El derecho, al servicio de una cultura de la vida

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Unos 400 estudiosos de 35 países y 150 universidades se han reunido en Roma del 23 al 25 de mayo para analizar las diversas perspectivas que abre al Derecho la encíclica Evangelium vitae (EV), promulgada apenas un año antes por Juan Pablo II. Los participantes en el simposio organizado por la Santa Sede, abordaron desde variadas perspectivas, cuestiones básicas, como el fundamento mismo del derecho y de la convivencia democrática, la racionalidad de la ley y la legalidad del ordenamiento político, la vigencia de axiologías con vocación de universalidad.

El Simposio se caracterizó por una fuerte carga científica y académica, pero arrancaba de la consideración de problemas bien prácticos. Así lo hizo ver, en la inauguración de las sesiones, el Cardenal Alfonso López Trujillo, Presidente del Consejo para la Familia. Advirtió la expansión de la «cultura de la muerte» en este fin de milenio, y señaló su aspecto más inquietante con una expresión fuerte, inspirada en la propia Encíclica: «por primera vez en la historia del mundo, se intenta transformar delitos en derechos» (cfr. EV 11).

En los Pactos Internacionales

En ese contexto global, resultó clarificadora la ponencia del profesor Rolland Minnerath (Estrasburgo) acerca del derecho a la vida en los pactos internacionales. A su juicio, reconocen sin fisuras el derecho de la persona humana a la vida, aunque algunos pactos se hayan interpretado posteriormente como no opuestos al aborto (como si el derecho a la vida surgiera a partir del nacimiento). Pero, en todo caso, esa interpretación nunca llega a negar los derechos del nasciturus: al contrario, afirma también con claridad la protección debida a la vida naciente.

Minnerath expuso cómo tampoco ninguna norma internacional reconoce el aborto como medio para la regulación de los nacimientos, ni admite la injerencia del Estado en la elección del número de hijos o en la fertilidad. Es más, cuando el Pacto de 1966 sobre derechos civiles y políticos admite la licitud de la pena de muerte, si se aplica legalmente, exceptúa esa posibilidad para una mujer encinta (art. 6, 5).

Desde esa perspectiva, se comprende que en ningún lugar, ni siquiera en documentos contra la discriminación femenina (Declaración de 1967, Convención de 1979), se mencione un «derecho» de la mujer a disponer libremente de la vida que lleva en su seno.

Pero a nadie se ocultan las serias amenazas que se ciernen sobre la universalidad de los derechos humanos. Proceden tanto de culturas orientales alejadas de la tradición grecolatina y cristiana, como de la interpretación individualista de esos derechos que trata de abrirse paso en el mundo occidental. Por eso, es necesario profundizar en el fundamento universal o universalizable de los derechos básicos.

A juicio de Minnerath, la universalidad del derecho a la vida se articula técnicamente cuando los diversos sistemas jurídicos cumplen dos condiciones: 1ª) la ley positiva no debe proclamar como un derecho lo que la razón reconoce como un mal; aunque corresponda también a la ley dictar normas sobre el mal menor; 2ª) la ley positiva no puede obligar a hacer lo que la conciencia reprueba como contrario al orden natural y a la razón (cfr. EV 71).

La estructura moral de la libertad

Por su parte, Mons. Julián Herranz, presidente del Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos, señaló la paradoja que se ha ido desarrollando a lo largo del siglo XX en el ámbito de los derechos humanos: reconocidos en tantas declaraciones universales, se olvidan después en la legislación de asuntos concretos en los Estados. A juicio de Mons. Herranz, suele ser consecuencia del predominio de un cierto empirismo o pragmatismo jurídico que -al rechazar la existencia de una verdad objetiva acerca de la naturaleza humana- produce un progresivo empobrecimiento de todo el sistema jurídico.

Para Mons. Herranz, la clave del problema está en admitir la existencia de unos derechos que pertenecen a la persona, por su propia naturaleza. Esa exigencia de la ley natural constituye, en el fondo, la base de la Declaración universal de los derechos del hombre, que tutela derechos objetivos, inmutables, universales, no ligados a opiniones cambiantes, ni reducibles a decisiones empíricas de los poderes públicos de cada momento.

Sin duda, se comprueba un progresivo avance en la percepción general de esos derechos. El ser humano tiene una naturaleza que incluye la libertad, es decir, la indeterminación de la historia. Su dimensión temporal ilumina también los problemas sociales. Por eso, resulta decisivo esclarecer -afirmaba Mons. Herranz- una cuestión fundamental que Juan Pablo II sintetizó el 5 de octubre de 1995 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas con estas palabras: la estructura moral de la libertad.

En nuestro tiempo, ha sido y es preciso defender la libertad contra dos grandes utopías ideológicas, convertidas en sistemas políticos a escala mundial: la utopía totalitaria de la justicia sin libertad, y la utopía radical-liberal de la libertad sin verdad. Tras la caída de los Muros, queda fundamentalmente el sistema liberal como soporte de un positivismo jurídico incapaz en su raíz de dar razón universal de los derechos humanos: porque entiende que las normas legales no pueden encontrar fundamento alguno en una verdad objetiva, sino sólo en una verdad convencional, sociológica o estadística. El ordenamiento jurídico se ve privado entonces de su íntima estructura moral, puesto que sólo se admitiría una autonomía absoluta del ser humano, único criterio y norma de sí mismo.

Sanar las enfermedades de la democracia

El problema se traslada entonces a la fundamentación misma de la experiencia democrática. Mons. Herranz recordó unas palabras de Juan Pablo II en la Universidad de Vilna, el 5 de septiembre de 1993: «Totalitarismos de signo opuesto y democracias enfermas han perturbado la historia de nuestro siglo».

Como evoca la propia EV (cfr. n. 70), «hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia»; pero ese valor «se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el ‘bien común’ como fin y criterio regulador de la vida política».

Se puede hablar con Mons. Herranz de unas democracias enfermas -consecuencia de ideologías agnósticas y permisivas-, y de la necesidad de sanarlas profundizando en el pensamiento clásico, que no concebía la democracia como afirmación indiscriminada de la autonomía absoluta del hombre, sino como un ordenamiento social de la libertad.

La democracia introduce en la historia un modo de elegir a los gobernantes, de dictar leyes y decidir su contenido -dentro de unos límites determinados-, de distinguir y garantizar la independientes mutua de los tres poderes, de controlar el ejercicio de la función pública y asegurar su legalidad. Pero los clásicos no ponían en duda la existencia de una verdad objetiva sobre la persona humana y de unos valores morales universales, que debían ser respetados, también porque eran reconocidos por la conciencia de los ciudadanos, cristianos y no cristianos.

A lo largo del simposio, se puso de relieve el uso de un doble sentido del término «democracia», que está en el origen de malentendidos: una cosa es el modelo político o sistema de gobierno -sufragio libre, división y control del poder, igualdad de derechos sin privilegios, limitación del Estado sin totalitarismos-, y otra bien distinta la orientación filosófica de las sociedades modernas, en cuanto constituidas por individuos iguales y autónomos, absolutamente libres de elegir actividades, creencias y modos de vida. Esta concepción implica una antropología, sustancialmente fundada en valores cristianos, pero que se irá asentando como fruto de la mentalidad ilustrada, en buena medida en oposición a las doctrinas religiosas o eclesiásticas.

Al término de la evolución del mundo moderno, queda patente que un gobierno democrático exige la presencia de valores permanentes, justamente para no reducirlo a mero ritual de formas que oculte la dominación de los fuertes sobre los débiles.

En concreto, según expuso el profesor Pedro Serna (La Coruña), no reconocer el derecho a la vida podría conducir a largo plazo hacia «un autoritarismo de corte escéptico, motivado por la desaparición de la confianza en el hombre».

La cuestión tiene múltiples dimensiones prácticas. De hecho, en las luchas políticas que afectan a cuestiones centrales de la personalidad humana, no es infrecuente que los cristianos deban enfrentarse con una cierta coacción, que intenta silenciarles aduciendo que el juego democrático impide imponer a otros las convicciones personales, especialmente si éstas llevan consigo algún tipo de limitación de la libertad (es decir, de la simple independencia del ciudadano).

En ese contexto, el profesor Andrés Ollero -catedrático de Filosofía del Derecho en Granada, pero también político activo, diputado en el Parlamento español- analizó la relación entre convicciones personales y actividad legislativa (cfr. servicio 83/96).

Un nuevo feminismo

Como es lógico, en el conjunto del simposio fue continua la referencia a la mujer y a sus derechos humanos, puntos esenciales en la configuración de una convivencia democrática moderna, con mayor motivo aún cuando se trata del derecho a la vida.

Sobre este punto, baste una sintética referencia a la decisiva intervención de la profesora Mary Ann Glendon (Harvard), con su llamada a un nuevo modelo de feminismo, fundado sobre la dignidad de la mujer, y no sobre oposiciones dialécticas. Desde esa perspectiva, no habrá sitio para el desprecio a la maternidad y a los hijos. Y, sobre todo, será posible construir la real y efectiva igualdad entre hombre y mujer, no enemigos sino compañeros.

En apoyo de su tesis, la profesora Glendon no dejó de subrayar con ironía la contradicción que sufre nuestro tiempo: cuando -a tenor de tantas declaraciones y proclamas- las mujeres deberían gozar de más derechos que nunca en la historia, asistimos a una feminización de la pobreza. Aunque sea un triste consuelo, el fenómeno es semejante, en la perspectiva femenina, a esa amenaza creciente, apuntada más arriba, que sufren hoy los derechos humanos básicos, justamente porque se renuncia a fundamentarlos en sillares permanentes y universales.

 


Del discurso del Papa a los participantes en el Simposio

En su audiencia del 24 de mayo, Juan Pablo II recordó que la encíclica EV «ha querido reafirmar la visión de la vida humana que brota con plenitud de la revelación cristiana, pero a la que, en su núcleo esencial, también puede llegar la razón humana».

Señaló luego «la íntima relación que existe entre las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae«: ambas subrayan el vínculo entre libertad y verdad, entre racionalidad ética y derechos de la persona, «porque es precisamente la persona humana -tal como ha sido creada- el fundamento y el fin de la vida social, a la que el derecho debe servir».

También desde la convicción de que el valor de la vida humana ha ido madurando con el correr de los siglos, Juan Pablo II reiteró que «el ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida». Por tanto, «el embrión humano tiene derechos fundamentales; o sea, es titular de elementos indispensables para que la actividad connatural a un ser pueda realizarse según un principio vital propio».

Se comprende que el Papa confíe en que los ordenamientos positivos definan «el estatuto jurídico del embrión como sujeto de derechos, reconociendo un dato de hecho biológicamente indiscutible y en sí mismo evocador de valores que ni el orden moral ni el orden jurídico pueden descuidar». Y, entre otras consecuencias prácticas, apele «a la conciencia de los responsables del mundo científico, y de modo particular a los médicos, para que se detenga la producción de embriones humanos, teniendo en cuenta que no se vislumbra una salida moralmente lícita para el destino humano de los miles y miles de embriones ‘congelados’, que son y siguen siendo siempre titulares de los derechos esenciales y que, por tanto, hay que tutelar jurídicamente como personas humanas».

Finalmente, el Papa insistió en que «la concepción positivista del derecho, junto con el relativismo ético, no sólo quitan a la convivencia civil un punto seguro de referencia, sino que también ofenden la dignidad de la persona y amenazan las mismas estructuras fundamentales de la democracia».

 


Conclusiones del Simposio

El simposio aprobó quince conclusiones (doctrinales, académicas y socio-políticas), recogidas en L’Osservatore Romano (29-V-96). Se incluyen a continuación algunos párrafos.

Cualquier tipo de reconocimiento en los ordenamientos jurídicos positivos de la licitud del aborto y la eutanasia (verdaderos delitos, con demasiada frecuencia enfocados indebidamente como derechos) equivale a «atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad» (EV, 20) y del principio mismo del derecho (Conclusión 1.ª).

La EV estima la democracia, el Estado de derecho y la cultura de los derechos humanos. (…) Cuando se intenta basar la sociedad sobre el relativismo ético, el Estado de derecho se ve amenazado en su mismo fundamento (Conclusión 2.ª).

Los participantes en el Simposio (…) desean que los ordenamientos jurídicos en los que se hayan aprobado leyes contra el derecho a la vida, prevean expresamente la objeción de conciencia como un derecho de los médicos y, en general, de todos los trabajadores sanitarios y de los responsables de hospitales y sanatorios (Conclusión 4.ª)

La reducción del derecho al mero derecho positivo y la negación del nexo constitutivo que une verdad, libertad y derecho, resulta fatal para la existencia del propio derecho (Conclusión 6.ª).

Los futuros juristas han de adquirir una particular formación en el campo de los derechos humanos, de la bioética y de las diversas deontologías profesionales. Y, de modo semejante, resulta imprescindible enriquecer con valores morales y socio-jurídicos la formación de médicos y enfermeras (Conclusión 7.ª).

Los participantes en el Simposio están, en fin, persuadidos de que corresponde a la mujer un papel importantísimo y fundamental en la construcción de una nueva civilización del amor y de la vida. (…)

Son necesarias nuevas y más profundas reflexiones sobre la condición femenina -ya iniciadas hace tiempo-, así como un renovado empeño por parte de todos en una transformación cultural de dimensiones universales que asocie la defensa de la dignidad y libertad de la mujer con la defensa de la vida humana (Conclusión 15.ª).

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