El derecho a conocer a los padres biológicos

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A lo largo de los miles de años de historia humana, la idea de que los niños -al menos los nacidos en el seno de un matrimonio- tenían derechos respecto de sus padres naturales, se dio por sentada y quedó reflejada en la legislación y en el gobierno. Estos derechos de los niños no eran ningún problema cuando no existía tecnociencia que pudiera ser utilizada para manipular o cambiar tales orígenes. Pero merced a las técnicas de reproducción asistida (TRA), ya no es así (1).

Cualquiera que sea la amplia repercusión que las TRA tengan sobre la sociedad, el resultado de estas tecnologías son niños nacidos: ¿qué debemos a esos niños desde el punto de vista ético? Hasta ahora, nos hemos desentendido en gran medida de esta cuestión. Nuestra atención ética en lo referente a las TRA se ha centrado casi por completo en los derechos de los adultos a acceder a estas tecnologías para fundar una familia.

Pero a medida que la primera cohorte de niños nacidos como consecuencia de las TRA va alcanzando la edad adulta y conectan entre sí a través de Internet, empiezan a cambiar nuestra perspectiva. Ahora nos preguntamos qué derechos tienen en relación con la naturaleza de su patrimonio genético y el conocimiento de ese patrimonio.

Cada situación plantea una o más de tres cuestiones importantes: el derecho de los hijos a conocer la identidad de sus padres biológicos; el derecho de los hijos a tener un padre y una madre, preferiblemente sus propios padres naturales; y el derecho de los hijos a nacer sin que sus orígenes genéticos hayan sido alterados.

El derecho a conocer a los padres biológicos

Una cosa es que los niños no conozcan su identidad genética como consecuencia de circunstancias no intencionadas. Otra muy diferente es destruir a propósito los vínculos de los hijos con sus padres naturales; y más aún, que la sociedad se haga cómplice de dicha destrucción. En la actualidad goza de amplia aceptación el principio de que los niños adoptados tienen el derecho a conocer quiénes son sus padres biológicos, siempre que ello sea posible, y se ha convertido en la norma general que la legislación establezca tal derecho.

Idéntico derecho se concede cada vez más a los niños nacidos por donación de gametos (sea de esperma u óvulo). Por ejemplo, el Reino Unido ha aprobado recientemente leyes que otorgan a los hijos ese derecho al cumplir los 18 años de edad (cfr. Aceprensa 46/05).

El impacto de las TRA sobre los niños nacidos mediante su empleo, aparte del que tienen sobre su salud física, se ha pasado por alto en gran medida; se da por supuesto sin mayor inconveniente que la creación de niños a partir de gametos donados no plantea problemas éticos ni de otra clase, y que la oposición a estas prácticas se basa casi por completo en creencias religiosas.

Huérfanos genéticos

Dichas suposiciones se han puesto claramente en entredicho en los dos últimos años, a medida que las primeras personas nacidas a través del uso de tales tecnologías van alcanzando la edad adulta, e intervienen activamente para reclamar un cambio. Estas personas manifiestan un fuerte sentimiento de pérdida de identidad, por no conocer a uno o ambos progenitores naturales y a su entorno familiar más amplio de idéntico origen, y se definen a sí mismos como “huérfanos genéticos”. Se preguntan: “¿cómo puede alguien pensar que tiene el derecho de hacerme esto?”

Tenemos que escuchar lo que los adultos concebidos de este modo dicen de la donación de gametos para decidir si podemos dar por supuesto que contamos con su consentimiento. Ellos -y los niños adoptados- nos hablan de su profundo sentido de pérdida de la identidad y de toda relación genéticas. Se preguntan: ¿Tengo hermanos o primos? ¿Quiénes son? ¿Cómo son? ¿Son “como yo”? ¿Qué podría aprender de ellos acerca de mí mismo? Estas preguntas plantean la cuestión de cómo nuestros parientes de sangre nos ayudan establecer nuestra identidad humana.

La ética, los derechos humanos y el derecho internacional -y consideraciones tales como la salud y el bienestar de los niños adoptados y de los concebidos gracias a donantes- exigen que los hijos tengan acceso a información relativa a sus padres naturales.

El respeto de los derechos de los hijos en estos aspectos exige que la ley prohíba la donación anónima de esperma y óvulos, que establezca un registro de donantes y que reconozca los derechos de los hijos a conocer la identidad de sus padres biológicos y, de ese modo, su propia identidad biológica.

El derecho a tener un padre y una madre

Esto nos lleva a la cuestión del matrimonio homosexual, que ha sido legalizado en Canadá y en algunos otros países.

Dar a las parejas homosexuales el derecho de fundar una familia desvincula la paternidad de la biología. Al hacerlo, priva inevitablemente a los hijos -y no sólo a los incorporados a parejas homosexuales- del derecho a tener un padre y una madre, y del derecho a conocer a su familia natural y a criarse en ella. Ocurre esto porque el matrimonio ya no se considera como la norma de la relación natural y dirigida a la procreación entre un hombre y una mujer, y de los derechos de los niños que se derivan de esa norma. En particular, los derechos de los niños a tener un padre y una madre, que sean sus padres biológicos, a no ser que se justifique una excepción en razón del “mejor interés” del niño, como ocurre en la adopción.

Ahora la norma primordial pasa a ser que los padres de un niño son aquellos a quienes la ley designa como tales, y que pueden ser o no los progenitores naturales de la criatura. Es decir, que la excepción de la paternidad natural, que solía permitirse por medio de la ley de adopción, se convierte en la regla. Dicho con otras palabras, el matrimonio homosexual cambia radicalmente la base primordial de la paternidad, convirtiéndola de paternidad natural o biológica en paternidad legal (y social), tal y como la ley canadiense de matrimonio civil legisla expresamente. Ese cambio tiene una importante repercusión en las normas de la sociedad, en los símbolos y los valores asociados con la paternidad.

Solo se piensa en los adultos

La misma cuestión del derecho de los hijos a un padre y a una madre se plantea cuando la sociedad interviene en la creación intencionada de hogares monoparentales, por ejemplo, financiando el acceso de las mujeres solas a la inseminación artificial.

El debate sobre la legalización del matrimonio homosexual en Canadá se centró casi por completo en los adultos y en su derecho a no ser discriminados por su orientación sexual. Los derechos y las necesidades de los hijos apenas fueron mencionadas.

Merece la pena observar que el reconocimiento legal de las parejas homosexuales como uniones civiles, a diferencia del reconocimiento como matrimonio, no va contra el derecho de los hijos a tener un padre y una madre, porque no incluye el derecho a fundar una familia. Por ese motivo, representa el mejor compromiso entre los derechos de las personas homosexuales a no ser discriminadas y los derechos de los hijos respecto de sus familias naturales.

El derecho a tener orígenes naturales

En los más de 25 años transcurridos desde el nacimiento de Louise Brown, la primera “niña probeta”, los avances en las TRA han hecho que cada vez resulten más realizables intervenciones que antes no lo eran. Esos “adelantos” hacen necesario formular nuevos derechos de los hijos en relación con sus orígenes naturales, derechos que habrían sido superfluos hasta fecha muy reciente.

El derecho de un niño a ser concebido como poseedor de un patrimonio biológico natural es el derecho humano más fundamental y debería quedar reconocido por la ley.

Los niños tienen derecho a ser concebidos a partir de orígenes biológicos no manipulados, derecho a ser concebidos con el semen natural de un hombre adulto, identificado y vivo, y de un óvulo natural de una mujer adulta, identificada y viva. La sociedad no debería ser cómplice de ningún procedimiento destinado a la creación de un niño -es decir, no debería aprobarlo ni financiarlo-, salvo que dicho proceso sea coherente con el derecho del niño a disponer de un patrimonio biológico natural.

La exigencia de que los gametos procedan de adultos evita que se usen gametos de fetos abortados; impide que nazcan niños cuyos padres genéticos nunca nacieron; y la exigencia de que los donantes estén vivos excluye el uso de gametos para la concepción post mortem.

Parte inseparable del sentido de la vida

Como sociedad, estamos obligados a garantizar el respeto de estos derechos de los niños. Desde el punto de vista ético, una cosa es no interferir en los derechos de intimidad y autodeterminación de las personas, especialmente en una esfera tan personal y privada como la reproducción. Otra muy distinta es que la sociedad se convierta en cómplice de la privación intencionada del derecho de los hijos a conocer y tener contacto con sus padres naturales y el resto de su familia, o de su derecho a nacer de orígenes biológicos naturales.

Cuando la sociedad aprueba o financia procedimientos que contravienen tales derechos de los niños y, posiblemente, cuando se abstiene de asegurar semejantes derechos -por ejemplo, no promulgando una legislación protectora- la sociedad se convierte en cómplice de las subsiguientes violaciones de derechos.

Saber quiénes son nuestros parientes naturales próximos y tratar con ellos es capital para el modo en que formamos nuestra identidad, para relacionarnos con los demás y con el mundo y encontrar un sentido a la vida. Los niños -y sus descendientes- que desconocen sus orígenes genéticos no pueden sentirse incluidos en una red de personas -que abarcan el pasado, el presente y el futuro-, mediante las cuales pueden localizar el hilo de la transmisión de la vida a través de las generaciones hasta llegar a ellos.

Por lo que sabemos hasta ahora, los humanos son los únicos animales que perciben los vínculos genéticos como parte inseparable del sentido de su vida. Estamos aprendiendo ahora que eliminar esa experiencia es dañino para los niños, los padres naturales, las familias y la sociedad.

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NOTAS

(1) Una versión más amplia de este artículo se publicó en MercatorNet (www.mercatornet.com, 12-09-2008) bajo el título Brave new babies.


Margaret Somerville es directora del Centre for Medicine, Ethics and Law en la Universidad McGill (Canadá).

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