Cómo salir de la recesión democrática

publicado
DURACIÓN LECTURA: 9min.

El estancamiento económico, la creciente desigualdad y los casos de corrupción, han generalizado la crítica popular y fomentado el debate sobre el futuro de los sistemas políticos occidentales y la necesidad urgente de reforma. Sin embargo, expertos como el politólogo norteamericano Francis Fukuyama creen aún que, pese a la crisis institucional, la democracia liberal sigue siendo la mejor forma de organización política y confían en que, con algunos cambios, seguirá manteniendo su primacía durante mucho tiempo.


Una versión de este artículo se publicó en el servicio impreso 81/14

 

Political Order and Political Decay
From the Industrial Revolution to the Globalization of Democracy

Autor: Francis Fukuyama

Farrar, Straus and Giroux.
Nueva York (2014).
672 págs.
35 $/24,70 € (papel) / 21,53 $/16,99 €(digital).

Con la publicación de su último ensayo, Political Order and Political Decay, Fukuyama termina su proyecto más ambicioso: una larga y prolija investigación sobre el orden político que comenzó en 2011 con la aparición de The Origins of Political Order. Al mismo tiempo, plantea un interesante análisis sobre la recesión democrática de los sistemas políticos occidentales. Sin embargo, sigue sin vislumbrar alternativa política a nuestra democracia e insiste en que el modelo liberal constituye el “objetivo final al que se dirige el curso de la historia política”.

Los tres elementos de las democracias liberales

Fukuyama ha hecho un colosal esfuerzo por probar en sus últimos trabajos la excepcionalidad y superioridad de la democracia liberal, la única que a su juicio ha sabido combinar, de forma armónica y eficaz, diversos elementos institucionales que se han dado solo de forma separada en otros contextos culturales o políticos.

En concreto, señala que son tres las peculiaridades que han concurrido en el admirable desarrollo de Occidente, a saber: un gobierno responsable y sometido a control, una administración fuerte y eficaz y, por último, el Estado de Derecho. Esta interpretación no resulta novedosa: a nadie escapa que las características tan alabadas por Fukuyama reflejan, con matices, la famosa doctrina de la división de poderes.

La responsabilidad del gobierno está vinculada con la democracia, pues se canaliza a través del control parlamentario, de la participación ciudadana y de los partidos políticos. La pieza administrativa haría referencia a la organización del Estado, así como a su capacidad por satisfacer los intereses generales y gestionarlos de manera eficaz. Y, por último, el Estado de Derecho sintetiza el minucioso respeto de los derechos fundamentales y el sometimiento del poder político a la ley.

Los ciudadanos también tienen parte de culpa, porque no se han interesado bastante
por la gestión de los intereses comunes

¿Evolucionismo político?

Si bien puede existir consenso sobre la importancia que han tenido estos logros en la consolidación y en el éxito de las democracias occidentales, resultan más discutibles los presupuestos teóricos de la tesis política de Fukuyama. Su interpretación del desarrollo histórico se antoja demasiado próxima al evolucionismo, pues concibe el orden político como consecuencia de una necesidad meramente biológica, es decir, como superación de un estado de naturaleza prepolítico que pondría en riesgo la supervivencia del individuo. Además, la teoría únicamente resultaría plausible aceptando su filosofía de la historia subyacente y admitiendo que hay una lógica histórica casi inalterable y que actúa de espaldas o por encima del hombre y le arrebata su protagonismo político.

Pero Fukuyama intenta matizar el determinismo y alega que aunque la evolución conduce a modelos democráticos como los liberales, no hay una única secuencia de desarrollo. Esos elementos han surgido en diversos contextos y se combinan de forma variada dependiendo del entorno cultural. Por ejemplo, en Europa, la organización burocrática estatal, nacida en el contexto del absolutismo, precedió a la democracia, mientras que en Estados Unidos, por el contrario, la revolución democrática ocurrió en un primer momento y solo después se enfrentó a la tarea de construir su administración.

Lo que sí está claro es que ni la democracia ni el Estado, ni siquiera la primacía de la ley, resultan suficientes, por sí solos, para adentrarse en la senda de la mejor forma de organización política. Según el pensador norteamericano, las naciones que se han dotado primero de un Estado fuerte y centralizado y después se han transformado democráticamente son generalmente más exitosas que aquellas que han experimentado la secuencia inversa.

Autoritarismos capitalistas

En el contexto actual, estas reflexiones no dejan de tener su relevancia. Pueden servir para explicar por qué se muestra tan difícil la transición de formas políticas autoritarias hacia otras más democráticas y para esclarecer las causas del fracaso de ciertos movimientos políticos que, como la primavera árabe, han intentado derrocar regímenes despóticos a golpe de protesta ciudadana.

Pero también ayudan a predecir la caída a largo plazo de lo que M. Ignatieff llama, con acierto, autoritarismos capitalistas, es decir, aquellos que se lucran de los beneficios de la economía de mercado al tiempo que ejercen el despotismo y vulneran las libertades de sus ciudadanos.

Según Fukuyama, las causas de la recesión democrática son internas: el anquilosamiento de las instituciones y la penetración de intereses espurios en el ámbito político

En este sentido, algo podría aprenderse del estudio que hace Fukuyama sobre el fracaso político de algunas naciones. Rusia o China, pese a contar con una poderosa administración burocrática y un estado fuertemente centralizado, no se han adaptado a las exigencias democráticas y, por tanto, su éxito de hoy no calma la incertidumbre por su futuro político. Hay un capítulo dedicado íntegramente al caso de Nigeria, que no adolece tanto de falta de democracia como de un complejo institucional fallido, corrupto e ineficaz, que no ha mostrado la capacidad necesaria para hacer cumplir la ley ni para gestionar mínimamente los intereses colectivos.

Las causas del declive

Aunque Fukuyama sigue sin encontrar alternativas a la democracia liberal, no podía obviar el momento de crisis que sufre el modelo ni, como politólogo, justificar sus aprietos solo en términos de coyuntura económica. Tampoco desconoce el descontento de la ciudadanía provocado por el distanciamiento entre los ciudadanos y su clase dirigente.

Pero la recesión democrática, argumenta, no se ha producido por la acción de factores externos. Las causas del retroceso nacen de la dinámica interna de la democracia liberal. Su engranaje institucional termina anquilosándose y pierde su capacidad de adaptación; además, intereses espurios penetran en el ámbito político y lo privatizan. Estos dos fenómenos son los que han infectado de disfuncionalidad a la mejor forma de gobierno y han socavado la confianza que los ciudadanos tenían en su propio sistema.

Porque la estabilidad institucional, imprescindible para la consolidación del modelo liberal, se convierte en un lastre con el tiempo y genera problemas de gobernabilidad cuando las instituciones devienen anticuadas e ineficientes.

La vetocracia americana

Desde hace años, en sus habituales artículos en Foreing Affairs, el politólogo norteamericano ha estado alertando precisamente de la deriva política de Estados Unidos y mostrando consternación por el deterioro institucional y su deficiente gestión pública.

Lo que denuncia es la constitución de la “vetocracia americana”, una expresión que utiliza para ilustrar la preocupante incapacidad de la administración para tomar decisiones políticas de calado. La crítica resulta especialmente oportuna, ya que si Estados Unidos fue la avanzadilla de la democracia liberal, la historia de su fracaso reciente habría de servir de lección para el resto de las sociedades occidentales.

El sistema político norteamericano se diseñó teniendo en cuenta una escrupulosa separación de poderes; se pensaba que una reducida maquinaria administrativa y el exhaustivo control de la actividad pública posibilitarían una política centrada en la defensa del interés general. Pero lo que en su comienzo fueron sus virtudes más alabadas, a la postre se han transformado en sus vicios más flagrantes.

En su corta historia, Estados Unidos ha visto cómo se ha multiplicado el número de cuerpos administrativos y de agencias gubernamentales. Por otro lado, los grupos de presión han logrado marcar la agenda legislativa y la administración no ha conseguido gestionar con eficacia sus cada vez más amplias competencias. Esto provoca el bloqueo y la paralización de los proyectos políticos y desliza el país hacia la ingobernabilidad.

Junto a estos defectos, el ensayo ofrece un extenso catálogo de desaciertos por todos conocidos: corrupción política; polarización ideológica, que hace que se resienta la capacidad representativa de la democracia; desigualdad económica y desigualdad política, entre otros.

La preocupación de Fukuyama ante el declive de la política liberal aumenta al detectar la “americanización de Europa”. En este sentido, considera alarmante la influencia que los grupos de presión están adquiriendo tanto a nivel nacional como comunitario; la opacidad con que los diversos comités de la UE diseñan las políticas y la apuesta del continente europeo por una excesiva descentralización que, a la larga, provoca la paralización y la incompetencia.

Recuperarse de la decadencia

Pero si no hay ningún diseño institucional comparable al que hoy se encuentra dañado, ¿no habría que concluir, como sugieren algunos, que la democracia liberal ha llegado ya al final de su tiempo histórico y hay que reinventar o transformar el Estado?

Como se ha visto, Fukuyama no pone en duda el declive del liberalismo político, pero está lejos de clausurar definitivamente su porvenir. Recomienda como revulsivo más eficaz la recuperación de la flexibilidad y la transformación de las instituciones, su adaptación a los tiempos y el compromiso por desarrollar de nuevo sus tres componentes característicos.

Se ha criticado que el planteamiento histórico del ensayo sea tan detallado y minucioso, y el apartado dedicado a la crisis y a las soluciones, tan sucinto. Sin embargo, leyendo entre líneas, parece como si sugiriera que la salvación de estos sistemas políticos exige recuperar su espíritu institucional originario.

Por otro lado, y aunque no insiste mucho en ello, hay un aspecto del análisis que merece la pena destacar claramente: los ciudadanos, ¿son exclusivamente víctimas de este declive? No puede obviarse que también la ciudadanía ha desempeñado su papel en la crisis de las democracias liberales. Podría afirmarse incluso que ha faltado la condición social para la consolidación de los sistemas democráticos: unos ciudadanos responsables y maduros y preocupados también por la gestión de los intereses comunes.

No es de extrañar, a este respecto, que Fukuyama cifre el futuro del modelo liberal en la expansión de la clase media. Si se cumplen las expectativas que recoge en su libro, se calcula que en 2030 casi 5.000 millones de personas pertenecerán a esta clase económica, y para el autor de El fin de la historia, su auge asegura tanto la salida de esta crisis política como la expansión de la democracia. La sociedad es, en definitiva, protagonista y motor del cambio político y quien tiene la capacidad de reclamar un Estado flexible y eficaz.

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