En defensa del conocimiento inútil

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En cada vez más países, los presupuestos estatales favorecen los estudios capaces de generar beneficios a corto plazo, menospreciando así otro tipo de saberes aparentemente inútiles, cuyo cultivo no rinde económicamente, o al menos no tanto como el de los primeros. Como respuesta esta situación de crisis, el director del Instituto de Estudios Avanzados (IEA) de Princeton ha reeditado “La utilidad de los conocimientos inútiles”, un ensayo emblemático, escrito hace casi ochenta años, que ayuda a repensar el valor de la educación liberal en una sociedad guiada por la productividad.

El 16 de marzo pasado, la administración Trump hizo público el boceto del presupuesto federal para 2018. Como explica Adam Rogers en Wired, este presupuesto no es tanto un proyecto de gobierno, sino una cartografía política o una filosofía de Estado. Entre las novedades, Rogers menciona un ascenso del 9% en el gasto en defensa y del 7% en seguridad nacional, y destaca que “las partes realmente escalofriantes, aquellas que van a ser un punto de no retorno, son los recortes a la investigación científica. Incluso los Institutos Nacionales de Salud, con su presupuesto históricamente intocable, pierden 6.000 millones de dólares de financiación”.

La búsqueda en torno a las preguntas fundamentales pone en entredicho dos de los credos actuales en el campus: la corrección política y el éxito a cualquier precio

Unos días antes de la publicación del presupuesto de Trump, el físico matemático Robbert Dijkgraaf, director del IEA de Princeton, reeditaba un texto histórico de Abraham Flexner –uno de los grandes reformadores de la educación universitaria de principios del siglo XX– titulado “La utilidad de los conocimientos inútiles” (The Usefulness of Useless Knowledge). La nueva edición del texto viene acompañada por un ensayo del propio Dijkgraaf –“El mundo de mañana” (The World of Tomorrow)– que repasa algunos logros científicos recientes, al tiempo que subraya cómo las ideas de Flexner no han perdido actualidad.

Contra la tiranía del corto plazo

En los últimos años, los criterios que guían la investigación científica responden cada vez más a objetivos a corto plazo que “pueden detectar más problemas inmediatos, pero dejan de lado los grandes avances que la imaginación humana puede lograr en el largo plazo”, explica Dijkgraaf en una versión abreviada de su ensayo, publicada por The Chronicle of Higher Education. El actual director del IEA hace referencia al caso de las ciencias biomédicas en Estados Unidos, donde los Institutos Nacionales de Salud rara vez dan subvenciones a científicos menores de cuarenta y cinco años. Esta falta de oportunidades empuja a los investigadores más jóvenes hacia una búsqueda de resultados inmediatos, dada la imposibilidad de obtener fondos para investigaciones que profundicen más en su objeto de estudio. A primera vista, esta opción de las ciencias por la inmediatez parece prudente, sobre todo en tiempos de crisis económica. Pero la primacía del corto plazo favorece la parcelación y especialización de los conocimientos.

Frente a esta situación, Dijkgraaf reivindica en su ensayo el papel de una investigación de largo recorrido: “El progreso de nuestra era moderna, y del mundo de mañana, no depende solamente de las destrezas técnicas, sino también de la curiosidad sin obstáculos y de los beneficios –y placeres– que reporta adentrarse más allá, contra la corriente de las consideraciones prácticas”. Paradójicamente, el conocimiento que no busca una utilidad más allá de satisfacer la curiosidad que lo despierta es el más beneficioso, pues es capaz de abordar en profundidad grandes interrogantes. Con el paso de los años, “la investigación fundamental produce ideas que, lenta y pausadamente, dan lugar a aplicaciones concretas y nuevos estudios. Como suele decirse, el conocimiento es el único recurso que crece cuando se utiliza”, señala el director del IEA.

“Una institución que libera a generaciones sucesivas de almas humanas está ampliamente justificada al margen sus contribuciones útiles al conocimiento humano” (Abraham Flexner)

Entre los numerosos ejemplos citados por el ensayo de Dijkgraaf, destaca el de la teoría de la relatividad de Einstein: cien años después de su publicación en 1905, la que parecía una teoría abstracta tiene más impacto en nuestra vida cotidiana del que pensamos: sin ella las indicaciones de nuestro GPS relativas al tiempo y al espacio podrían desviarnos más de 11 kilómetros de nuestro destino.

Cultivar la curiosidad

La figura de Abraham Flexner es, en opinión de Robbert Dijkgraaf, el mejor revulsivo contra la tiranía del corto plazo que reina hoy en la investigación científica: “Flexner estuvo convencido toda su vida de que la curiosidad humana, con la ayuda del azar, es la única fuerza bastante poderosa para romper las barreras mentales que bloquean las ideas realmente transformadoras”. Posiblemente sea este el motivo que ha impulsado a Dijkgraaf a reeditar “La utilidad de los conocimientos inútiles”, un texto que, en su brevedad, contiene intuiciones de gran valor sobre el espíritu que debería animar toda búsqueda científica.

“Las instituciones científicas deberían entregarse al cultivo de la curiosidad. Cuanto menos se desvíen por consideraciones de utilidad inmediata, tanto más probable será que contribuyan al bienestar humano y a otra cosa asimismo importante: a la satisfacción del interés intelectual”. Lo más sorprendente es que estas palabras de Flexner se hicieron realidad: en 1930 puso en marcha en Instituto de Estudios Avanzados en Princeton con la financiación de los hermanos Bamberger. Estos querían invertir las ganancias de un establecimiento comercial en la creación de una escuela de medicina dental para el estado de Nueva Jersey, pero Flexner logró persuadirles para que financiaran su proyecto.

El IEA nació como una institución capaz de ofrecer a sus miembros las condiciones favorables para la investigación, la reflexión y el diálogo. A la pregunta de un profesor sobre cuál eran sus obligaciones en esta institución, Flexner le respondió: “No tiene obligaciones; solo oportunidades”. El Instituto floreció rápidamente en los años 30, en gran parte por la fuga de cerebros de Europa provocada por el auge del nazismo. “El IEA está en deuda con Hitler por Einstein, Weyl y Neumann en matemáticas; por Herzfeld y Panofsky en el campo de los estudios humanísticos”, apuntaba Flexner con cierto sarcasmo.

La “abrumadora importancia” de la libertad espiritual

Cuando Flexner emplea la palabra “curiosidad”, no está poniendo el acento en la dispersión o en la superficialidad intelectual. Más bien, esta palabra hace hincapié en “la abrumadora importancia de la libertad espiritual e intelectual”. El reformador de Princeton afirma que esta libertad, en cuanto expresión de la dignidad del alma inmortal, justifica por sí sola la existencia de una institución universitaria: “Una institución que libera a generaciones sucesivas de almas humanas está ampliamente justificada al margen de que tal o cual graduado haga una contribución de las llamadas útiles al conocimiento humano”, sostiene en su ensayo. Por ello, la peor amenaza de la humanidad no es el pensador irresponsable, sino el que trata de coartar la libertad del espíritu humano.

Paradójicamente, el conocimiento que no busca una utilidad más allá de satisfacer la curiosidad que lo despierta es el más beneficioso

El auge en los últimos años de dos nuevos axiomas en las universidades americanas –la corrección política y el éxito– es otro motivo de peso para reivindicar la actitud de libertad intelectual promovida por Flexner. “Hay una manera correcta de pensar y una manera correcta de hablar, y también un conjunto correcto de cosas sobre las que pensar y hablar. El secularismo se da por descontado. El ambientalismo es una causa sagrada”. Con estas palabras resume William Deresiewicz las características de la nueva corrección política. Además, esta religión del campus suele ser el salvoconducto para profesar otro credo: el del éxito a cualquier precio. La primera es una “cobertura moral” que convierte en intocable a cualquiera que decide sustituir la indagación científica de la verdad por el éxito en términos de impacto académico o resultados monetizables.

La fuerza de lo inútil

Entre un credo y otro ha quedado sepultada la “educación liberal” de la que hablaba Flexner, que consiste, según explica Deresiewicz, en “la indagación sobre las preguntas humanas fundamentales, abordadas por medio del discurso racional”, sin cortapisas de otro tipo. Se entiende que esta búsqueda en torno a las preguntas fundamentales sea necesaria, pues “pone en entredicho dos de los credos actuales del campus: la corrección política, al cuestionar sus certezas; y la religión del éxito, al poner en duda sus valores. Esta indagación recuerda la posibilidad de que hay diferentes formas de pensar y diferentes cosas por las que vivir”.

En esta misma línea se sitúa el breve ensayo de Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil, que en su edición española –a cargo de Acantilado– incluye como complemento el manifiesto de Flexner. Son textos que se apoyan mutuamente, pues abordan el mismo tema desde ópticas complementarias: las humanidades (Ordine) y la investigación científica (Flexner). “Si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida”, advierte Ordine. “Tenemos necesidad de lo inútil”, dice este autor: lo inútil es la única puerta que nos permite asomarnos a la dignidad del hombre.


Próxima entrega: “Core curriculum”: para aprender a pensar (entrevista con Scott Lee, director de la Association for Core Texts and Courses)

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