Fichte afirmaba que la clase de filosofía que se elige depende del tipo de hombre que se es. Hay filósofos mainstream –habitualmente, los que aparecen en los libros de texto– y existen, después, esos otros que son como eslabones de una cadena insólita, remisos a las ideas prestablecidas, capaces de frotar impetuosamente la lámpara de lo real y sacar de ella genialidades. A esta estirpe pertenecen Plotino y Søren Kierkegaard. Indudablemente, también Lev Shestov.
Este filósofo, todavía poco conocido, nació en Ucrania y, como es habitual entre intelectuales minoritarios, experimentó una crisis profunda, a causa de la cual se alejó del judaísmo en el que había sido criado. Nunca pudo vencer dos obsesiones: el empirismo racionalista, cuya demolición se propuso, y la distancia –descomunal, como un desierto– que separa, a su juicio, la razón de la fe. En Kierkegaard, que no en vano nos invitaba a todos a dar el salto por excelencia, el religioso, y a cuya obra dedica este ensayo, descubrió un alma afín.
Ambos, ciertamente, congenian en intereses e inquietudes, pues motejaron el cristianismo de sus días de pusilánime, acusándolo de haber perdido tanto el atractivo como la radicalidad. Cifraban la salvación en la fe, como buenos luteranos, viendo en ella la expresión de que para Dios todo –todo– es posible. Sin embargo, eso no quiere decir que tendieran al espiritualismo, y es un acierto que Shestov, en este caso, puntualice que quien cree gana –o recupera– lo finito a través de lo infinito. Así, con fe, fue como Abraham recobró para siempre a Isaac.
Aunque Shestov expone la médula del pensamiento kierkegaardiano, tan sugerente, se sirve de él como de una palanca y avanza más. Emplaza a la razón a una batalla perpetua e indeclinable contra la fe, lo cual puede escandalizar. Pero no se ha de leer solo buscando confirmar nuestras convicciones. Así, Shestov es una lectura adecuada en la medida en que impugna la consistencia pétrea de las verdades necesarias, de los sistemas impolutos, de los idealismos, tan reticentes a la energía de la vida y, por tanto, a la fuerza de la redención.
Un ejemplo de su contundencia se percibe en su interpretación del pecado original. Según el ucraniano, a los filósofos les ha faltado valentía para reconocer que el mal entró en el mundo cuando nuestros primeros padres se precipitaron sobre el árbol del conocimiento –la razón–. De ahí su consejo, que va en la línea de mantener separada la Revelación de la ciencia y que contribuye a salvar la libertad de Dios.
¿No es verdad que demostrar la fe puede terminar anulándola, haciéndola superflua? Hay pocos pensadores que escriban como Shestov, esto es, como si les fuera, literalmente, la vida en ello, igual que si en cada frase estuvieran a punto de dar la mano a la más rotunda de las verdades. No sabemos si finalmente Shestov lo consiguió, si bien está fuera de duda que demostró un arrojo filosófico desacostumbrado a la hora de buscar las huellas de la trascendencia, sin rebajar, a diferencia de tantos otros, el horizonte sobrenatural.