Con esta novela, que recupera el universo faulkneriano y lo actualiza al siglo XXI, Jesmyn Ward ha sido merecedora por segunda vez del National Book Award, uno de los galardones literarios más prestigiosos de Estados Unidos.
El libro presenta a una familia compuesta por una madre, Leonie, y sus dos hijos, Jojo y Kayla, que viven en casa de sus abuelos maternos a la espera de que el padre, Michael, salga de prisión. Buena parte de la trama se desarrolla en la carretera, cuando la familia, junto con una compañera de trabajo de la madre, se dirige a recoger al marido una vez cumplida su condena.
La autora retrata a los personajes en una atmósfera onírica, que se explicita desde su mismo título. De forma natural, entreverando los universos real e imaginario, los fantasmas de personas ya fallecidas se introducen en la narración y nos desgranan sus tormentos, en un intento por aliviar sus conciencias. La madre, que no termina de arraigar en ningún sitio y se refugia en las drogas, es visitada por un hermano, Given, que falleció en la adolescencia, en tanto que Jojo –cuya evolución hacia la madurez es uno de los logros más notables de la novela– se deja impresionar por las crudas historias que le cuenta su abuelo, que, en su día, fue encarcelado en la misma penitenciaría en la que está su padre (uno de los reclusos al que conoció, el difunto Richie, se aparece también en distintos capítulos).
A través de las voces de Jojo, Leonie y Richie, que se van alternando en la crónica, Ward plantea los debates más acuciantes y opresivos de Estados Unidos (“la memoria es algo vivo”, como reza una cita introductoria de Eudora Welty), en particular las heridas latentes del conflicto racial: Leonie es negra, y Michael, blanco e hijo de unos padres que nunca han aceptado la relación interracial de su hijo.
La canción de los vivos y los muertos es una novela lírica, compleja y valiente, pero no apta, desde luego, para todos los paladares, por la desesperanza que destila.