“Para quien se beneficia de las indulgencias de la vida, la obligación de rigor en la consideración de la belleza no es negociable”. Con esa rotundidad se expresa Renée, la portera de un edificio de burgueses y protagonista de la novela La elegancia del erizo, de Muriel Barbery.
Renée se ve presa de este arrebato después de recibir un mensaje de una de las vecinas con una coma mal puesta. Indignada por el hecho de que quien ha recibido todas las posibilidades de dominar el lenguaje se permita la falta de decoro de errar gramaticalmente, la portera emite una condena sin paliativos: “A los ricos, el deber de lo Bello. Si no, merecen morir”.
Una reacción similar ha suscitado la boda del CEO de Amazon, Jeff Bezos, con la modelo Lauren Sánchez. “El largo preludio y las lujosas festividades que rodearon el acontecimiento fueron más una caricatura de la extravagancia que un himno al romance”, escribe Frank Bruni en The New York Times.
Los excesos que le atribuyen a Bezos son variados: organizar una fiesta de espuma en un yate, contar con el clan Kardashian entre su lista de invitados, el alquiler de la ciudad completa de Venecia como escenario de la boda, una novia que lució 27 vestidos durante el evento, reservar todos los taxis acuáticos disponibles en la ciudad y organizar una fiesta temática de pijamas que se prolongó hasta las cuatro de la mañana.

El error imperdonable de Bezos, para que quede claro, no es ser rico. Es ser hortera. Y el serlo teniendo los medios para evitarlo.
El deslumbramiento que causan las élites puede convertirse en aversión
Que las élites a veces cruzan la delgada línea entre la celebración y la ostentación, provocando rechazo en lugar de fascinación, es algo tan antiguo como universal.
En 1770, el enlace entre Luis XVI y María Antonieta se celebró durante días con festines, fuegos artificiales y bailes masivos. El espectáculo de pirotecnia causó un incendio que se cobró más de un centenar de víctimas. La posterior vida de lujo y opulencia que llevó después la reina mientras el país se hundía en la pobreza, unida a una campaña de difamación y desprestigio, alimentó el fuego de la oposición popular que acabó llevándola a la guillotina.
Más recientemente, en 1971, el Sha de Irán, Mohammed Reza Pahlavi, decidió celebrar el 2.500 aniversario del imperio persa con uno de los despliegues más extravagantes de la historia moderna. Se construyó una ciudad de tiendas de lujo en Persépolis, se importaron chefs de Maxim’s de París y se alojó a reyes y presidentes de todo el mundo en instalaciones de lujo durante cinco días.
Considerado una obscenidad mientras el pueblo iraní vivía la miseria, las fiestas dejaron una resaca de descontento que aceleró la Revolución Islámica en 1979.
En esta época en la que somos, afortunadamente, más propensos al meme que a la guillotina, a la boda Bezos y a Sánchez no le ha faltado tampoco crítica popular. Ni siquiera se han librado de su parte de sublevación, puesto que algunos han empapelado la ciudad con octavillas en las que exigían la marcha de Bezos y desplegaron una enorme pancarta en la que se leía: “Si puedes alquilar Venecia para tu boda, puedes pagar más impuestos”.
A Stefano Visintino, abad de San Giorgio Maggiore, donde se debió escuchar la música hasta altas horas de la madrugada, tampoco le ha hecho mucha gracia el asunto y así se lo ha expresado al Corriere della Sera: “No está prohibido, aquí hay muchos eventos, pero hecho así, de esta manera, puede ser un poco impactante, porque es una frivolidad ostentosa que chirría con la naturaleza de la isla, más cultural y espiritual”.
El mal gusto radica en la necesidad de fanfarronear
¿Por qué les exigimos a las élites ese “deber de lo Bello” del que habla La elegancia del erizo? Quizá porque los más privilegiados han funcionado siempre como un “modelo aspiracional” en el que los menos favorecidos ven reflejados sus deseos. O quizá porque tendemos, como Renée, a tener poca indulgencia para consentir la mediocridad en quien hace ostentación de ella. Una cosa es tener mal gusto y otra muy distinta es que el mal gusto salga caro.
“Cómo detectar a un mediocre: por su gusto por lo extraordinario. Le gusta todo cuanto más embrollado, mejor: lo centelleante, lo atronador, ese horror indefinido que es lo premium, lo VIP, lo in-your-face, el ‘ya que pago, que se note’. Lo discreto le aburre, la rutina le desespera. No ve nada; ni el milagro de la fuente en la calle, ni la dignidad cívica del buzón de correos, ni la tentación del pico de pan”, reflexiona Marta D. Riezu en su libro Agua y jabón. Apuntes sobre elegancia involuntaria.
La elegancia aristocrática está en la virtud de no enseñar tanto, de proteger el misterio, de practicar la contención precisamente porque hay algo que contener
Y, entonces, ¿qué es la elegancia? Contesta también Riezu en la primera página de su libro: “La anécdota es conocida. Preguntaron a Cecil Beaton qué es la elegancia, y respondió: agua y jabón. Que es lo mismo que decir: lo elegante es lo sencillo, lo honesto, lo de toda la vida”.
La diferencia, sigue la escritora, entre ser extravagante y ser ostentoso radica en que el ostentoso revela exactamente dónde se ha comprado y cuánto se ha pagado por el objeto de exhibición.
Y quizá sea la exhibición el quid de la cuestión, lo degradante. Lo que mata a la elegancia es precisamente la necesidad de ostentación, el exceso, el ego materializado en luces de neón y fiestas de espuma. Vicios todos ellos universales, pero especialmente asequibles a las élites.
En contraposición y precisamente por su relación con la simplicidad, la elegancia tampoco es patrimonio exclusivo de las élites, puesto que, como bien demuestra la boda de Bezos o el más reciente cumpleaños de Lamine Yamal, el buen gusto no se puede comprar.
Elegancia e intimidad
“¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza pese a acecharla por todas partes”, dice Renée de su mejor amiga Manuela, que trabaja sirviendo en uno de los pisos del edificio aburguesado.
Quizá consista esa elegancia aristocrática en la virtud de no enseñar tanto, de proteger el misterio, de practicar la contención precisamente porque se puede, porque hay algo que contener.
Hay una relación intrínseca entre la elegancia y la intimidad, tan expuesta y manoseada en esta sociedad del espectáculo moderna. El elegante es el que conserva, en cierta medida, el enigma que encierra su propia vida.
En ese sentido habla también Frank Bruni en su columna en The New York Times: el vínculo que une el estilo político de Donald Trump –que tuitea sobre el bombardeo de Irán en tiempo real y con mayúsculas– con la boda de Jeff Bezos es precisamente el alardeo.
“Estoy confundido. Cuando alguien insiste tanto como Trump en que todo ha salido bien, sospecho que algo ha salido mal. Cuando alguien proyecta virilidad, frialdad y fabulosidad con tanto ahínco como Bezos, supongo una profunda inseguridad acerca de esos atributos y otros más. Esa es la paradoja autodestructiva de la bravuconería extrema. Se alía con la misma realidad que intenta refutar”, reconoce Bruni. Nadie sospecha, en cambio, de la elegancia.
Dice Andrés Trapiello, que ha publicado mucho de su vida en sus diarios, en una entrevista con Javier Aznar en el Hotel Jorge Juan, que hay un núcleo de la intimidad que se destruye si sale a la luz. Citando a Stendhal, Trapiello recuerda que “el problema de la intimidad es que, a poco que aflore, se destruye”. Y lo compara el escritor con la gran escena de la película Roma de Federico Fellini en la que, al contacto con el aire, unas sublimes pinturas romanas recién descubiertas se convierten en polvo.
La ostentación mata la elegancia porque acaba precisamente con lo sublime de la persona. Al querer sacar al exterior el bien oculto, lo evapora y lo transforma en un artificial y vulgar cartel de neón. La fanfarronería solo puede ofrecer sucedáneos.
“Hasta hace no tanto, la intimidad era un tesoro y la ostentación un pecado”, recuerda Riezu. Quizá es lo que exigen los críticos de Jeff Bezos: más tesoro, más pintura romana. La buena noticia es que es fácil empezar por uno mismo.
5 Comentarios
Muy bueno
Apoyo la idea de que esa boda en ningún sentido es elegante. Más bien genera rechazo, destaca el apegamiento a la imagen y desconocimiento de lo elegante y sobrio.