El discurso incoherente sobre la escuela concertada

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Unas palabras de la ministra de Educación sobre los límites del derecho de los padres a escoger el colegio de sus hijos, pronunciadas en el reciente Congreso de Escuelas Católicas de España, han devuelto a los titulares el debate sobre la enseñanza concertada.

Analizadas literalmente, las declaraciones aludían simplemente a la cuestión jurídica de si el citado derecho de las familias emana expresamente de la Constitución o más bien depende de lo que diga la ley educativa de cada momento.

Sin embargo, de fondo subyace otro debate más polémico y menos técnico: el gobierno actual, que parece concebir la enseñanza concertada como un complemento subsidiario de la pública y no como una alternativa en pie de igualdad, ha mostrado su intención de cambiar la norma vigente para eliminar la referencia a la “demanda social” –de los padres– como criterio para diseñar la oferta de plazas escolares. En la práctica, tal enmienda significaría que solo se concederán conciertos educativos cuando los centros estatales no puedan cubrir las “necesidades educativas” (ya no se podría hablar propiamente de demanda).

La segregación, campo de batalla

El rechazo hacia la concertada por parte de algunos sectores obedece a varios motivos. Entre sus detractores, hay algunos que critican expresamente la identidad cristiana de muchos de sus centros, algo que juzgan incompatible con la laicidad del Estado. Es el famoso argumento de “quien quiera una educación religiosa, que se la pague de su bolsillo”. Sin embargo, como limitar derechos por las propias convicciones (el laicismo no deja de ser un credo) no da buena prensa, la justificación para enmendar la plana a los padres que eligen la enseñanza concertada, una parte de ellos no creyentes, suele buscarse no en lo que este modelo educativo es en sí, sino en los supuestos “efectos perversos” que produce: en concreto, la segregación socioeconómica.

Básicamente, la explicación es esta: los colegios concertados, diseñados para dar mayores oportunidades a los padres, tienen en la práctica un efecto segregador, porque, al establecer una serie de barreras para la admisión (algunas económicas, pero no solo), disuaden a las familias con menos recursos, de las que habitualmente procede el alumnado más difícil. Así, se forman dos circuitos paralelos: los estudiantes desfavorecidos se acumulan en los centros públicos, mientras los más aventajados (dentro de los que no pueden costearse un colegio privado) acuden a los concertados.

Algunos datos parecen apoyar esta teoría. Efectivamente, el nivel medio de renta familiar es mayor en las escuelas concertadas que en las públicas. Además, aquellas tienen menor porcentaje de alumnos inmigrantes y con necesidades educativas especiales. Todos estos factores, no obstante, tienen mucho que ver con la localización del centro, más que con el hecho de que sean concertadas. En efecto, también existe una importante segregación en los colegios públicos: los que se sitúan en zonas ricas apenas escolarizan a alumnos pobres, y viceversa.

Según un estudio publicado por Save The Children en marzo de este año, del total de la segregación socioeconómica que se da en la Comunidad de Madrid, uno de los territorios españoles con más enseñanza no estatal, solo el 28% es “inter-redes” (es decir, se explica por el diferente perfil familiar entre los centros públicos, por un lado, y los concertados y privados, por otro), mientras que el restante 78% se produce “intra-redes”.

Con todo, se puede decir que existe una cierta “segregación estructural” en la concertada. En gran medida, esto se explica por la menor presencia de esta red en algunas de las zonas con más concentración de pobreza. Pero incluso dentro de los mismos barrios, se mantiene una cierta diferencia en el perfil familiar.

Diferenciar síntomas de causas

¿Por qué se produce este fenómeno? Para los detractores de la concertada, la mayor renta media en estos centros no es más que la consecuencia lógica de un plan deliberado para seleccionar a los mejores alumnos: los colegios se aprovechan de lagunas legales para disuadir a los padres de alumnos desfavorecidos. Para sus defensores, en cambio, la relación entre causa y efecto es la contraria: es la insuficiente financiación pública que llega a los concertados, y que no permite cubrir los costes reales de la educación, lo que infla los costes, dificultando el acceso a las familias con pocos recursos.

 

El propio Estado es responsable de una buena parte de la segregación que se ve en la concertada

 

¿Quién tiene razón? Por un lado, es cierto que se han producido irregularidades en algunos centros concertados, que han cobrado tasas obligatorias a sus familias, algo que prohíbe la ley precisamente porque eso levantaría una barrera para los padres con pocos recursos. No obstante, por lo general, el dinero entregado en concepto de cuotas –voluntarias en la inmensa mayoría de centros– se destina a cubrir gastos que en la red pública están subvencionados por el Estado: comedor, transporte, construcción de instalaciones como un polideportivo o un laboratorio, etc.

Así pues, se podría decir que el propio Estado es responsable de una buena parte de la segregación que se ve en la concertada. A este factor hay que añadir la propia decisión de los padres, que, como han demostrado algunas investigaciones, tienden a matricular a sus hijos “entre iguales”, es decir, con alumnos de la misma procedencia socioeconómica o geográfica.

El ejemplo de Larry Rosenstock

La Fundación Qatar ha concedido a Larry Rosenstock el premio WISE 2019 al mejor proyecto educativo del mundo por High Tech High (HTH), una red de colegios charter (de gestión privada y financiación pública, como los concertados en España) fundada por él hace veinte años y que actualmente cuenta con 16 centros en California.

Varios medios españoles se han hecho eco de este reconocimiento. La noticia publicada en El País elogiaba la iniciativa de Rosenstock por varias razones.

Una es su innovador enfoque metodológico. Las HTH disfrutan de una gran libertad curricular y han recibido permiso del estado de California para formar y acreditar oficialmente a sus futuros profesores través de un programa propio. Es decir, gozan de una autonomía de gestión que, sin embargo, se mira con sospecha cuando la reclaman los colegios concertados españoles, por pensar que la utilizarán para adoctrinar, o para escoger a los profesores en función de su identificación con el ideario y no de criterios profesionales.

En cualquier caso, el principal elogio que la noticia dirige a las HTH está dedicado a la voluntad integradora que guía todo el proyecto, y que se manifiesta en los criterios de admisión. En concreto, estas escuelas utilizan un sistema de lotería para asignar las plazas disponibles, ya que siempre son menos que la demanda. Este sorteo no se rige por el puro azar, sino que está “trucado” para que el alumnado sea más diverso en términos socioeconómicos: entre otros métodos, se mezclan códigos postales para evitar que la concentración de la riqueza por barrios se traslade a las aulas, y se fija un porcentaje mínimo de estudiantes desfavorecidos. Las HTH son un ejemplo de éxito porque con un alumnado difícil, han conseguido unos resultados extraordinarios.

¿Un éxito replicable?

Sin que la noticia de El País lo diga expresamente, se da a entender que la iniciativa de Rosenstock representa lo que debería hacer, y no hace, el sector de la concertada en España: mientras que allí se busca la integración, aquí se segrega. Sin embargo, una mirada a las normas españolas que regulan los procesos de admisión en estos centros (las mismas que en las públicas, por cierto) desmiente ese presunto antagonismo y delata, en cambio, el doble discurso que existe en torno a la escuela concertada.

Uno de los criterios más importantes en la baremación de los candidatos (los que dan más puntos para conseguir plaza en un colegio) es la presencia de algún familiar en el centro. Pese a que el objetivo perseguido es loable (el agrupamiento familiar), este factor perjudica a los alumnos inmigrantes, que no suelen beneficiarse del plus por hermanos en el colegio y quedan relegados al final de las listas de candidatos. Como habitualmente hay más competencia por entrar en las escuelas concertadas, esto significa que su presencia en ellas disminuye.

Algo parecido ocurre con las familias de menos renta y el criterio –también igual para la pública que para la concertada– de dar prioridad, cuando se va a ingresar en Primaria, a los alumnos que cursaron la educación infantil en los centros adscritos. La medida tiene sentido, porque afianza la continuidad del proceso educativo. Sin embargo, como no existen conciertos para los primeros cursos de infantil, las familias con pocos recursos tienen en la práctica un hándicap añadido para acceder a un centro concertado.

 

La segregación social en los colegios concertados se debe principalmente a las zonas donde están; por eso también hay segregación en la red escolar pública

 

Si la Administración quisiera efectivamente fomentar que el alumnado de la red concertada fuera más diverso en términos socioeconómicos, habría varias medidas posibles relacionadas con el proceso de admisión: aumentar el valor que se da a la renta (aunque si el aumento es excesivo se podría producir el escenario contrario al buscado) o incluir un plus por origen inmigrante (una vez más, cuidando de evitar el posible efecto contrario de concentración de los extranjeros).

Más eficaces aún serían otro tipo de iniciativas: concertar la primera etapa de infantil, facilitar más información sobre las escuelas concertadas a las familias desfavorecidas, ceder suelo público para este tipo de centros en las zonas deprimidas o subvencionar el coste real del transporte y el comedor.

Todo ello haría que el “milagro” de las escuelas de Rosenstock fuera más fácilmente replicable. Sin embargo, la política de “al enemigo, ni agua”, que demandan muchos críticos de la concertada y parece haber adoptado el ejecutivo, es responsable (¿paradójicamente, o de intento?) de la segregación que se critica.

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