Nicea, 1.700 años del primer concilio ecuménico de la historia

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Concilio I de Nicea
El emperador Constantino con padres del Concilio I de Nicea, en un icono bizantino de la iglesia del Santísimo Salvador, en Cosenza (Italia) (CC Asia)

Lo que el que no cree atribuye a la casualidad, al creyente se le presenta como obra de la providencia. No es extraño para el último, por eso, que el emperador Constantino convocara en su palacio de Nicea el que sería el primer concilio ecuménico de la historia.

Solo un fanático secularista negaría la importancia que tuvo aquel encuentro en el que participaron aproximadamente 300 obispos y que se clausuró justamente un 19 de junio, hace 1.700 años. Terminó con un anatema, contra el arrianismo, de indudable relevancia para el transcurrir del mundo y, lógicamente, de la Iglesia.

Política y religión

Constantino organizó la reunión con el fin de solventar la disidencia arriana, que amenazaba la unidad de sus dominios. Pero también la fidelidad de la Iglesia a la Revelación recibida de Dios. Más allá de las motivaciones políticas, en aquel entonces, para bien o para mal, indisociables de las religiosas, el desarrollo del concilio puso de manifiesto no solo la trascendencia de la fe vivida, sino cómo la verdad dogmática puede permear toda la realidad, incluida la social. Su universalidad también realzó la catolicidad de la Iglesia.

El resultado más evidente del Concilio I de Nicea fue el nuevo credo, que ni alteraba –ni siquiera matizaba– el atribuido a los apóstoles, sino que ahondaba en su verdad. A partir de ahí se va desenvolviendo en concilios y sínodos sucesivos, como en una armonía preciosa, el misterio de la Trinidad.

Pero no hay que entender nada de lo que Atanasio u Osio de Córdoba precisaron como un veredicto emanado de una autoridad arbitraria. Por el contrario, como ha explicado Khaled Anatolios, los dogmas nacen de la experiencia de fe en el seno de la Iglesia. No son meras teorías.

La disputa con el arrianismo poseía una dimensión política, no hay duda. Pero no nos dejemos engañar por este relato, pues la discusión en torno a Cristo era –y es– nuclear también para los creyentes de a pie. En aquel entonces estaba tan imbuida la vida cotidiana de sentido espiritual, que lo que les extrañaría a los cristianos de entonces es la facilidad con que nos desprendemos hoy del sombrero de la fe al entrar en determinadas estancias.

Verdadero Dios

La unidad cristiana se estaba desangrando por culpa de Arrio, quien desde Alejandría interpretaba que Jesús había sido creado por Dios; al tener un comienzo en el tiempo, quedaba cuestionada su divinidad. No era igual al Padre; a lo sumo, decían los arrianos más moderados, similar.

El resultado más evidente de Nicea fue el nuevo credo, que ni alteraba –ni siquiera matizaba– el atribuido a los apóstoles, sino que ahondaba en su verdad

Eusebio de Cesarea, quien tanto hizo por el cesaropapismo, consideraba, sin embargo, que las dudas quedaban resueltas ya con el Símbolo Apostólico. La mayoría pensó que era oportuno realizar añadidos a fin de zanjar el asunto.

La finura especulativa de los teólogos –concretamente, de ese campeón de la ortodoxia que fue san Atanasio– se puso a trabajar. Se incluyó aquello de “engendrado, no creado” y “de la misma naturaleza que el Padre”, en este último caso echando mano de un término de resonancias claramente filosóficas: consustancial (homousios). Nada extraño, si se tiene en cuenta la vecindad entre fe y razón, algo singular del cristianismo. Eso no quiere decir que se “explicara el misterio”: simplemente se lo colocaba en un lugar preciso y, sin negar la diferencia entre Dios y las criaturas, se confesaba a Cristo como mediador entre trascendencia e inmanencia.

Más allá de Nicea

Alberto de Mingo, misionero redentorista nacido en Hiroshima y reputado teólogo, explica en El credo de Nicea (Sígueme, 2025), que la riqueza de los símbolos de la fe reside en el reconocimiento de Dios como persona, como apuntaron los capadocios. El credo, a este respecto, pone de manifiesto que la fe católica nace del encuentro, de la relación de confianza, entre el ser humano y Dios.

Mingo explica las partes del símbolo de la fe y su trascendencia tanto teológica como espiritual. “Creer nos lleva a rezar, y rezar nos lleva a creer (…) rezar sostiene la fe y la fe sostiene la oración”, advierte.

Su ensayo, además, aborda los problemas subsiguientes a Nicea y las aclaraciones de los siguientes concilios, también convocados a fin de salvaguardar la fidelidad a la revelado por Dios. Se percibe así lo que significa que la fe esté viva: no es que se modifique; es darse cuenta de que la comprensión humana de la misma está transida de historicidad.

Por otro lado, en Nicea se tomaron otras decisiones: se prohibió el cambio de sede de los obispos y se exigió vigilar más la idoneidad de los candidatos al sacerdocio.

Si, desde un punto de vista doctrinal, aquel encuentro mundial en el palacio de Constantino supuso la estocada definitiva para el arrianismo, no lo fue desde un prisma político. Los emperadores intentaron pactar con los heterodoxos, en perjuicio del bueno de Atanasio, que se vio perseguido. Lo que sí quedó claro es que la verdad revelada no era algo negociable y que la doctrina teológica nace de la práctica eclesial de la fe.

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