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Una experiencia en el Bronx

publicado
DURACIÓN LECTURA: 7min.

El pasado verano, Mary Meaney, una universitaria de Princeton, enseñó literatura a chicas de 10 a 13 años en un programa del Rosedale Achievement Center, promovido por mujeres del Opus Dei en uno de los vecindarios más conflictivos del Bronx de Nueva York. En un artículo publicado en The Catholic World Report (IX-X, 1992) explica que para afrontar los problemas de los jóvenes en los barrios pobres de las grandes ciudades no basta el dinero: hay que dedicarles tiempo, una atención individualizada y proponer ideales estimulantes y exigentes.

Este verano, en el Bronx, yo enseñé literatura a chicas jóvenes en una escuela; ellas me enseñaron algunas de las realidades más duras de la vida. Situado en una pequeña casa de ladrillo en el número 174 de la calle East, el Centro de Estudios Rosedale pone en relación a alumnas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos con chicas que estudian entre el 5º y el 9º curso del colegio y que provienen del sureste del Bronx. Las 35 estudiantes que participaban en nuestro curso de verano eran la «flor y nata» de lo que el Bronx puede ofrecer: éstas eran las afortunadas cuyos padres se preocupaban incluso de pagar los 60 dólares de inscripción y las subían cada mañana al autobús.

Yo llegaba de la torre de marfil de Princeton y traía conmigo un montón de prejuicios. Supongo que esperaba encontrarme con chicas en la más absoluta indigencia, que vivían en casas medio derruidas y que tenían poco más que la ropa que llevaban puesta. Para mi sorpresa me encontré que, con pocas excepciones, todas mis alumnas tenían sus aparatos personales de radio y televisión. Algunas disponían de su propio aparato de vídeo y de su propio teléfono. En bastantes aspectos, tenían más cosas que yo.

Cuando lo normal es la excepción

La relativa abundancia material de mis alumnas contrastaba poderosamente con la catastrófica ruptura de sus familias y con la violencia que constantemente las rodeaba y las amenazaba. Familias rotas, destrozadas: ésa es la norma en el Bronx; hogares en los que vivan los dos padres, la excepción. De mis 35 alumnas, sólo dos provenían de una familia «nuclear» con un padre, una madre, hermanos y hermanas. La gran mayoría no vivía con su padre; muchas, ni siquiera lo conocían. Cuando les preguntaba por sus hermanos y hermanas, sus respuestas sonaban a una letanía de este tipo: «Por parte de mi padre, tengo una medio hermana, un hermano y una hermanastra; pero, por parte de mi madre, tengo dos medio hermanas».

En el impreso para solicitar la admisión, DeeDee, una de las más brillantes de 7º curso, hizo una relación donde su padre figuraba como desconocido y su madre como fallecida. A través de la abuela de DeeDee supimos que su madre, aunque era adicta a la heroína, vivía. Cuando la directora de Rosedale se lo dijo a DeeDee, ella contestó: «Igual podría estar muerta. Es una vagabunda».

Junto a la trágica desintegración de la familia, me impresionó la omnipresente violencia del Bronx. Una de mis compañeras de Rosedale me dijo que al ir hacia el Centro veía hombres armados en los tejados de las escuelas por las que iba pasando. Todas las chicas tenían historias que contar sobre amigas que habían sido apuñaladas, que habían muerto de sobredosis, o sobre su «mejor amiga», que, con doce años, había tenido ya dos abortos y estaba embarazada por tercera vez. DeeDee me explicó que su primo había sido secuestrado hacía varios meses al salir de clase, y que no se había sabido nada de él desde entonces. A los 10 años, Natalie había visto a la mejor amiga de su madre con una puñalada en el vientre. Ada llegó un día llorando a mitad de la clase. A su primo le habían pegado cinco balazos esa mañana a la puerta de casa; murió en el acto.

El impacto de esta violencia sin sentido reaparecía continuamente. Cuando pedía ejemplos en mis clases de literatura, estas niñas de 10 a 13 años los sacaban de su vida diaria: «le pegaron un tiro», «sufrió una sobredosis», «quedó embarazada». Una niña cuyo padre había muerto hacía poco acababa un día su diario con dos frases: «Trato de no confiar en nadie. Trato de no preocuparme por nadie… pero esto se está poniendo duro».

La pobreza intelectual y moral

Un problema menos llamativo, pero más destructivo que la violencia, es la extrema pobreza intelectual y moral del Bronx. La mayoría de mis alumnas, por ejemplo, sabían la diferencia entre el SIDA, el herpes y la clamidia, pero no sabían los nombres de los tres últimos presidentes. Eruditas en lo referente a los últimos métodos de control de la natalidad e incapaces de escribir una frase completa y gramaticalmente correcta.

El primer día de clase les pregunté ingenuamente por sus aficiones, esperando oír de alguna de ellas que disfrutaba leyendo. Para horror mío, supe que la mayoría de ellas no habían leído nunca un libro, y todas se sorprendieron de que alguien considerara que leer podía ser un hobby. Encerradas en minúsculas habitaciones, sin nada que hacer, mis alumnas pasaban de 6 a 12 horas diarias vegetando delante de la televisión. Cuando les pregunté qué programas veían, una contestó: «Lo que echen».

Mis alumnas absorbían sin más los «valores» de los programas que ponían a las horas de máxima audiencia. Para muchas de ellas, «éxito» significaba poco más que la cantidad de dinero que tenía la gente en las películas, las casas en las que vivían, los coches que conducían y la ropa que usaban. «Éxito» no tenía nada que ver con proponerse metas realistas pero estimulantes, trabajar duro y conseguirlas. Los niños de nuestros barrios pobres están experimentando que la moralidad extraída de Dallas, Dinastía y Rosanna es una cosa temible. La mayoría de mis alumnas creían que el fin último de la vida es divertirse. No llegaban a entender por qué alguien podía hacer algo sin esperar una satisfacción inmediata. Cuando les hablé del incansable trabajo de la Madre Teresa en favor de los pobres, intentando presentarla como un modelo, quedaron estupefactas. Todas sentían pena de la Madre Teresa. Compadeciéndola, una de las niñas preguntó: «¿Quién la obliga a hacer todo eso?»

El problema de fondo

Si en el Bronx se puede aprender algo es que el gran problema de los ghettos urbanos no es la violencia, la prostitución o el abuso de las drogas y el alcohol. El problema más importante, que subyace en todos los demás, es el haber perdido la esperanza de alcanzar nada valioso a través del esfuerzo personal. Si los jóvenes de estos barrios pobres sacrifican su futuro a cambio de la inmediata satisfacción -sin esfuerzo- mediante las drogas, el alcohol, la televisión y el sexo, es porque carecen de ideales o incluso de metas a largo plazo. Ofrecerles un «éxito» ilusorio a base de rebajar el nivel, limitar las reglas, o inflar las notas, perpetúa los problemas que intenta resolver. Tal enfoque dice a los niños, en suma, que no creemos que tengan la capacidad o la fuerza de voluntad necesarias para alcanzar metas altas.

Lo que el programa de Rosedale les ofrece son siete exigentes clases de 40 minutos, sobre matemáticas, lengua, literatura, ciencias, religión, arte y música. Lo que disfrutaron, e incluso lo que se entusiasmaron con el programa, sorprendió tanto a ellas como a nosotras. Día tras día, el «problema» en Rosedale no era que faltaran las alumnas sino el número de chicas que se presentaban pidiendo apuntarse al programa. Lo difícil no era retener a las chicas en el Centro de 9.00 a 3.30, sino conseguir que se fueran al final del día.

Esta inesperada popularidad se debió en parte al hecho de que Rosedale era más divertido que las otras alternativas posibles: deambular por las calles o ver la televisión durante horas sin fin. Ciertamente, el éxito se debió también al hecho de que las profesoras de Rosedale eran todas estudiantes universitarias. Éramos lo suficientemente jóvenes como para que las niñas nos consideraran chicas de hoy y quisieran aprender de nosotras. Lo más importante, sin embargo, fue la atención individual que encontraban. Para muchas de ellas era la primera vez que recibían cariño y dedicación incondicionales. Ellas, a cambio, nos llenaban de abrazos y besos.

Antes de asegurar que nuestros barrios marginales son problemas insolubles, debemos mirar más despacio a programas como el de Rosedale. Debemos presentar a los jóvenes modelos que imitar e ideales por los que vivir. Debemos ver a los niños de estos barrios como individuos con talentos y dones, e incitarles a desarrollar esos dones y extraer todo su potencial. Hasta que no hagamos eso, nuestro país continuará perdiendo a esos niños y continuará afrontando problemas urbanos incontrolables, de los cuales ya vimos algún destello en Los Ángeles.

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