La vida del octogenario Andreas Egger, abandonado de niño por su madre y criado sin el mínimo asomo de piedad por su tío en una remota aldea de los Alpes austríacos, a principios del siglo XX, es el centro de atención de Toda una vida. A la vez, el “vagón” en que se invita a entrar al espectador recorre buena parte de la entrada de Austria en la modernidad.
La transición no tiene aquí por escenario una gran urbe –Viena, Salzburgo, Graz…–, sino la periferia, el campo, la montaña; el paisaje agreste que lo mismo cautiva por su majestuosidad y su explosión de colores que inquieta por su fiereza, por su potencial letalidad. Es el medio en el que crece Andreas; el que le encallece las manos y le robustece los brazos para el trabajo duro; el que también se presta, por su encanto, para avivar la llama entre él y Marie, la única mujer a la que confiesa haber amado y a la que se ve incapaz de sustituir; el que también le inflige dolores. Dolores trágicos.
El director suizo Hans Steinbichler traza una muy creíble línea de continuidad entre el Andreas joven y el anciano, interpretados respectivamente por Stefan Gorski y August Zirner. Nos brinda un hombre de pocas palabras y buen corazón, a quien ni los maltratos de la infancia ni los reveses de la vida logran arrancar una maldición. Andreas trabaja a conciencia y en silencio, acaricia a su esposa a la luz de una vela como en una pintura de De La Tour, y escribe, escribe hasta el final…
La adaptación de la novela de Robert Seethaler es el octavo filme de Steinbichler, y recibió en 2024 cuatro nominaciones a los Premios Lola de la Academia de Cine Alemán, entre ellas, la de mejor película. El carácter intimista de la historia, su espectacular fotografía –los Alpes colaboran bastante– y el hondo lirismo de su banda sonora dejan en el espectador la grata sensación de haber dedicado su tiempo a una obra de calidad.