“Existe un misterio muy grande que, aun así, es totalmente cotidiano. Todas las personas son partícipes de ese misterio, todos lo conocen, pero solo unos cuantos piensan sobre ello alguna vez. La mayor parte de la gente se limita a tomarlo tal cual y no muestra el menor asombro. Ese misterio es el tiempo.”
Así comienza uno de los capítulos de la novela juvenil Momo, escrita por el alemán Michael Ende en 1973, aunque muy actual. La novela nos narra la historia de Momo, una niña de la que lo ignoramos casi todo salvo que vive entre las ruinas de un antiguo anfiteatro y que se le da bien escuchar. No tiene nada: ni familia, ni dinero, ni aficiones… sólo posee mucho tiempo; un tiempo que parece multiplicarse cuando lo comparte con una gran pandilla de amigos de todo tipo y condición. Sin embargo, esta idílica estampa no tardará en enturbiarse con la llegada discreta, aunque insidiosa, de los Hombres Grises: unos seres que supuestamente pretenden ayudar a los ciudadanos a optimizar su tiempo, pero que en realidad no hacen más que robárselo para alargar sus mezquines y sombrías existencias. Momo será la única en darse cuenta de sus verdaderas intenciones, mientras que una necesidad casi patológica de ahorrar tiempo acaba invadiendo al resto del pueblo. ¿Suena familiar?
La enfermedad del tiempo
Ya en 1982, apenas unos años después de la publicación de Momo, el Dr. Larry Dossey, médico internista estadounidense, acuñó por primera vez el término “enfermedad del tiempo” para describir un mal contemporáneo: “La enfermedad del tiempo es una creencia compulsiva, casi religiosa, de que el tiempo es escaso y que debemos correr más rápido y hacer más cosas para no desperdiciarlo” (Space, Time & Medicine, editorial Shambala).
Se puede discutir si esta obsesión por el manejo del tiempo puede ser definida como una patología; lo que resulta evidente es que nunca antes una sociedad se había preocupado tanto por ahorrar tiempo como la nuestra. Paradójicamente, tampoco ninguna sociedad anterior había manifestado tantos problemas asociados al tiempo (o a la aparente falta de tiempo).
Multitarea y ansiedad
Teclados inteligentes que escriben frases por nosotros; aplicaciones que nos permiten encender la lavadora desde el trabajo para que no tengamos que esperar al llegar a casa; comida a domicilio que nos evita tener que pelar ni medio calabacín; inteligencias artificiales que nos resumen textos o hasta nos hacen trabajos… Con tanta ayuda extra, cabría esperar que fuéramos la generación más relajada de toda la historia de la humanidad. Y, sin embargo, los datos demuestran justamente lo contrario. El 27% de los españoles reconoce consumir ansiolíticos o antidepresivos al menos una vez al mes, y un 12% admite hacerlo a diario.
Según un estudio publicado en 2021 en la revista Times and Society, la percepción de que nos falta tiempo tiene mucho que ver con los frutos de la pandemia de Covid-19, que, entre otras cosas, nos dejó una acusada y perenne sensación de ansiedad.
Pero ya antes de la pandemia se había instalado la idea de que hacer muchas cosas, y hacerlas a la vez, es sinónimo de productividad y, por tanto, de éxito. Sin embargo, aunque la optimización de los recursos es en sí algo positivo, no siempre es fácil determinar dónde está la raya entre las necesidades reales y las que nos creamos nosotros mismos. Las nuevas tecnologías han contribuido a diluir esta frontera aún más.
Un estudio llevado a cabo en la Universidad de Sussex demuestra que la multitarea está asociada con perjuicios psicosociales y cognitivos, como la depresión y la ansiedad. Nuestro cerebro se da cuenta de que hacer más no significa, necesariamente, hacerlo mejor. El cambio constante de una tarea a otra le exige al cerebro mucha más energía que la que consumiría si estuviera concentrado realizando una única actividad. Esto provoca que el lóbulo prefrontal, encargado de las funciones ejecutivas, se sobrecargue con más facilidad y acumule fatiga mental. Esto, a su vez, provoca que disminuya la capacidad de retener información y se cometan más errores al desarrollar las distintas tareas.
Quizás nuestra sensación de agobio no derive tanto de una falta objetiva de tiempo como de la ausencia de un horizonte antropológico que de sentido a lo que hacemos
En teoría, podríamos delegar algunas de estas tareas en las máquinas. Sería cuestión de organizarnos bien. Y, sin embargo, algo falla.
Una cuestión de sentido
Decía el psiquiatra austríaco Viktor Frankl que “la vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por la falta de sentido y propósito”. Unas palabras que cobran todavía más fuerza si tenemos en cuenta que el Dr. Frankl fue un superviviente del Holocausto nazi y comprobó, de primera mano, que “es la vida como tal la que cuestiona al ser humano. Éste no tiene nada que preguntar, es más bien el preguntado por la vida, el que tiene que responder a la vida y responsabilizarse ante ella. A quien conoce el sentido de su vida, este conocimiento le ayudará más que cualquier otra cosa a superar las dificultades externas y las aflicciones internas”.
Aplicando estas palabras al uso del tiempo, podríamos concluir que quizás nuestra sensación de agobio no derive tanto de una cuestión objetiva como de la ausencia de un horizonte antropológico sólido: estamos tan ocupados haciéndonos la existencia más cómoda y llevadera –o intentándolo–, que se nos ha olvidado preguntarnos con qué queremos llenarla, qué puede darle sentido. Sin embargo, si no se contesta a esta pregunta, la ansiedad y el caos interior acaban por consumirnos.
Dice el filósofo coreano Byung-Chul Han, recientemente galardonado con el premio Princesa de Asturias, que “la vida se degrada cuando se convierte en un proyecto que uno tiene que optimizar sin cesar”.
A diferencia de lo que ocurre en Momo, donde son los Hombres Grises quienes roban el tiempo a los demás, en la sociedad actual solemos ser más bien nosotros mismos quienes nos lo sustraemos: con la intención de hacerlo rendir más, es fácil caer en un frenetismo que acaba por dejarnos exhaustos. Suspiramos por tener tiempo libre, pero al mismo tiempo lo evitamos, porque nos aterra la falta de sentido vital que podría revelar.
Por eso, si queremos recuperar una relación amigable y fructífera con nuestro tiempo, debemos pararnos; pararnos a contestar a la cuestión del sentido. Si no, solo seguiremos alimentando a nuestro particular hombre gris.