Una esperanza contra el fatalismo

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Hoy día se intenta presentar la homosexualidad como una orientación sexual normal. Pero no pocos homosexuales experimentan esta tendencia como una patología y buscan ayuda terapéutica. Con la experiencia de la atención directa de 250 pacientes de este tipo y después de veinte años de estudio, el psicólogo holandés Gerard van den Aardweg ofrece en Homosexualidad y esperanza (1) una reflexión sobre las causas y soluciones de este problema.

Las tesis de este libro, publicado ahora en italiano, desafían el nuevo orden ideológico. En los últimos años, en efecto, se ha impuesto en este tema una verdadera censura, que tacha de intolerante todo lo que contradiga la pretensión de normalidad defendida por determinados grupos de activistas homosexuales.

Un objetivo apoyado en cierto tipo de información que, según el psicólogo holandés, presenta «el estilo de vida homosexual de modo tendencioso e idílico, algo que se debe entender como simple propaganda, pues cuando se escuchan las historias de los homosexuales se ve claro que en ese género de vida no se encuentra la felicidad. Agitación en los contactos, soledad, celos, depresiones neuróticas y, proporcionalmente, un elevado número de suicidios (por no mencionar las enfermedades venéreas y otras enfermedades somáticas) representan la otra cara de la moneda, que los medios de comunicación no muestran».

En busca de la «normalidad»

Para despejar el terreno de equívocos, la primera observación que hace el autor es señalar que no existe el «homosexual», como si se tratara de una condición constitutiva de la especie humana. Existen personas con inclinaciones homosexuales, que por determinadas razones no han superado una fase del desarrollo psicosomático (las sensaciones transitorias presentes en la pubertad). En todo caso, «los conocimientos de que disponemos hoy nos indican que las personas con inclinaciones homosexuales han nacido con la misma dotación física y psíquica de cualquier otra persona».

Otro método para conseguir la etiqueta de normalidad es exagerar su incidencia con eslóganes como «una persona de cada veinte es homosexual». Dejando al margen que no basta la alta incidencia para convertir algo en normal (el reuma es frecuente, pero no normal), en realidad las estadísticas más rigurosas indican que esa cifra difícilmente supera el 1%.

Sin embargo, si uno sigue las noticias recibe la impresión de que la homosexualidad está aumentando. «Dudo mucho de este crecimiento», responde Van den Aardweg. «Es posible que se esté incrementando el número de aquellos que transforman las propias sensaciones en comportamiento homosexual. La excesiva atención polarizada sobre el tema (no se puede abrir una revista sin encontrar comentarios sobre los homosexuales y sus problemas) contribuye, sin duda, a esta impresión de omnipresencia. Que es, precisamente, lo que buscan los promotores de la normalidad del fenómeno gay».

La raíz del problema no hay que buscarla en la constitución biológica de las personas que lo padecen, o en las leyes de la herencia. El autor define la homosexualidad como un trastorno emotivo, concretamente una forma de «autocompasión neurótica».

«He escrito este libro –dice– después de veinte años de estudios sobre la homosexualidad y de haber tratado a más de 225 hombres homosexuales y unas treinta mujeres lesbianas a la luz de la teoría de la autocompasión». A partir de esta experiencia, Van den Aardweg sostiene que «la correcta comprensión de la naturaleza de este mal es mucho más que un ejercicio académico: representa una esperanza para cuantos están prisioneros del axioma de que la homosexualidad es innata e inmutable».

La teoría de la autocompasión

Para explicar su teoría, el autor hace una interesante exposición de cómo funcionan en el niño los complejos de inferioridad, y la consiguiente autocompasión. Vale la pena resumir su explicación, aun a costa de simplificar, pues esa dinámica permite comprender dónde está la raíz psicológica del trastorno homosexual.

El niño tiene por naturaleza la sensación de que su «yo» es la cosa más importante del mundo, y por eso se compara continuamente con los demás. Cuando sale desfavorecido de esta comparación, cosa que ocurre a menudo, se produce el choque: se siente menos querido, poco valorado. La innata importancia de su «yo» le hace sobrevalorar ciertas experiencias accidentales, de modo que el verse inferior en algunas esferas le lleva a considerarse como un ser «globalmente» inferior: ser gordo, tartamudo, hijo de padre humilde, se identifica con toda su persona.

Ese sentido de inferioridad se puede reforzar con las críticas que recibe de los demás (familia, compañeros de juego, profesores, etc.), de modo que puede convertirse en crónico por la repetición, hasta transformarse en un complejo de inferioridad. El complejo no sería tan dañino si no fuera unido a la autocompasión, el amor hacia sí mismo con el que el niño quiere compensar ese sentirse inferior.

Si no hay un elemento de cambio, la personalidad del «¡pobre de mí!» de la infancia o adolescencia sobrevive en el adulto, dando lugar a un comportamiento neurótico. La persona adulta puede ser psicológicamente madura en algunos campos pero mantener esa mentalidad infantil en los ámbitos en los que se originó el complejo de inferioridad y la autocompasión. El neurótico busca y encuentra continuamente motivos para lamentarse y autocompadecerse. Otra característica es un infantil deseo de ser el centro de la atención, en la vida real o en la imaginación, y un estar continuamente pendiente de sí mismo.

El complejo homosexual

Los tipos de complejos de inferioridad son innumerables. Uno de ellos es el complejo de inferioridad homosexual. «El chico se siente inferior en comparación con los otros chicos respecto a sus cualidades de chicos: resistencia, resolución, aptitudes deportivas, ardor, fuerza o aspecto varonil. Una chica se siente inferior en comparación con las otras chicas en cuando a la propia feminidad en los intereses, comportamiento o aspecto físico».

En la mayor parte de los casos, esta imagen de inferioridad -que puede ser consciente o no- aparece entre los ocho y los dieciséis años, con un pico entre los doce y los dieciséis. Ese fenómeno puede distorsionar la imagen que se tiene de las demás personas, hasta llegar incluso a idealizar o idolatrar a algunas. La penosa conciencia de ser distinto, en sentido negativo, produce el deseo de sentirse reconocido y apreciado por quienes han sido idealizados, con el fin de ser «uno de ellos».

Ese deseo de comprensión, afecto, calor, estima, que pone en marcha la autocompasión, se produce, precisamente, en la edad en que se está despertando la orientación sexual. Normalmente, un interés temporal por miembros del propio sexo pasa cuando el chico o la chica, creciendo, descubre en el otro sexo aspectos mucho más atractivos.

Pero este interés adquiere especial profundidad en el caso del chico que se compadece. Entonces, un contacto físico con alguno de los «adorados» representa el cumplimiento de su ansia de amor y de aceptación. De este modo, puede crearse un engranaje entre el deseo de contacto de un niño o adolescente que se siente merecedor de compasión y el erotismo.

Factores familiares y de integración

¿Por qué un chico puede desarrollar un complejo de inferioridad homosexual? Puede llegar a sentirse menos masculino, menos viril, cuando ha sido criado de modo hiperprotectivo e hiperansioso por una madre absorbente, y cuando el padre ha tenido poca importancia en la educación. Esta combinación ha creado predisposición al desarrollo del complejo homosexual, que a veces es síntoma de un desequilibrio en la familia y de discordia entre los padres.

El paso siguiente en el desarrollo del complejo homosexual es decisivo: la comparación que hace el chico de sí mismo con sus coetáneos del mismo sexo. Si, a pesar de esas influencias familiares negativas, consigue superar la barrera y se integra, el peligro de una evolución homosexual está superado. Pero, a veces, el chico se retira desalentado, oprimido por la sensación de insuficiencia y de autocompasión. «Desde el punto de vista estadístico, la homosexualidad está más estrechamente ligada a estos factores de ‘adaptación social’ que a los factores relativos a los padres o a las situaciones familiares».

La culpabilidad

El autor, que se mueve en el ámbito de la psicología, no entra en la valoración moral de la responsabilidad de los padres en esos casos. Pero subraya que sería una simplificación echarles la culpa: esas deficiencias, a menudo inconscientes, forman parte de los errores comunes en la educación de los hijos.

En este contexto, surge espontáneo preguntarse si el propio sujeto es responsable de su situación o simplemente un enfermo. «La respuesta debe evitar los dos extremos. El neurótico homosexual es como cualquier otra persona neurótica, y como cualquier otro ser humano: no completamente inocente.

«Todas las debilidades humanas y los hábitos emotivos de un ser humano medio -categoría a la que pertenece quien tiene inclinaciones homosexuales- se han formado en parte porque se les ha dado cuerda. Esto vale también para la autocompasión y autoconmiseración, hábitos de autoafirmación infantil destinados a probar la propia importancia, a llamar la atención, etc. Un cierto grado de culpabilidad debe de estar presente si una persona tendente a la homosexualidad sigue demasiado fácilmente sus propios impulsos».

Cabe añadir una realidad que el autor recalca en varios pasajes del libro: contrariamente a lo que afirma cierta propaganda, las relaciones homosexuales duran poco. «El compañero ideal que proporciona afecto existe sólo en la insaciable fantasía de quien sufre este complejo y, por tanto, no se encuentra nunca. El sociólogo alemán Dannecker, que se autodefine homosexual, fue objeto de las iras del movimiento homosexual cuando declaró explícitamente que ‘la fiel amistad homosexual’ es un mito».

Terapia y curación

El autor dedica la última parte del libro al proceso que lleva al cambio, ilustrado con el relato de casos concretos. El mensaje es que se puede conseguir un resultado satisfactorio si el paciente está motivado, si es constante y sincero consigo mismo. El éxito dependerá también de la intensidad global de su neurosis y de las influencias sociales, tales como el aliento que reciba de otras personas («como antídoto a sentirse solo, a no formar parte de un grupo social»).

La ayuda externa (del psicólogo u otro consejero) es similar a la del entrenador deportivo: es una guía, pero no puede sustituir al interesado. Debe explicarle el mecanismo del «niño que se lamenta» y dejarle claro que el tratamiento se basa en la auto-observación honesta del propio paciente (no es agradable admitir que se actúa como un niño) y en su propia lucha, que se apoya en la parte adulta de su personalidad.

Es preciso que descubra sin miedo los hábitos neuróticos y sus motivaciones (especialmente el egocentrismo), y tome la decisión de combatirlos: «En este momento, con tal reacción o pensamiento, está actuando la tendencia a la lamentación». Un recurso «desarmante» que Gerard Van den Aardweg recomienda en este campo es la autoironía, el reírse de uno mismo, que ayuda a desenmascarar la presencia del «yo que se lamenta y pide ser consolado».

Hacia el cambio

«El proceso de cambio es semejante a la ascensión por una escalera de la que no se ve con claridad el final, pero cada peldaño superado significa mejoría, progreso». El primer tramo, que requiere de ordinario varios años, consiste en salir de la inclinación homosexual. No hay que olvidar que el carácter compulsivo de esa conducta «es sólo una parte de una compleja estructura de tendencias de comportamiento infantil. En consecuencia, la disminución del interés homosexual es paralela a la merma gradual de los sentimientos de inferioridad y de autocompasión egocéntrica».

El cambio en el plano de la sexualidad hay que situarlo dentro del marco de la reorientación emotiva general. Pero como algunas de esas personas han reforzado la tendencia homosexual con la práctica, romper ese círculo vicioso requiere fuerza de voluntad y convencerse de su carácter infantil (ese placer es la estéril autoconsolación del «pobre de mí»).

La salida del complejo supone que va disminuyendo el carácter obsesivo de las emociones y comportamientos infantiles. «Depresiones, ansiedad, temores, preocupaciones, sentido de inferioridad y deseos homosexuales se hacen más controlables. Emerge la confianza en uno mismo, incluida la confianza en la propia sexualidad. Lo que significa que el ‘pobre de mí’ del niño interior se vuelve cada vez menos importante».

Existe, por lo general, un periodo intermedio, que puede durar varios años, en el que la inclinación homosexual es casi inexistente pero la heterosexualidad todavía no se ha despertado. Se pasa por altos y bajos, surge la duda: el «no puedo cambiar», que en el fondo es un coletazo del lamento neurótico. La experiencia, sin embargo, es alentadora: «Hemos comprobado tantas veces que quien hace el esfuerzo adquiere la felicidad. No debe obsesionarse con la duda de si alcanzará o no un resultado pleno, sino alegrarse con cada paso que da. Es esta la actitud mental que resulta más útil para alcanzar el objetivo».


La acción preventiva de padres y educadores

Los padres y educadores, proporcionando una educación equilibrada, pueden realizar una eficaz labor preventiva. Reproducimos párrafos del capítulo del libro dedicado a este aspecto.

El eslogan según el cual se debería aceptar la homosexualidad suena engañosamente humanitario a muchos oídos. A algunos, sin embargo, se les ha practicado un lavado de cerebro tan radical que se beben la locura de que las relaciones homosexuales deberían gozar de los mismos derechos que el matrimonio. En cualquier caso, los que son tan entusiastas de la vida homosexual están ciegos a la infelicidad que con frecuencia la acompaña. Parecen indiferentes a la situación de adolescentes y jóvenes adultos que corren el riesgo de fracasar en un campo tan central de la vida, mientras un desarrollo homosexual los conduce a un callejón sin salida. Estos no piensan siquiera en prevenir todo eso, a pesar de que, objetivamente, no hay razones para asumir a priori una actitud fatalista.

Se pueden deducir algunas ideas sobre la prevención. Naturalmente, los primeros que pueden evitar este crecimiento raquítico en sus hijos son los padres. Deben ofrecer el ejemplo de una vida de normal relación hombre-mujer. Si su matrimonio es firme y consiguen crear una razonable atmósfera de afecto y de unión, se reducen considerablemente las posibilidades de incidencia de los complejos neuróticos, incluido el homosexual.

Por lo que se refiere a cómo educar a los hijos, tanto el padre como la madre deben tener bien presente que deben tratar al chico como varón y a la chica como mujer. Eso no significa forzarles a ejercitar «papeles preestablecidos», sino a cooperar con las tendencias naturales de los hijos, teniendo en cuenta las diversidades de comportamiento innatas, ligadas al sexo.

El principal factor de prevención es la valoración, por parte de los padres, del chico como chico y de la chica como chica. Los hijos deberían percibirlo. Se debe evitar toda deficiencia a este propósito. Los periodos críticos para el desarrollo de la confianza en uno mismo como hombre y como mujer son la pre-adolescencia y la adolescencia. En esta edad pueden ejercer una influencia beneficiosa no sólo los padres sino también otras personas externas a la familia. A veces, por ejemplo, los profesores pueden contribuir de modo positivo a reforzar una sana confianza en la identidad sexual del alumno. Pueden alentar y ayudar a cada chico o chica a superar ciertas limitaciones. Es el caso, por ejemplo, del muchacho que queda sistemáticamente atrás en los juegos y en los deportes, que queda aislado del grupo de los coetáneos. En tales situaciones, es importante la comprensión que un profesor u otro adulto puede expresar en una conversación o de otro modo, ayudando al adolescente a evitar el riesgo de acabar en la autodramatización.

Además, un efecto preventivo está contenido también en una buena educación sexual. Los adolescentes que tienen cierto tipo de complejos de inferioridad originarios pueden sufrir un shock depresivo si alguien con autoridad, como un profesor, les enseña que «la homosexualidad radica en el cerebro». Semejante absurdo enclava al muchacho en las dudas sobre su propia identidad y puede orientar una mente indecisa e inmadura hacia una dirección funesta. Por el contrario, habría que decirle que las sensaciones homosexuales en la adolescencia manifiestan problemas emotivos del desarrollo, y que no existe una verdadera homosexualidad innata. Hay que decirle también que esta tendencia tiene su origen en un complejo de inferioridad que es susceptible de cambio. De este modo, el educador infunde esperanza e indica una vía sobre la que se puede proseguir el crecimiento interior.

_________________________

(1) Gerard van den Aardweg, Omosessualità & speranza. Terapia e guarigione nell’esperienza di uno psicologo, Edizioni Ares, Milán (1995), 189 págs. (Versión actualizada de Homosexuality and Hope. A Psychologist Talks About Treatment and Change, Servan Books, Ann Arbor [Michigan] 1985).

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