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El Papa logra un acercamiento a ortodoxos y musulmanes

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Juan Pablo II en Atenas, Damasco y Malta
Una brecha en el muro de resentimiento que ha caracterizado hasta ahora las relaciones con la Iglesia ortodoxa griega y un acercamiento al mundo musulmán, culminado con la visita a la mezquita de los Omeyas: estos han sido los resultados más tangibles de la peregrinación que, «siguiendo las huellas del apóstol Pablo», ha llevado a Juan Pablo II a Atenas, Damasco y Malta, en uno de los viajes más complejos de su pontificado.

Como ya ocurrió hace un año durante su visita a Tierra Santa (ver servicio 44/00), parece que los adjetivos se quedan cortos para calificar el desarrollo de los acontecimientos. «Con bastón, sí, pero ha dado un paso de gigante», titulaba su comentario un analista italiano. En el fondo de las metáforas con las que se han descrito este viaje de Juan Pablo II, que clausura la peregrinación jubilar que le ha llevado a los lugares unidos a la historia de la salvación, está la constatación de que «no ha dejado que la historia suceda, sino que él mismo ha dirigido la historia».

Persona «non grata»

Las principales dificultades del viaje no han sido desde luego el desgaste físico del Pontífice. No hay más que ver los condicionamientos con los que ha viajado a Atenas, que a cualquier mandatario le hubieran parecido (con razón) humillantes. Y, aunque mucho más festivo, el viaje a Damasco suponía volver a enfrentarse con el nervio descubierto de la situación en Tierra Santa, en la que cualquier palabra o gesto siempre es capaz de herir susceptibilidades, y en la que los llamamientos a favor de la paz acaban siempre ahogados por el ruido de las armas.

A Atenas, el Papa llegó como jefe de Estado y no como líder religioso; en peregrinación personal, y no como pastor de la Iglesia; con el veto a uno de los miembros de su séquito (el prefecto de la Congregación vaticana para las Iglesias Orientales, mal visto por los ortodoxos); sin ningún representante de la Iglesia ortodoxa que le acogiera en el aeropuerto. En el programa no estaba prevista ninguna oración común con los ortodoxos, ni tan siquiera una comida en común; incluso para evitar que el acto en el Areópago tuviera, aun de lejos, la apariencia de rito religioso, los representantes ortodoxos se opusieron a que se tocara el Aleluya de Händel (se cambió por un pasaje de Las cuatro estaciones de Vivaldi, no considerada música religiosa).

Para la misa del Papa con la minoría católica (unos 50.000 griegos, más otros 150.000 de otras nacionalidades, sobre todo polacos, filipinos e italianos) se había pedido el estadio olímpico, con capacidad para 80.000 plazas, pero solo obtuvieron un polideportivo (de 18.000 plazas). Naturalmente, nada de papamóvil ni baños de multitudes; más bien lo contrario: el riesgo de la ruidosa contestación de algunas minorías radicales.

Y el elenco puede continuar: las negociaciones para llegar a la declaración conjunta, que se leyó en el Areópago, que no contiene en realidad ninguna mención a temas particularmente delicados, fueron extenuantes. El texto se aprobó «después de mil dificultades y de una verdadera guerra de nervios», según relató Teodoro Contidis, de la oficina de prensa de la Conferencia Episcopal griega. Entre otras cosas, los ortodoxos querían una toma de posición del Papa sobre la cuestión de Chipre (cuya mitad fue ocupada por los turcos en 1974), lo que hubiera dado al mensaje un tono político fuera de lugar.

Luego estuvo el problema de si besaría o no el suelo, como hace en todos sus viajes en señal de respeto por el país que le acoge (desde 1994 dejó de arrodillarse en el aeropuerto y se le ofrece una vasija con tierra). En este caso, también hubo oposición de los representantes ortodoxos, que consideraban el gesto como una especie de violación del suelo sacro. Hay que remontarse a 1989, con ocasión del viaje a Dili, capital de Timor Oriental, la colonia portuguesa ocupada militarmente por Indonesia, para recordar otra circunstancia en la que el beso a la tierra había sido problemático: pero en aquella ocasión se había convertido en un problema político, no religioso. Si la besaba, era como reconocer la independencia; si no la besaba, era admitir la invasión, y hubiera supuesto además una fuerte desilusión para la población local. Al final, el Papa besó un crucifijo… extendido sobre la tierra.

Memoria histórica

Se hacía patente que toda esa desconfianza no era sino manifestación de siglos de resentimiento. El arzobispo Christodoulos, primado de la Iglesia ortodoxa griega, vino a decir públicamente que habían aceptado el viaje por imposición del gobierno. Si bien su actitud personal era más moderada, en su intervención ante el Papa subrayó que la Iglesia ortodoxa esperaba desde hacía siglos las excusas católicas que nunca habían llegado.

Uno de los principales agravios que pesan en la memoria ortodoxa es la cuarta cruzada, de 1204, que saqueó Constantinopla. Un triste episodio histórico que de hecho está ausente de la memoria histórica de los países latinos, pero que en Grecia se estudia con atención, y con alguna distorsión, en las escuelas: se presenta como algo querido por el Papa, cuando se sabe que Inocencio III se horrorizó al conocer la noticia y excomulgó a los responsables. Ese acto vandálico estuvo motivado por la ambición política de algunos de los caballeros cruzados, capitaneados por Venecia (que buscaba la supremacía comercial). Comentando esta mentalidad histórica, el arzobispo católico de Atenas, Mons. Nicolaos Fóscolos, explicó que «cuando los ortodoxos hablan de la cuarta cruzada te llevas la impresión de que se trata de un evento de la Segunda Guerra Mundial, y no de algo ocurrido hace ochocientos años».

En este cahier de doléances, y dejando al margen disputas doctrinales, habría que recordar también el Concilio de Florencia (1441-42), donde casi se chantajeó a los enviados orientales para que aceptaran la autoridad papal a cambio de ayuda contra el turco. La atmósfera anticatólica se ha agudizado con dos hechos recientes: la actividad de las comunidades católicas de rito oriental (que los ortodoxos ven como una especie de quinta columna católica en territorio ortodoxo) y el conflicto balcánico, en el que -según esa mentalidad- el Papa estaba en el bando opuesto a los serbios ortodoxos. Estas razones ayudan a comprender por qué los católicos son, de hecho, ciudadanos de segunda clase en Grecia.

El Papa cambia el ambiente

En honor a la verdad, las voces en contra del viaje -también por lo pintoresco de una protesta protagonizada por popes de blancas barbas- han oscurecido otras voces a favor de la visita. Una de ellas fue la del profesor Constantino Charalampidis, docente de arqueología paleocristiana y bizantina en la Facultad de Teología de Tesalónica. «Soy muy favorable al viaje del Papa. Es un gesto muy importante de caridad y agradecimiento. Creo que los atenienses serán muy fieles a su tradición de acogida y le tratarán con seriedad y honor. Este viaje será memorable y constituirá una piedra miliar para la futura mejora de las relaciones ecuménicas».

El hecho es que al final de las veinticuatro horas que el Papa pasó en Atenas, el ambiente, en efecto, había cambiado. Un miembro del Santo Sínodo dijo que las negociaciones en torno al viaje habían sido como pintar un icono: algo difícil, delicado, pero que al final valió la pena. Thomas Synodinos, canciller de la archidiócesis ortodoxa, dijo que «en general, los griegos han visto con buenos ojos la visita. Incluso los que no la veían bien han cambiado de opinión». La noche de la llegada del Papa, la televisión dio la noticia de una encuesta según la cual el 99% de los griegos eran favorables a la visita.

En contra de lo previsto en un primer momento, la televisión -estatal y privada- emitió prácticamente todos los actos, de modo que todos pudieron ver la actitud del Papa y oír sus palabras, especialmente la tan esperada petición de perdón. En las relaciones entre católicos y ortodoxos, dijo, pesan «las controversias pasadas y presentes y las persistentes incomprensiones». Es preciso un «proceso liberador de purificación de la memoria». «Por las ocasiones pasadas y presentes, en las que los hijos de la Iglesia católica han pecado con acciones u omisiones contra sus hermanos y hermanas ortodoxos, ¡que el Señor nos conceda el perdón que le pedimos!».

Deshielo

«Algunos recuerdos -prosiguió el Papa, en su discurso en la sede del arzobispado ortodoxo de Atenas- son particularmente dolorosos y algunos eventos del lejano pasado han dejado heridas profundas en la mente y en el corazón de las personas de hoy. Pienso en el saqueo desastroso de la ciudad imperial de Constantinopla, que ha sido durante tanto tiempo bastión del cristianismo en Oriente. Es trágico que los saqueadores, que se habían propuesto garantizar a los cristianos el libre acceso a la Tierra Santa, se volviesen contra sus propios hermanos en la fe. El hecho de que fueran cristianos latinos llena a los católicos de profundo pesar. ¿Cómo no ver ahí el mysterium iniquitatis actuando en el corazón humano? Solo a Dios corresponde el juicio y, por tanto, confiamos el peso del pasado a su infinita misericordia, implorándole que cure las heridas que todavía causan sufrimiento al espíritu del pueblo griego».

La reacción no se hizo esperar. El arzobispo ortodoxo Christodoulos, que rompió en un aplauso apenas oyó las palabras del Papa, se mostró después «muy feliz», e incluso bromeó con algunos miembros del séquito papal. Al comentarle el cardenal Arinze que su misión era el diálogo interreligioso, le dijo: «Debe de ser un trabajo muy arduo». Algunos incluso oyeron un cambio de comentarios entre el Papa y el arzobispo a propósito del uso de los respectivos bastones: uno por la salud y otro pastoral…

El archimandrita Vasilio Drossos, de la archidiócesis de Atenas, calificó las frases del Papa como «algo muy, muy positivo. Ha pedido perdón por algo que tiene sus raíces en hechos históricos. Ahora es el momento de mirar hacia adelante». Le hizo eco Haris Konidarios, portavoz del arzobispado ortodoxo: «La Iglesia ortodoxa está muy satisfecha. El gesto de amor que ha cumplido es muy útil. Ayudará a sanar mil años de desconfianza entre las dos Iglesias y a crear la posibilidad de un nuevo diálogo».

Un padrenuestro en común

El día siguiente a la visita, el arzobispo Christodoulos marchó a Moscú, donde fue acogido en el aeropuerto por el patriarca ortodoxo ruso Alexis II. Aunque cada Iglesia ortodoxa es autónoma, es probable que la buena impresión de Christodoulos («estamos orgullosos de esta visita [del Papa]: se abre una nueva era») facilite las cosas para calmar las polémicas ante el viaje que el Papa realizará en junio a Ucrania, donde la presencia de católicos de rito oriental es mucho más numerosa. Algunos piensan incluso que después de este viaje Moscú está más cerca.

Haciendo balance de la jornada se vio que incluso el conflicto del beso al suelo se había resuelto pacíficamente, gracias a la iniciativa de una monja: dos niños ofrecieron al Papa un tiesto con tierra de su convento y unos ramos de olivo. También, en contra de lo previsto, hubo un momento de oración en común. Antes de la despedida entre el Papa y el arzobispo ortodoxo, tras su tercer encuentro (no programado), el Papa comentó: «¿No podríamos rezar juntos un padrenuestro en griego?». Christodoulos accedió con gusto. L’Osservatore Romano calificó este gesto, «realizado con sencillez», como uno de los «más significativos de la peregrinación».

Festiva acogida en Damasco

Si en Atenas el Papa había «agarrado el toro por los cuernos», según la imagen taurina usada por un cronista italiano, en Siria el mensaje de reconciliación lo pudo presentar en un clima mucho más festivo. El país goza de una tradición de libertad religiosa. El 10% de la población de Siria es cristiana, incluido un 2% de católicos (poco más de 300.000). Siria ha dado a la historia varios papas en el primer milenio (San Aniceto, Sergio I, Sisino, Constantino y Gregorio III).

También llamaba la atención la actitud de los ortodoxos: ellos mismos habían insistido para que el primer acto del Papa en Damasco (según algunos, la capital más antigua del mundo poblada ininterrumpidamente) fuera la visita a su catedral más representativa. De modo indirecto, este viaje ha demostrado las divisiones de los ortodoxos: lo que es «herético» en Atenas, es querido en Damasco.

Muestra de la complejidad de la situación geopolítica, de todas formas, se manifestó con una ausencia significativa, la del patriarca de los maronitas, el cardenal Nasrallah Sfeir, con sede en el Líbano. Quiso evitar así que el gobierno sirio utilizara políticamente su presencia allí como una especie de consentimiento del statu quo. Siria mantiene todavía 35.000 soldados en el Líbano.

En la mezquita

Pero el interés de la presencia del Papa en Damasco se había centrado en su visita a la mezquita de los Omeyas, el cuarto lugar más santo del Islam, donde se conservan los restos de San Juan Bautista, también venerado por los musulmanes. La mezquita está construida sobre una basílica cristiana dedicada a San Juan Bautista (cuando los árabes conquistaron Damasco en el año 636 convirtieron en mezquita parte del templo y en torno al 700, también el resto).

Así pues, si en 1986 Juan Pablo II se convirtió en el primer Papa que entró en una sinagoga, ahora sería también el primero en entrar en una mezquita. Además de rezar en silencio ante el memorial de San Juan Bautista, fue significativo su discurso sobre las relaciones entre cristianos y musulmanes. «Por todas las veces en que los musulmanes y los cristianos se han ofendido recíprocamente debemos buscar el perdón del Omnipotente y ofrecer el perdón los unos a los otros».

El Papa manifestó también su esperanza de que «los responsables religiosos y los maestros musulmanes y cristianos presenten nuestras dos grandes comunidades religiosas como comunidades en diálogo respetuoso y nunca más como comunidades en conflicto. Es importante que se enseñe a los jóvenes las vías del respeto y de la comprensión, para que no tiendan a abusar de la misma religión para promover o justificar el odio o la violencia. La violencia destruye la imagen del Creador en sus criaturas y no debería ser considerada nunca más el fruto de las convicciones religiosas».

«Es importante que los musulmanes y los cristianos continúen explorando juntos cuestiones filosóficas y teológicas con el fin de obtener un conocimiento más objetivo y completo de las creencias religiosas del otro. Una mejor comprensión recíproca llevará ciertamente, a nivel práctico, a un modo nuevo de presentar nuestras dos religiones no en oposición, como ha ocurrido demasiadas veces en el pasado, sino colaborando para el bien de la familia humana».

Diego Contreras

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