«El punto central es un anuncio del valor inconmensurable de cada vida humana»

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Entrevista con el Prof. Gabriel Chalmeta sobre la Evangelium vitae
Roma.- La nueva encíclica de Juan Pablo II invita a los cristianos y a los «hombres de buena voluntad» a que se comprometan en una vasta batalla en favor de los derechos humanos, de los que el derecho a la vida ocupa el primer puesto. Gabriel Chalmeta, profesor de Ética en el Ateneo Romano de la Santa Cruz, comenta en esta entrevista algunos aspectos de la Evangelium vitae.

– La encíclica consta de casi doscientas páginas: aun con riesgo de simplificar, ¿cuál es, en su opinión, el punto central sobre el que se articula el texto?

– Como otras muchas personas, y conociendo cuál era el tema general de este documento, comencé su lectura pensando en que iba a encontrarme con una serie de descripciones, por así decir, «catastróficas» de la situación actual y con una serie equivalente de condenas éticas del aborto voluntario, de la manipulación de embriones, de la eutanasia, etc.

Me equivocaba: la encíclica es, ante todo, un «anuncio» de los motivos por los que la vida humana, cada vida humana, constituye un valor inconmensurable. Ciertamente, sobre este panorama de fondo, se hace también un diagnóstico negativo de la situación actual. Pero incluso cuando juzga y condena, la encíclica es enormemente positiva. La reacción que experimenta el lector no es de tristeza o pesimismo, sino que más bien se le presenta la posibilidad de comprometerse en una hermosa batalla -que habrá de ser pacífica, aclara el Papa- por los derechos humanos. Una batalla semejante a la que dieron nuestros antepasados para conseguir la abolición de la esclavitud o la emancipación de los trabajadores.

Canto a la vida

– La experiencia demuestra que, en este campo, no es fácil cambiar de opinión: quien admite el aborto, por ejemplo, aunque lo plantee como «situación extrema no deseable», es difícil que dé un giro de 180 grados como consecuencia de oír argumentos contrarios. ¿Piensa que esta encíclica puede aportar algo a este debate?

– Sí, aunque naturalmente hay que contar también con los avatares de la vida misma. El creyente sabe que las enseñanzas morales de la Iglesia, aunque puedan parecer arduas en un primer momento, son a la larga como señales de tráfico que indican el camino para no perder el control racional de la vida, y alcanzar la máxima felicidad que es posible en nuestra situación presente.

Por el contrario, quien no sigue esas enseñanzas morales llega un momento en el que se des-moraliza, tanto desde el punto de vista intelectual como afectivo y volitivo. Se pregunta: «¿Tiene algún sentido mi vivir y el de los demás?»

A los ojos de muchas personas que se encuentran en esta última situación, la figura del Papa y los criterios del Magisterio de la Iglesia se presentan como algo muy atractivo, como la alternativa más creíble a la vida que han recorrido hasta ese momento. Esto no es suficiente, pero constituye, desde luego, un primer paso.

Novedades doctrinales

– Volviendo al contenido, ¿ofrece la «Evangelium vitae» alguna novedad en los planteamientos o en la argumentación sobre el valor de la vida que no hayan aparecido en otros documentos del Papa?

– Sí, en el sentido preciso de que la doctrina de la encíclica constituye un desarrollo homogéneo -sin saltos ni contradicciones- de la que se puede encontrar en otros documentos precedentes del Magisterio. Entre esas «novedades», y siguiendo en esta elección un criterio totalmente subjetivo, destaco dos que, por razones de distinta naturaleza, considero especialmente importantes: la doctrina sobre la pena de muerte y la relativa a la personalidad del embrión.

– Ha llamado la atención el pronunciamiento solemne del Papa, contenido en tres pasajes del documento, referidos a los atentados contra la vida en general y sobre el aborto y la eutanasia en particular. ¿Podría aclarar el alcance y significado de ese gesto de Juan Pablo II?

– Me parece evidente, en pocas palabras, que tras esta declaración del Papa se puede afirmar sin dudas que esa doctrina pertenece al Magisterio ordinario y universal de la Iglesia. El cristiano, para encontrarse en plena comunión con la Iglesia, ha de adherirse a ellas mediante un acto de fe sobrenatural. Por el contrario, negar esa doctrina -afirmando, por ejemplo, que el recurso al aborto es lícito en algunos casos- significa alejarse de la comunión con la Iglesia.

Es cierto que tal enseñanza no ha sido declarada «infalible». Pero sería un error teológico interpretar esto como un reconocimiento implícito de que se trata de una mera opinión autorizada. Simplificando un poco, podríamos decir que la declaración o no de «infalibilidad» de una enseñanza del Magisterio no la hace ni más ni menos verdadera, una vez que ha sido propuesta como verdad a la que se han de adherir todos los creyentes. Además, en el caso que nos ocupa la falta de esa nota se explica probablemente porque no tendría mucho sentido declarar infalible lo que, en definitiva, constituye el contenido casi inmediato de un mandamiento de la ley de Dios.

Para que la democracia no se corrompa

– El Papa afirma que un parlamento que aprueba una ley del aborto traiciona las mismas bases de la democracia. Sin embargo, por democracia se entiende habitualmente el gobierno de la mayoría: si la mayoría lo vota, sería antidemocrático oponerse. ¿Podría explicar ese contraste?

– Lo hago resumiendo la respuesta que da el Papa en la encíclica. Al término «democracia» se reconoce en filosofía política dos significados legítimos: significa «gobierno del pueblo», como usted decía, pero también «gobierno para el pueblo». Es más, no cabe duda de que esta segunda característica es mucho más importante en la definición de la democracia, al menos si se entiende que este sistema de relaciones sociales constituye un valor, un lo-gro de la civilización.

En efecto, la característica principal de una sociedad civilizada es el efectivo reconocimiento social de que el hombre posee una serie de derechos inalienables por el simple hecho de ser hombre. En este sentido, el verdadero progreso de la civilización, más que una cuestión de desarrollo técnico-científico, por muy importante que éste sea, ha consistido sobre todo en un proceso de progresiva extensión de la titularidad de esos derechos inalienables a todos los hombres: a los esclavos, a las personas pertenecientes a otras razas, a los asalariados, a las mujeres. La democracia supone el reconocimiento social de que esos derechos pertenecen a todo hombre por el simple hecho de ser hombre, aunque otros ciudadanos o incluso la mayoría de ellos se opongan.

Ahora bien, esta última afirmación se vacía de todo su contenido, y la democracia se corrompe, cuando para que un ciudadano sea considerado hombre no basta con ser «el fruto de la concepción humana», sino que se exigen otros requisitos empíricos. ¿Cuáles? Una vez que se «rompe» con aquel criterio objetivo, no nos quedará otro remedio que sujetarnos a lo que la mayoría vaya estableciendo en cada caso, sin más referencias objetivas que la propia opinión: haber vivido un cierto número de semanas en el seno materno, alcanzar un determinado grado de desarrollo intelectual, una cierta situación de salud física, etc. Me parece evidente que, de este modo, retrocedemos a los inicios mismos de la civilización. Parafraseando a un conocido filósofo de la política, respondería que debemos elegir entre tener un parlamento libre, no sujeto a una verdad superior y trascendente, o un pueblo libre.

Diego Contreras

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