Paradojas de la política identitaria

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A la política identitaria se le suele reprochar su capacidad para convertir la vida social en una espiral de agravios: si hay grupos que apelan a su identidad para lograr una protección especial, ¿por qué no pueden hacer lo mismo los demás? Esta dinámica empeora con un concepto de moda entre los identitarios –la “interseccionalidad”–, que permite distinguir entre discriminaciones contra las que vale la pena luchar y otras que no merecen atención.

La noción de “interseccionalidad” se gestó en Estados Unidos durante los pasados años 70, de la mano del feminismo negro. En 1989, explica Kory Stamper en The Cut, la profesora de Derecho y activista Kimberlé Crenshaw empleó expresamente el término para denunciar la opresión específica que sufren las mujeres negras. En su opinión, esa discriminación única es fruto de la intersección de dos identidades oprimidas. Lo que las sitúa en una posición particularmente vulnerable. De ahí la metáfora del cruce de caminos: quien se sitúa en ese peligroso punto, puede ser embestido desde varios frentes.

Durante muchos años, el término pasó sin pena ni gloria. Y aunque el Oxford English Dictionary le dio cierta visibilidad en 2015, no fue hasta la era Trump cuando saltó a los medios. En su uso más popular, alude al solapamiento de dos o más formas de discriminación, normalmente las derivadas del sexo, la raza, la clase y la orientación sexual. El concepto es interesante porque revela cómo funciona la excluyente lógica identitaria.

Identidades menos valiosas

La política identitaria desdeña el principio de igual protección para todos, que era una preocupación básica de la izquierda del New Deal. Más que la igualdad, a los identitarios les interesa la justicia. Y la justicia –opinan– pasa por tratar de modo más favorable a los grupos que han sufrido una discriminación histórica: las mujeres, los negros, los pobres y los homosexuales. Y ahora, sobre todo, los transexuales. Para los identitarios, lo justo es corregir la desventaja de partida a través de la discriminación positiva.

La “interseccionalidad” trae nuevas diferencias y nuevos agravios, pues hace distinciones incluso dentro de los colectivos a los que en teoría favorece. El resultado es más insolidaridad: del mismo modo que no se estiman por igual todas las identidades, tampoco se combaten por igual todas las discriminaciones. Así, el deber de apoyar a otras mujeres para luchar contra la discriminación por razón de sexo –la “sororidad”– cesa desde el momento en que se descubre que “la hermana” vive, piensa y habla desde una identidad privilegiada, como ser blanca o heterosexual.

Del mismo modo que no se estiman por igual todas las identidades, tampoco se combaten por igual todas las discriminaciones

Tampoco hay obligación de ayudar a quien, desde una identidad oprimida, decide apoyar posturas que legitiman la opresión. Es lo que les ocurre a las mujeres que se oponen al aborto o que defienden el matrimonio entre un hombre y una mujer, dos posiciones que, a juicio de las identitarias, representan formas de sumisión al patriarcado. Paradójicamente, el derecho a pensar por sí mismas las expulsa del club de las que quieren empoderar a las mujeres.

Ideas propias

Pero esto es precisamente lo que las identitarias cuestionan: que las mujeres conservadoras sean autónomas. La sospecha, lamenta Inez Feltscher Stepman en The Federalist, es que las mujeres que se apartan de la izquierda lo hacen condicionadas por lo que votan sus maridos. “Si eres una mujer conservadora, tus opiniones políticas no son tuyas”. Y lo mismo se piensa de los votantes negros que apoyan al Partido Republicano.

Al tratar de comprender por qué una categoría de personas supuestamente oprimidas decide votar a sus opresores, añade Stepman, la izquierda identitaria no suele preguntarles por los motivos de sus preferencias. En cambio, especula y llega a la conclusión de que en estos casos, unas y otros se decantan por su identidad opresora frente a la de víctimas oprimidas. Así, “las mujeres blancas eligen votar a los republicanos porque son blancas, mientras que los hombres negros eligen votar a los republicanos porque son hombres”.

Para Stepman, esta forma de pensar envía a las mujeres un mensaje envenenado: “Vota con tus partes femeninas, no con tu cerebro, o serás unas traidora del grupo”.

También Kimberley Burton, estudiante en la Universidad de Templeton y presidenta de la Network of Enlightened Women, se queja de que las feministas le hagan escoger entre sus ideas y el pensamiento de grupo. “Como directora de un club conservador para mujeres en el campus –escribe en The Inquirer–, he experimentado de primera mano el odio que las feministas desatan contra las mujeres que no piensan como ellas”. Y aunque el feminismo debería celebrar “que las mujeres tomen sus propias decisiones y que sus voces sean escuchadas”, a ella le acusan de haberse dejado “lavar el cerebro” o de ser “antimujer”, por ser provida.

Y concluye: “Si el moderno movimiento feminista quiere tener éxito en empoderar a todas las mujeres, las feministas deberían valorar el diálogo (incluso con personas con las que no están de acuerdo) y la diversidad intelectual. Esto no solo haría más inclusivo al feminismo; una perspectiva conservadora también podría aportar nuevas soluciones para abordar las diferencias entre hombres y mujeres. (…) Antes de que las feministas modernas descarten a las mujeres conservadoras, deberían darse cuenta de que somos más que simples estereotipos. Lo mismo que ellas”.

El rechazo a integrar a las conservadoras en la lucha por la igualdad de las mujeres avala una de las críticas más serias dirigidas a la política identitaria desde la izquierda: dado que los identitarios centran su atención en la diferencia, sostiene Mark Lilla, acaban perdiendo todo “interés por las cuestiones que no afectan a sus identidades ni a las personas que no son como ellas”.

“Antes de que las feministas modernas descarten a las mujeres conservadoras, deberían darse cuenta de que somos más que simples estereotipos. Lo mismo que ellas”

“Una guerra perpetua de identidades”

En un largo artículo publicado en Spiked, Frank Furedi señala otra paradoja del discurso identitario: sus partidarios piden a todo el mundo que no juzguen a las personas por el color de su piel, el género o la orientación sexual. Pero ellos descalifican a sus críticos –sobre todo a los varones blancos–, encasillándoles en identidades opresoras. La única manera de redimirse de este “pecado original”, es reconocer la propia condición privilegiada (check your privilege) y apoyar sin fisuras la política identitaria.

Pero el listón para salvarse está muy alto, como está experimentando la izquierda estadounidense en sus propias carnes. Entre otros ejemplos, Furedi se fija en tres candidatos que concurrirán a las primarias del Partido Demócrata en las presidenciales de 2020.

Al senador independiente Bernie Sanders ya no le vale ser un socialista clásico para pasar el test de pureza ideológica que ahora le exigen algunos demócratas. Si en las primarias para las presidenciales de 2016 fue acogido con entusiasmo por un sector de la izquierda que veía en él a un guerrero contra las discriminaciones de clase, ahora los identitarios le achacan que sea un hombre blanco, incapaz de hacerse cargo de las discriminaciones de otro tipo.

Tampoco es una apuesta segura Elizabeth Warren. Al igual que Sanders, la senadora demócrata por Massachusetts es muy crítica con las grandes corporaciones y con Wall Street. A su favor tiene que es mujer, lo que podría suponer un plus frente a Sanders. Pero es una mujer blanca. De ahí quizá su empeño por demostrar, con un análisis de ADN, sus remotísimos orígenes indígenas.

Ni siquiera la senadora por California Kamala Harris, de ascendencia india y jamaicana, tiene todas consigo, aunque sea una de las candidatas favoritas. Hay quienes cuestionan su compromiso con la causa identitaria por haberse casado con un blanco. Lo que, para Furedi, es una prueba más de hasta qué punto la política identitaria ha invadido todos los ámbitos de la vida. Por eso, en su opinión, quien piense que se trata de una moda pasajera, se equivoca: mientras no se confronte esta visión del mundo, nos dirigimos hacia “una guerra perpetua de identidades”.

Lo novedoso del momento actual es que si antes los identitarios se revolvían contra quienes les echaban en cara su tribalismo, ahora lo afirman orgullosos. “Continuamente dicen que están luchando por la justicia, pero en realidad dedican la mayor parte de sus energías a ganar cada vez más autoridad cultural. (…) Los ataques a la blancura, la masculinidad o la heteronormatividad tienen poco que ver con la justicia. Se trata más bien de socavar las actitudes y los valores de los grupos identitarios que los llamados defensores de la justicia social desprecian”.

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