genética que podría resultar ser más precisa y eficaz aún.
Tanto por los avances en los instrumentos tecnológicos para realizar la edición genética como por los fármacos ya autorizados y los ensayos clínicos en curso, las perspectivas en este campo son prometedoras y probablemente revolucionarias. Sin embargo, la sombra de un uso indebido de esta tecnología, que acabe volviéndose contra la humanidad, sigue presente en el horizonte, como pone de manifiesto el debate bioético en curso.
A continuación, repasamos algunos hechos históricos imprescindibles para situar y evaluar los recientes avances en edición genética, y presentamos los principales desafíos éticos que afronta esta poderosa biotecnología.
Un poco de historia
El ADN es el ácido nucleico que contiene las instrucciones genéticas fundamentales para el desarrollo, funcionamiento y reproducción de los seres vivos, y, por ello, es el responsable principal de la transmisión hereditaria. Al menos desde los años cincuenta del pasado siglo, cuando se descubrió la estructura helicoidal del ADN y los elementos que lo integran, una de las mayores aspiraciones de la ciencia y la biotecnología ha sido llegar a controlar la herencia genética en los seres vivos: vegetales, animales y humanos.
Pronto se empezó a hablar de ingeniería genética y del ADN recombinante, es decir, de la tecnología que utiliza enzimas para cortar y unir secuencias de ADN. Durante la segunda mitad del siglo XX los avances tecnológicos en este campo fueron relativamente pequeños. Por contra, los progresos en el conocimiento científico fueron enormes y los debates éticos sobre lo que se debía o no hacer, muy intensos.
La empresa científica internacional más ambiciosa hasta el momento en el campo de la genómica arrancó en 1990, cuando se puso en marcha el Proyecto Genoma Humano con el objetivo de identificar, antes de 2005, todas las “letras” del ADN humano. El proyecto se consiguió concluir en 2003, dos años antes de lo previsto. Esta información era imprescindible para dar el siguiente paso: leer el libro del genoma y, en su caso, poder reescribirlo con precisión.
Años antes, en 1975, tuvo lugar la conferencia de Asilomar sobre el ADN recombinante, liderada por Paul Berg, premio Nobel de Química en 1980, para debatir sobre los riesgos de intervenir en el genoma y la regulación para evitarlos. Los más de 140 científicos, juristas, y filósofos reunidos en la costa de California aprobaron una autorregulación que garantizara la seguridad de la tecnología del ADN recombinante.
Una nueva técnica, que usa “puentes de ARN”, permite cambiar genes sin necesidad de hacer cortes en el ADN ni de volver a unir los fragmentos después
Aunque se ha debatido mucho sobre lo que se discutió y acordó en Asilomar, los allí reunidos se convencieron de que la ciencia y la tecnología eran asuntos de gran trascendencia ética, y de que su regulación requería de enfoques pluridisciplinares y de la participación del público. Desde entonces, tanto en la filosofía y la teología como en el derecho se viene debatiendo sobre lo que supone que la humanidad pueda controlar su propia herencia genética. Esos debates, que durante décadas tuvieron un carácter más bien especulativo, en este momento tienen que ver con una posibilidad inminente.
Del CRISPR-Cas9 al ARN puente
A finales del pasado siglo pareció que las innovaciones biotecnológicas no lograban acompasarse al ritmo de los avances que se venían obteniendo desde el campo del conocimiento científico. En los años noventa se obtuvo el primer mamífero clónico, la oveja Dolly, y se aislaron células madre pluripotentes humanas en el laboratorio. Pero la burbuja biotecnológica explotó cuando se constató que la promesa de conseguir tejidos humanos de forma ilimitada para reparar nuestros organismos (mediante las células madre obtenidas por clonación) era más ilusoria que real.
El panorama cambió a partir de 2012. Ese año, el grupo liderado por Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier logró editar ADN mediante CRISPR-Cas9. Dicho de la forma más sencilla, estas investigadoras pusieron en manos de la comunidad científica y sanitaria un instrumento para borrar y reescribir las “palabras” que forman el genoma, incluido el humano. Esta tecnología, que les valió el Premio Nobel de Química en 2020 por las enormes posibilidades que abría, se basaba en un descubrimiento científico que había hecho unos años antes el español Francis Mójica. Este investigador de la Universidad de Alicante observó que las arqueas, unos organismos parecidos a las bacterias, tenían un sistema inmunitario que se basaba en capturar pequeños fragmentos de ADN de los virus invasores y esconderlos en su propio genoma. Así, cuando volvían a ser invadidas por los virus, esos “recuerdos moleculares” les servían para identificarlos y destruirlos.
En el verano de 2024, el grupo liderado por Patrick Hsu, del Arc Institute en Palo Alto (California), ha dado a conocer en la revista Nature una tecnología de edición genética que, en principio, ofrece importantes ventajas sobre la anterior Se basa en la capacidad de los llamados “genes saltarines” (su nombre técnico es transposones o elementos genéticos transponibles) para ir a distintas partes del genoma de la célula, desempeñando así un papel esencial en la evolución y adaptación de los seres vivos. Para dar esos “saltos” por el genoma, los transposones emplean unos fragmentos de ADN denominados secuencias de inserción. En ellas, el equipo de Hsu ha identificado una pequeña molécula de ARN a la que ha denominado “puente” por su capacidad de conectar dos secuencias de ADN: el ADN de origen y el del lugar donde se va a insertar. Estos “puentes de ARN” son reprogramables y, en consecuencia, pueden orientarse hacia el lugar específico en el que se desee insertar el trozo de ADN. Así, se podría sustituir un gen defectuoso que esté causando una enfermedad mortal por uno sano.

Como en el caso de la tecnología CRISPR, que se basó en el trabajo de Mójica, la innovación presentada por Patrick Hsu se basa en los hallazgos hechos por Barbara McClintock (1902-1992) en los años cincuenta del pasado siglo. La investigadora estadounidense identificó los transposones y describió su implicación en fenómenos de reordenación y variación genómica de los seres vivos. Su descubrimiento le valió el Nobel de Medicina en 1983. Como se ve, y ha recordado recientemente el profesor Nicolás Jouve de la Barreda, muchas de las aplicaciones tecnológicas que están surgiendo proceden de descubrimientos de mecanismos naturales.
Edición sin cortes
Mientras que la tecnología CRISPR hace un corte en el ADN para llevar a cabo la corrección deseada, lo que exige después una reparación del ADN celular, en el caso de la edición mediante el “puente de ARN” la recombinación se hace sin cortes y sin necesitar, por tanto, reparar el ADN reprogramado. El experimento publicado presenta, además, una alta eficiencia al hacer inserciones, aunque también las realiza, a veces, en sitios del genoma que no son los previstos. Hay que destacar que los autores han hecho este tipo de experimentos tan solo en bacterias, todavía no en células humanas, en las que habrá que confirmar que resultan también funcionales. Por tanto, como ha destacado Lluís Montoliu en Naukas, conviene esperar a ver los próximos resultados antes de lanzar las campanas al vuelo. Han sido muchas las veces en que las grandes expectativas iniciales en algún campo de la biotecnología han quedado posteriormente defraudadas.
Mientras se producen estos avances en las técnicas de edición genética, el CRISPR-Cas9 ha pasado ya del laboratorio a la clínica. A finales de 2023 las agencias oficiales que aprueban los medicamentos en Estados Unidos y Reino Unido daban el visto bueno a un medicamento basado en esta tecnología, Casgevy, utilizado para curar dos enfermedades raras hereditarias y muy graves causadas por mutaciones genéticas que afectan a la producción o función de la hemoglobina: la betatalasemia y la anemia celular falciforme. También la Unión Europea aprobó Casgevy a principios de 2024. En la actualidad existe un buen número de ensayos clínicos para desarrollar medicamentos que usan tecnología CRISPR-Cas9 contra enfermedades muy diversas: desde ciertas clases de ceguera hasta algunos tipos de cáncer. Como ha dicho Jennifer Doudna, “el paso de CRISPR del laboratorio a las terapias aprobadas en sólo 11 años es un logro verdaderamente notable”.
Inquietudes éticas
Las espectaculares promesas que trae consigo la edición genética en el campo de la medicina y que, como hemos visto, ya han empezado a hacerse realidad, vienen acompañadas de importantes desafíos bioéticos. A continuación, enunciamos los tres más relevantes.
El primero tiene que ver con la distribución de los recursos escasos. Por un lado, está el problema del acceso, tanto físico como financiero, a las terapias. Los nuevos medicamentos tienen precios de varios millones de euros por paciente, los más altos que han existido hasta el momento. Además, no van a estar disponibles en todas partes al mismo tiempo. Por otro lado, existe el riesgo de que la inversión priorice el desarrollo de medicamentos, porque los reintegros pueden ser más inmediatos, y retire el apoyo a las investigaciones básicas, que siguen siendo imprescindibles para el progreso a medio plazo. Estos problemas de justicia distributiva generan importantes tensiones entre las entidades financieras, las compañías farmacéuticas, las autoridades sanitarias y los pacientes. Por eso, científicas como Jennifer Doudna han entrado recientemente en el debate con propuestas, recogidas por la revista Nature, para facilitar el acceso equitativo a estos tratamientos.
La posibilidad de hacer cambios en el ADN en la línea germinal, que se trasmitirían por herencia, abre la puerta a la eugenesia
El segundo tiene que ver con el uso de la edición genética en la línea germinal, al intervenir en los gametos (óvulos o espermatozoides) o en los embriones humanos en las primeras etapas de su desarrollo. Esta intervención, que afectaría no solo al embrión intervenido sino a toda su descendencia, puede realizarse con el objeto de acabar con una enfermedad monogénica muy grave, con otros fines curativos o con la intención de mejorar la especie. Existe un amplio apoyo a la primera opción, pero es ingenuo desconocer que, una vez se haya empezado a intervenir, es difícil detenerse. El riesgo de incurrir en lo que se ha denominado “eugenesia de terciopelo” (velvet eugenics) es altamente probable.
Pero, más allá de este riesgo, Jürgen Habermas ha señalado que la contingencia del proceso procreativo (es decir, la combinación imprevisible de dos secuencias cromosómicas distintas) tiene un valor moral intrínseco y por ello debería escapar a nuestro poder de manipulación. Entiende el filósofo alemán que esta contingencia es “un presupuesto necesario para poder ser uno mismo y para la naturaleza fundamentalmente igualitaria de nuestras relaciones interpersonales” (El futuro de la naturaleza humana, Paidós, 2002).
Por último, está el problema de utilizar embriones humanos para poner a punto la edición genética en la línea germinal. Dependiendo del estatuto que se reconozca al embrión humano, podremos considerar lícita o no esta práctica. La cuestión se ha vuelto más compleja aún desde que en 2023 la revista Nature publicó casi simultáneamente dos trabajos sobre la creación de “embriones humanos sintéticos”. A partir de células madre embrionarias, los equipos liderados respectivamente por Magdalena Zernicka-Goetz y Jacob Hanna consiguieron desarrollar en el laboratorio estructuras que contienen todos los tejidos embrionarios y extraembrionarios propios de la fase posterior a la implantación de los embriones humanos.
En la actualidad se conoce con bastante precisión el desarrollo del embrión en las fases anteriores a su implantación, que tiene lugar en torno al día 14 tras la fecundación. Ese conocimiento ha sido posible, entre otras causas, porque muchos países permiten la investigación con embriones humanos in vitro hasta el día 14 de su desarrollo. El objetivo inicial que ha movido los recientes experimentos es disponer de unas estructuras embrionarias que permitan conocer el desarrollo de los embriones en el momento de la implantación y después. Es en esta fase cuando se produce el mayor número de pérdidas espontáneas en el embarazo, y ese conocimiento podría contribuir a evitarlas.
La controversia bioética se centra en discernir si nos encontramos ante verdaderos embriones humanos o si, más bien, se trata de embrioides, es decir, de estructuras análogas a los embriones humanos pero que no pueden considerarse auténticos embriones. Así lo aseguró la propia Zernicka-Goetz en las redes sociales: “Es importante recalcar que estos no son embriones sintéticos, sino modelos de embriones, y nuestra investigación no es para crear vida, sino para salvarla”. De confirmarse que los organismos creados no son propiamente embriones humanos, podrían emplearse éticamente para afinar la edición genética en la línea germinal.
A la vista de los logros actuales tanto en el laboratorio como en las terapias, la edición genética en humanos va a crecer exponencialmente en los próximos años. Los problemas de justicia distributiva y los riesgos de un futuro eugenésico y transhumano serán crecientemente reales. Urge consensuar una respuesta global que garantice la equidad en el acceso y preserve la dignidad de las futuras generaciones.