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Duterte el Castigador y los filipinos… que queden

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El Índice de Paz Global de 2016 ha ubicado a Filipinas en el penúltimo puesto en la región asiática en cuanto a paz social. Para darle tan incómodo sitio ha tomado en cuenta factores como la percepción local de la criminalidad, el número de homicidios, la población carcelaria, el acceso a armas, etc. Únicamente la “atómica” y enclaustrada Corea del Norte tiene una nota peor en toda la zona.

Es ese el país que ha encontrado el rocambolesco presidente Rodrigo Duterte, un antiguo juez que parece determinado a mejorar la posición del archipiélago en la escala regional. Para hacerlo, ha adoptado una política de “dispara primero y pregunta después” que le ha valido la desaprobación de varios actores de la política internacional, desde la Administración Obama hasta la ONU, quienes, por recriminarlo, se han llevado alguna lindeza del mandatario.

La estrategia de Duterte –conocido como “el Castigador” durante su etapa al frente de la alcaldía de la ciudad meridional de Davao– tiene ya cifras que mostrar. El 10 de septiembre, la Presidencia reveló que desde el comienzo de su particular “guerra contra las drogas” –que incluye a narcos y consumidores por igual– habían sido liquidados por la policía 1.466 traficantes, y que otras 1.490 personas habían muerto a manos de los denominados “vigilantes”, escuadrones de la muerte en toda regla que quitan de en medio a todo el que ven con un porro en la mano o al que, sencillamente, imaginan que metió la mano en el bolso para sacar uno.

Según la policía filipina, los números de la actual política incluyen además el arresto de 16.000 personas relacionadas de alguna manera con el narcotráfico, y la entrega voluntaria de otras 700.000, quizás para evitar ser víctimas del gatillo fácil.

La “productividad en ascenso” de los agentes de la ley y de los paramilitares descansa en una especie de licencia para matar que emana del presidente y, en consecuencia, de altos funcionarios del Ministerio de Justicia e Interior y de varios alcaldes. El 91% de aprobación de que goza la gestión del antiguo juez, un fervoroso partidario, además, de reimplantar la pena de muerte, es un incentivo añadido –“si con 3.000 muertes la gente me aplaude, será que vamos bien”, se dirá–.

También parece funcionar su decisión de ofrecer recompensas por cada “narco” capturado. Las tarifas de Duterte varían desde los 900 euros por delatar a un traficante callejero hasta los 94.000 por conducir a las autoridades hasta los “peces gordos” del negocio. Y que se anden con ojo los agentes corruptos: por denunciar a uno de ellos, el informante se embolsa 37.500 euros. Todo en el mejor estilo de filme western.

Obispos filipinos: “No vale todo”

Los métodos del recién estrenado presidente filipino asombran por lo regresivo. Como si, antes de graduarse de Derecho, no hubiera leído un renglón sobre la evolución de las leyes y del sistema penal.

Duterte deja en manos de la policía la facultad, más que de prevenir el delito o investigarlo adecuadamente si se ha producido, de impartir justicia expedita en forma de plomo. Y así ha procedido también con los “vigilantes”, civiles armados que no deberían tener autoridad alguna para determinar la culpabilidad de nadie y menos aún para quitarle la vida.

Amnistía Internacional: “Las ejecuciones extrajudiciales no traerán consigo ni la justicia que merecen las víctimas ni la seguridad que buscan los filipinos”

Durante su etapa como alcalde de Davao (1998-2016), un lapso en el que murieron más de mil personas a manos de esos sicarios, el exjuez ya les mostró a estos grupos un sólido apoyo: “¿Que si soy miembro de un escuadrón de la muerte? Sí, lo soy”, dijo en una entrevista televisiva en 2015. De modo que nada de disfrazar las formas. Él es así.

Pero los obispos filipinos habían tomado nota. En junio, días antes de que Duterte jurara el cargo, Mons. Sócrates Villegas, arzobispo de Lingayen Dagupan (al noroeste de Manila), publicó una carta pastoral en nombre de todos los prelados, dirigida a los “hermanos y hermanas agentes de la ley” para explicarles que no todo vale en la actual guerra antidrogas.

Entre las advertencias a los policías, Mons. Villegas les recuerda que no pueden “tirar a matar”, a menos que haya una amenaza real para sus vidas o las vidas de otros, y jamás por una simple sospecha –“la sospecha nunca es el equivalente moral de la certeza; el castigo debe infligirse únicamente sobre la base de la certeza”–.

El obispo añade que recibir una recompensa por matar a alguien no será nunca moralmente permisible –“no es diferente de lo que hace el mercenario”– y subraya el “deber moral” de cada católico y cada cristiano de informar sobre cualquier forma de “vigilantismo” que se detecte, así como de mantenerse lejos de cualquier forma de participación o cooperación con estos escuadrones del terror.

Si el castigo es siempre la muerte…

Que se convierta en norma el recurso a la violencia extrema –y una violencia, además, no ejercida en exclusiva por el Estado–, puede acarrear un mayor resquebrajamiento social en el archipiélago. La imagen de una chica veinteañera que, anegada en llanto, sostiene en sus brazos el cadáver de un joven delgado, tiroteado por los “vigilantes” en plena calle, junto a un cartel donde se lee: Pusher ako (“soy vendedor de drogas”), es útil para todo menos para que los filipinos crean que aún viven en un Estado de Derecho.

Los obispos filipinos advierten: no se puede “tirar a matar” gratuitamente

Si la solución exprés que ofrece el gobierno es la muerte del culpable –sea todo un Pablo Escobar de ojos rasgados, o solo un chico pobre que trata de buscarse el pan–, muy pocos recursos de disuasión le quedarán para convencer a los actuales o potenciales delincuentes de la urgencia de abandonar el delito. Ahí está el peligro, advertido por Cesare Beccaria ya en el siglo XVIII, de que ante lo desproporcionado del castigo, el infractor, enterado de cuál será este con independencia de la gravedad de su crimen, vaya a por el delito mayor. Y al final, es la sociedad la que pagará la factura.

Así lo ha advertido recientemente Amnistía Internacional: “Las ejecuciones extrajudiciales no traerán consigo ni la justicia que merecen las víctimas ni la seguridad que buscan los filipinos. Lo que estos necesitan es una supervisión de su sistema judicial para acabar con las demoras, mejorar las investigaciones, asegurar que los sospechosos de crímenes sean sometidos a juicios justos, y proteger a las víctimas y a los testigos de amenazas y represalias”.

Mal clima para la inversión

Aunque un muerto más o menos no le quite el sueño al ejecutivo filipino –como tampoco alguna que otra protesta internacional–, el entusiasmo exterminador de Duterte sí que puede comenzar a causar daños en una víctima no deseada: la economía.

El sheriff-presidente ha heredado un país con una alta tasa de crecimiento económico (del 6%) pero que acumula una significativa deuda social: según el Índice de Desarrollo Humano 2015, el 19% de los 100 millones de filipinos vive por debajo del nivel de pobreza (1,25 dólares al día), y de aquellos que tienen trabajo, el 33% gana menos de dos dólares diarios.

Casi 3.000 personas han perdido la vida desde el comienzo de la “guerra contra las drogas”

Para revertir esta situación, el nuevo gobierno ha trazado un plan encaminado a mejorar la infraestructura pública y a fomentar el empleo. Para ello pretende facilitar aún más a las empresas privadas su implantación y operatividad en el país, agilizándoles los trámites burocráticos y disminuyéndoles la carga impositiva.

Y esto puede sonar bien, pero un cuasi-estado de guerra, con toques de queda anunciados en algunos sitios, no es el clima más propicio para que los inversores coloquen allí su dinero. De hecho, desde agosto y hasta el 9 de septiembre, los empresarios extranjeros ya habían sacado del país unos 400 millones de dólares, por ese exquisito olfato que tiene el dinero para adivinar dónde hay peligro de incendio.

Si de todas maneras, pese a mantener el dedo en el gatillo, Duterte logra sacar adelante su programa económico –hay fuentes más optimistas que pronostican una expansión–; si consigue disminuir la brecha social y alcanzar con bienestar a unos cuantos más de aquellos a los que hoy únicamente da alcance con las balas, puede que le queden a medida los versos que el salvadoreño Roque Dalton dedicó en 1962 a un paisano suyo, dictador de oficio allá por los años 30: “Dicen que fue un buen presidente / porque repartió casas baratas / a los salvadoreños que quedaron…”.

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