Dios existe?

¿Dios existe?

EDITORIAL

TÍTULO ORIGINALDio esiste?

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNMadrid (2025)

Nº PÁGINAS318 págs.

PRECIO PAPEL21,76 €

GÉNERO

“Este libro nació del intento de responder a las preguntas del editor [David] Cantagalli, que, con auténtico celo apostólico, quiso plantearme cuestiones a veces difíciles, pero de interés cierto y generalizado”. Así explica Robert Sarah el origen de este ensayo. El cardenal quiso contestar a lo que le planteaba su interlocutor a partir de las enseñanzas contenidas en el Magisterio de la Iglesia, de su historia personal y del intercambio con personas de profunda fe: amigos del purpurado y, sobre todo, amigos de Cristo.

El pastor guineano desarrolla una amplia catequesis en formato coloquial sobre el tema de la pretendida “ausencia” de Dios. De un Dios que, como bien observaba el Papa Benedicto XVI, algunos pretendieron quitar de en medio a través de la eliminación del pueblo judío, signo vivo de que el Creador había hablado al hombre y cuidado de él, y también raíz de la fe cristiana. De un Dios que otros, medio siglo más tarde, desterraron del proyecto de Constitución Europea y apostaron por reducirlo a “asunto privado de una minoría”. De uno al que no pocos le piden cuentas de los desmanes cometidos por los hombres o de los desastres naturales, pero sin reparar en el bien que sale de sus manos –“los mismos que no atribuyen a Dios la causa de las alegrías, lo responsabilizan a menudo del dolor humano”, apuntaba Juan Pablo II–.

Dios, sin embargo, es silencio, señala el cardenal Sarah. “La Iglesia puede afirmar que la humanidad es hija de un Dios silencioso. Si tratamos de estar con Dios en el silencio, probablemente podamos comprender algo de su presencia y de su amor”. El autor se lo dice a un mundo que “ya no comprende a Dios porque no para de hablar, a un ritmo y una velocidad impresionantes, para al final no decir nada”. Pero también lo dice a la Iglesia, a la que llama de nuevo a la contemplación. “Una Iglesia que habla sin interrupción (…) es una Iglesia que se ha alejado de Dios, una Iglesia descristianizada, mundanizada e inmersa en una sociedad charlatana”.

Que Dios haga silencio no es, explica el purpurado, la imposible certificación de que ha muerto, sino de que es el ser humano –el hombre occidental, más propiamente– el que ha perdido su relación con el Eterno. Es el hombre quien denota el fenómeno con esa expresión –la “muerte de Dios”– sin base real. “¿Cómo ha sido posible afirmar que Dios ha muerto, si su existencia misma hace resplandecer al hombre y su inteligencia, le da una dirección y un sentido a su obrar?”.

Como explica el cardenal, esa “muerte” del Creador –cuando no directamente su inexistencia– es marca distintiva de una sociedad hoy muy hostil al dogma cristiano y en la que triunfa el relativismo, gracias a la engañosa convicción de que cada uno es libre de creer en su “partícula de verdad”, siempre que sea en privado y que el individuo “libre” se someta a la obligación agresiva de negar la existencia de una verdad superior.

No es, en todo caso, una obligación que deba asumir la Iglesia, heraldo de un Dios creador y redentor. “No se trata de edulcorar las exigencias del Evangelio o de cambiar la doctrina de Jesús y de los apóstoles para adaptarse a modas evanescentes, sino de poner radicalmente en tela de juicio el modo en que nosotros mismos vivimos el Evangelio y presentamos el dogma”.

A lo largo del coloquio, el cardenal apoya sus argumentos en abundantes citas de pensadores católicos, como san Agustín, santo Tomás de Aquino, Henri de Lubac; de puntales de espiritualidad, como santa Teresa de Lisieux y san Juan de la Cruz, y de pontífices que han reflexionado con detenimiento sobre los desafíos de la Iglesia contemporánea y los problemas sociales (san Pablo VI, san Juan Pablo II, Francisco…).

Al final, como un oportuno “extra”, el volumen recoge el texto “La Iglesia y el escándalo de los abusos sexuales”, de Benedicto XVI, en el que el finado obispo de Roma aborda las circunstancias sociales que rodearon al fenómeno entre los años 1960 y 1980, señala los efectos de dicha situación en la formación de los sacerdotes de esa época, y ofrece sus criterios sobre lo que pudiera ser una apropiada respuesta eclesial al problema.

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