La chica de Nueva Inglaterra reúne trece relatos de Sherwood Anderson (1876-1941), escritor que dejó una huella muy profunda sobre muchos autores de la llamada “generación perdida” y que ha pasado a la historia, sobre todo, por un libro de relatos perfecto, Winesburg, Ohio.
Es imposible entender la literatura americana del siglo XX sin su magisterio. Los experimentos narrativos de Faulkner o la lírica brusquedad de Hemingway, más tarde su enemigo y caricaturista, beben del surtidor de este pionero, que supo afinar la lengua inglesa con la llave de una oralidad muy fresca y el manejo de técnicas de vanguardia entonces en boga, como el flujo de conciencia, cuya paternidad se atribuye a Joyce.
En La chica de Nueva Inglaterra hay relatos muy buenos y otros que han sobrevivido peor al paso del tiempo, lo que no justifica en absoluto la parodia que Hemingway endosó a su estilo en Torrentes de primavera.
Los trece cuentos están sacados de El triunfo del huevo (1921), de cuyo conjunto se han amputado, para esta edición, dos historias, The dumb man y The man with the trumpet. Entre los mejores, Quiero saber por qué, El huevo o la jamesiana Lámparas apagadas, tres felices epifanías sobre el paso de la infancia a la madurez, el fracaso del sueño americano y la condena irrevocable de la soledad.
Anderson es un excepcional “intérprete de emociones” y en cada uno de estos relatos confirma ese don. Sabe escarbar bajo las capas de la apariencia y exhumar las penas, miedos y anhelos que sus criaturas disimulan tras una sonrisa fingida y una precaria armonía. En particular, sus retratos femeninos –desde la inquietante y asustadiza huésped de Semillas hasta Rosalind Wescott, la protagonista de De la nada hacia la nada, pasando por la Elsie Leander de La chica de Nueva Inglaterra– sorprenden por su compleja autenticidad.
En otras ocasiones, sin embargo, el lector tiene la impresión de que algunos personajes se le “escapan”, y es que La chica de Nueva Inglaterra es un libro para leer despacio, como un tratado de psicología dictado por Freud, cuyo ascendiente se deja ver en no pocas páginas. Todo lo que sucede, sucede en la mente de los personajes, lo que hace que la acción sea siempre insignificante y nebulosa, una tacha que aquejaba también a la amiga de Anderson, la mucho menos imaginativa Gertrude Stein.
Las piezas más cortas e impresionistas –como Senilidad, El hombre del abrigo marrón, Maternidad o Guerra– sirven a su autor como ensayos para aplicar sus chispeantes habilidades técnicas, y alternan con otras de mayor calado y extensión, como De la nada hacia la nada, una novela corta repleta de símbolos acerca de una mujer perdida en la encrucijada de sus múltiples dicotomías (campo-ciudad, pasado-futuro y el amor de dos hombres).