Freud: un productivo forjador de mitos

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Se cumplen 150 años del nacimiento del pensador vienés
Que Sigmund Freud es un clásico del pensamiento del siglo XX es algo que nadie puede poner en duda. Y que su influencia en el arte, la cultura y hasta en la vida cotidiana ha sido decisiva, tampoco. Ahora bien: con la perspectiva que hoy tenemos, ¿se han revelado sus hallazgos teóricos verdaderamente duraderos y útiles a nuestro tiempo?

Freud es de los pocos intelectuales que, sin pretenderlo, han penetrado en el acervo común hasta el punto de resultarles familiar a personas que jamás le han leído ni le leerán. Hasta en los guiones de las más chuscas teleseries oímos frases del estilo «Has tenido un lapsus freudiano», o «Te ha traicionado el subconsciente», cuando queremos dar a entender que una dimensión no consciente -pero veraz- del individuo ha aflorado sin permiso al nivel consciente de una conversación.

Creo que la razón de esta popularización estriba, aparte de en su rico y persuasivo estilo literario, en cierto poder de sugestión que tienen sus teorías más célebres.

¿Ciencia o literatura?

Freud deseó para sus teorías un estatuto científico, pero, aparte de que la psicología no podrá ser nunca una ciencia pura, su peculiar escritura fundó una nueva disciplina, híbrida de humanismo y biología: el psicoanálisis. El médico vienés estaba excepcionalmente dotado para la crítica literaria, y aprendió más de Sófocles, Shakespeare y Goethe que de los doctores y científicos de su tiempo. Por eso, la virtualidad de sus textos no es la propia de un tratado de cuidados paliativos, sino más bien la que compete al ensayismo literario, en donde las conclusiones subjetivas extraídas de la personal biografía iluminan más que los supuestos datos objetivos en que se apoya. Considerar -como él hace- que la salud es una fase transitoria de la enfermedad… no es un punto de partida equilibrado, sino justamente una proyección de su propio temperamento enfermizo.

Pero lo interesante de obras como «La interpretación de los sueños», «Tres ensayos sobre vida sexual», «Introducción al psicoanálisis» o «El malestar en la cultura» -por citar sus obras más influyentes y representativas- no es la definitiva revelación del misterioso funcionamiento de nuestra mente, sino los intermitentes chispazos de genio, la sugerencia, definiciones afiladas y convincentes como «El sentimiento de lo siniestro se produce por la manifestación de lo que debía permanecer oculto» (que tomó de un autor alemán anterior y sistematizó: de nuevo su habilidad sincrética). Pero pretender un sistema cerrado partiendo de intuiciones singulares aunque válidas es un salto excesivo, y él mismo lo reconocería al final de su vida.

Como no podía ser de otra manera, sus presupuestos no son corolarios que resultan de la aplicación del método empírico, que es el que ha hecho avanzar la ciencia desde Arquímedes hasta Einstein. Todo puede empezar por una intuición, pero luego hay que ir al laboratorio. Su laboratorio era el discurso de sus pacientes, y, al margen de que las palabras no son magnitudes, Viktor Frankl llegó a conclusiones opuestas -de la enfermedad a la salud- con el mismo método conversacional unos años después.

El fenómeno artístico

Un ejemplo. «El malestar en la cultura» expone la etiología psicopatológica urdida por el pensador vienés para explicar el fenómeno artístico. La teoría es bien conocida: la cultura es un super-yo que sublima socialmente las represiones de un yo individual. Así, los naturales instintos del hombre, al chocar contra las inevitables convenciones que el engranaje social requiere para subsistir, lejos de arredrarse, desvían su proyección hacia ese sustituto artificial de la vida que es el arte.

Esas tensiones entre el super-yo y el yo fueron descritas por Freud como un choque inevitablemente violento entre dos vectores de fuerza opuestos; pero, de hecho, desgraciados ha habido millones incapaces de producir obra estética alguna, y viceversa, existieron artistas felices. Freud ubicó las causas de la represión en las convenciones sociales de una civilización hipócrita y burguesa; sin embargo, pasan las épocas, el drama humano se mantiene y el psicoanálisis no cura más que un desahogo con un amigo, sólo que el psicoanalista tiene de su parte el efecto placebo y el papanatismo intelectual del paciente, que cree estar en manos expertas cuando oye hablar de «defensas yoicas» y «redirección del impulso». En realidad, la teología del pecado original había explicado la infelicidad humana mucho antes, y en una formulación más perdurable y menos pretenciosa.

Un nuevo romanticismo

La noción de subconsciente y el protagonismo otorgado a pulsiones irracionales que condicionan el desarrollo psicológico del ser humano pueden considerarse las conclusiones más válidas del legado conceptual de Freud. Casi todos los movimientos artísticos del siglo XX prueban la fecundidad de su doctrina en el campo creativo: no pueden entenderse las vanguardias sin el sustrato teórico freudiano, que avaló una suerte de nuevo romanticismo, de «liberación expresiva» aparentemente apoyada por una ‘ciencia de la mente’ más ansiada que rigurosa.

Pero, puestos en lo peor de su herencia, los creadores usaron a Freud como legitimación de arbitrariedades que han trastocado los criterios fiables de valor artístico establecidos con esfuerzo por veinte siglos de filosofía de la estética. Cabe observar que Freud siempre eligió figuras indiscutibles del arte y la literatura para apuntalar sus teorías, y es casi seguro que un tipo como Andy Warhol no le hubiera despertado el menor interés. Al cabo, el siglo XX acabó depositando en el subconsciente una fe verdaderamente religiosa que orgullosamente creía haber superado.

Inspiración creativa

Hoy sigue yendo la gente a tratarse con su psicoanalista, pero esta práctica tiene más de esnobismo social que de rigurosa fidelidad freudiana. De hecho, muchos de estos «pacientes» posmodernos se sorprenderían si leyeran al padre del psicoanálisis. En sus textos no hay divanes ni recetarios amorosos, sino estudios de Dostoievski y Cervantes y miedo a su padre y a la castración. De hecho, es difícil imaginar a un autor más tergiversado y zarandeado por sus supuestos seguidores. Seguramente nos hayan vendido a Freud como un almibarado adalid del progresismo, pero muchos de sus pasajes sólo podrían suscitar la atribución de reaccionario atroz e inmisericorde en esos mismos devotos posmodernos en caso de que leyeran a su profeta: por ejemplo, su consideración -minuciosamente argumentada- de la masturbación y la homosexualidad como etapas inmaduras de la sexualidad.

Los mejores momentos de Freud se producen cuando no aspira a sentar cátedra: entonces sus fabulaciones entre míticas y oníricas sí ilustran verdades, como les pasa a los escritores y no a los médicos. Valga el ejemplo del periodismo: la gente cree que recibirá la información en las secciones de actualidad, y la interpretación en la de opinión; pero es al revés: la información que asimilamos reside en la segunda, mientras que la primera propende al «collage» aséptico de notas de prensa institucionales. Sólo entendemos los hechos cuando nos llegan filtrados por el entendimiento de otra persona. No existe el dato puro, imparcial: cada palabra que usamos para enunciarlo lo modifica. Y eso no es malo: es sencillamente la manera humana de comunicarse.

Pues bien: Freud nos lo recordó de manera inopinada, y nos legó un «corpus» insigne de interpretaciones inteligentes y brillantemente expuestas como pocos ha habido. Partió de la crítica literaria y la terapia conversacional para forjar una mitología, que a su vez funcionó como una formidable fuente de inspiración creativa, entre otras cosas porque no es más que una exégesis de las pasiones de siempre que siempre ha tratado la literatura. Ése es, a nuestro juicio, su indudable mérito, de naturaleza -no de grado- más similar al de un Shakespeare que al de un Fleming: el mérito, no de un descubridor científico, sino de un estilista de la interpretación del hombre.

Jorge Bustos Taúler

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