El marido de Dolores murió en un accidente de moto y ella ha mantenido el estudio de fotografía que los dos abrieron en un pueblo costero. Un día recibe un extraño encargo de un cliente: ir a un tanatorio y tomar las fotografías de un difunto. Será el primer trabajo de esas características y el inicio de su relación profesional con otro fotógrafo, Clemente Artés, también viudo, que ha pasado buena parte de su vida en Francia, especializándose en los retratos de luto, un arte ya en desuso, pero bastante popular en el siglo XIX.
Anoxia, un término médico que alude a la falta de aire, es la cuarta novela del escritor y profesor Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977). Tal vez el punto de partida pueda parecer excéntrico a algunos lectores, pero el desarrollo plantea emocionantes reflexiones sobre la memoria y el duelo, la soledad y el consuelo de la fotografía, que ambos, Dolores y Clemente, entienden como un “homenaje” a los muertos, pese a la incomprensión de quienes los rodean.
Es una novela culta, de ideas, pero en ningún caso fría, con pertinentes referencias cinematográficas que van de Los Otros a El fotógrafo del pánico, pasando por El extraño caso de Angélica, y, sobre todo, con jugosas (e inquietantes) disertaciones sobre historia de la fotografía. Hernández no se va nunca por las ramas y sigue a sus personajes a pie de tierra, situándolos en el paisaje concreto de una zona que sobrelleva su particular duelo –el de las constantes inundaciones que llenan de peces muertos las playas del Mar Menor– y en el álbum de unas vidas familiarizadas con la vejez, la enfermedad y la muerte.
El interés del Archivo Fotográfico de la Región por hacerse con los fondos de Clemente y un secreto inconfesable que atañe al pasado de este sazonan la trama de misterio, pero la resolución de estos conflictos importa poco, es secundaria. “Las imágenes calman, cauterizan las heridas. Le dan forma a un vacío, lo nombran, lo hacen visible, pero también protegen de él”. Eso es lo que importa en Anoxia; eso, y el empeño de su protagonista por hacer frente a la tristeza y sortear, así, la falta de aire.
Novela muy bien trabajada y de calidad de un autor que ya en su anterior obra, El dolor de los demás, había abordado la carga que la muerte deja en los vivos, con personajes muy bien construidos y una intriga perfectamente dosificada.