La familia en Europa: evolución sin revolución

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Cambian los modos, permanecen los ideales
A la vista de los datos sobre nupcialidad, cohabitación, divorcios y otros síntomas, es tentador pensar que en Europa la familia está patas arriba. No lo cree así Gérard-François Dumont, profesor de la Sorbona y autor de obras que examinan el «invierno demográfico» de Occidente. El ideal de la familia sigue muy vivo, dice; pero encuentra un ambiente adverso. Así, algunos fenómenos negativos obedecen a la implantación de políticas familiares inadecuadas. Resumimos aquí las tesis de Dumont, publicadas en Familia et Vita II (1997), n. 1, revista cuatrimestral del Consejo Pontificio para la Familia.

Conocer Europa exige considerar la familia en el continente y la evolución de las actitudes políticas frente a ella.

Un primer dato refleja el descenso de los matrimonios en la Unión Europea. De 1960 a 1975, en los quince países que actualmente la componen, el total de casamientos fue siempre superior a 2,5 millones anuales, con un máximo de 2.644.200 en 1972. De 1975 a 1988 se registra un descenso continuo, que resulta en una disminución del 14,26% del número anual entre el principio y el fin del periodo. La subida de 1989 (99.000 matrimonios más que en 1988) puede sorprender. Responde al menos a tres explicaciones.

Leyes que animan a casarse

En primer lugar, Suecia da un salto espectacular, con 64.690 matrimonios más que en 1988 (+146%). Esto se explica por la reforma del régimen de pensiones para las parejas. A partir de entonces, un cohabitante no casado ya no tiene derecho a pensión, a no ser que tenga algún hijo de su pareja. El resultado no se hace esperar: casi 65.000 parejas optan por legalizar su convivencia. La tasa de nupcialidad alcanza el nivel, nunca registrado fuera de las épocas inmediatamente posteriores a las guerras, de 12,8 por mil en 1989.

En segundo lugar, también Austria registra un alza en 1989 con respecto a 1988 (7.162 matrimonios más, o sea un incremento del 20,25%). De hecho, el total de 1988 había sido anormalmente bajo, pues en 1987 el gobierno anunció que, a partir del 1 de enero siguiente, quedaría suprimida la prima que hasta entonces recibían los matrimonios entre solteros. Así, en 1987 se apresuraron a casarse muchas parejas que esperaban hijos, y siguió un año con pocos matrimonios.

Tercera razón: en diversos países, la situación general fue mejor en 1989, con un mercado de trabajo más vivo, lo que pudo contrinuir a una ligera subida del número de matrimonios.

Después de 1989, el número de matrimonios en la Europa de los Quince se orienta otra vez a la baja y alcanza un mínimo en 1993, con un total, nunca registrado hasta entonces, inferior a dos millones. Este descenso se refleja en la tasa de nupcialidad, que en 1993 fue de 5,3 por mil para los Quince, contra 7,9 por mil en 1960.

Bodas tardías, menos bodas

Más allá de las cifras brutas de casamientos, para medir los comportamientos con respecto al matrimonio, conviene recurrir a un indicador más elaborado: el índice sintético de la primera nupcialidad femenina. Este índice muestra que ha disminuido mucho la tendencia de las solteras a casarse. Por ejemplo, en Italia, en 1960, el índice era de 98, lo que quiere decir que sólo un 2% de las mujeres seguían solteras a los 50 años de edad. En 1992, el índice italiano estaba en 66, y más abajo aún, en torno a 60, el del conjunto de los Quince. Si los comportamientos de 1992 se mantienen, en la Europa de los Quince, el 40% de las mujeres no se casarán antes de los 50 años.

Sin embargo, los datos distinguen dos Europas. La primera, formada por los países del sur, tiene un índice de primera nupcialidad femenina superior a la media europea: es el caso de Portugal (81), Grecia (74), España e Italia (ambas con 66). Los otros once países se sitúan en torno a la media o claramente por debajo, con Francia (50) y Suecia (45) en la cola.

Esta diferencia se observa también en la edad media a la que se contrae el primer matrimonio. Ciertamente, la edad aumenta en todos los países desde 1970: en el conjunto de los Quince, ha pasado de 23,1 años en 1975 a 26,1 en 1993 para las mujeres, y de 25,7 años a 28,1 para los varones. Pero se distingue un grupo de países del sur, donde las edades medias de las mujeres en el momento del primer matrimonio son generalmente inferiores a la media, y otro donde las edades son superiores a la media: Dinamarca (28,5 años), Suecia (28,1), Holanda (26,7), Finlandia (26,6) y Francia (26,4). La correlación entre el índice de primera nupcialidad y la edad media de contraer matrimonio es fuerte, y se puede resumir en una frase: «En un país donde la gente se casa tarde, se casa poco».

Penalización del matrimonio

Los cambios en la nupcialidad modifican el número de matrimonios y, en consecuencia, la significación del matrimonio en la sociedad. Durante las décadas de 1950 y 1960, en Europa el matrimonio era un acontecimiento normal en la vida de los individuos. Las actitudes difundidas después han alterado el lugar del matrimonio en la sociedad. El matrimonio, a fines del siglo XX, no es más que mayoritario, y en algunos países -como Francia-, apenas eso, a juzgar por los comportamientos más recientes. ¿En qué medida esta evolución ha sido sufrida o querida?

De hecho, en muchos casos los poderes públicos han sido los primeros en adoptar una actitud de indiferencia, de hostilidad incluso, ante el matrimonio. El Estado ha multiplicado medidas que suponen penalizar social y fiscalmente el matrimonio.

Puesto que, según las encuestas, no ha disminuido la aspiración a fundar una familia, la evolución de la nupcialidad se explica sobre todo por un contexto político de penalización relativa del matrimonio y por un contexto socio-económico e ideológico que pone en tela de juicio los valores sobre los que estaba fundada la sociedad. No es, pues, ilógico que la promoción, bastante sistemática, de valores contrarios se traduzca en el desarrollo de lo que se ha llamado una «fractura social», es decir, el aumento del número de individuos que se ven al margen de las redes de solidaridad natural.

Hogares más pequeños

El análisis de los hogares muestra tres evoluciones. La primera es la disminución del número de hogares compuestos por al menos dos personas. Esto resulta de la reducción de la fecundidad y de la evolución de la convivencia intergeneracional. La segunda evolución, correlativa a la primera, tiende a la subida de la proporción de hogares unipersonales, sobre todo por el aumento del celibato, voluntario o no, real o ficticio. Se da, pues, lo que se podría llamar una «individualización» de los hogares.

Esta doble evolución complementaria supone, en tercer lugar, la reducción del tamaño medio de los hogares, que es de 2,6 miembros para la Europa de los Doce, pero que varía sensiblemente según los países (ver tabla 1).

La primera evolución, el aumento de la proporción de hogares de una persona, es susceptible de medida. En 1980-81, esa proporción oscilaba entre el 30,8% de Alemania y el 10,3% de España. Diez años más tarde, la proporción había subido varios puntos, y la media de los Doce era de un 26,14% de hogares unipersonales, en los que vivían cerca de 35 millones de personas de un total de 345 millones (ver tabla 2). Estos dos últimos números muestran que no hay que confundir la proporción de personas que viven en hogares unipersonales (alrededor del 10%) con respecto al total de la población y la proporción de hogares unipersonales (alrededor del 26%) con respecto al total de hogares privados.

Ciertamente, la subida de esta última proporción no es despreciable, pero tampoco es grande: de 30,8% a 33,6% en Alemania entre 1980-81 y 1990-91; de 24,6% a 27,1% en Francia; de 21,7% a 26,2% en Gran Bretaña; de 10,3% a 13,3% en España. Una parte de este incremento se debe a ciertas evoluciones demográficas. Así, la prolongación de la esperanza de vida aumenta el número de personas mayores. Por la diferencia entre la esperanza de vida de las mujeres y la de los varones, así como por el lapso entre la muerte de un cónyuge y la del otro en una pareja de edad avanzada, las sociedades europeas registran un crecimiento continuo de los hogares unipersonales en la población de mayor edad. La individualización de los hogares es, pues, más a menudo un fenómeno sufrido que querido y que afecta sobre todo a una minoría de la población.

Lo normal es no vivir solo

En efecto, alrededor del 90% de los europeos viven en hogares de al menos dos personas, y más precisamente en hogares familiares, generalmente definidos como una pareja con o sin hijos, o un padre o madre sola con algún hijo. El examen de estos hogares familiares muestra cuatro tipos de evolución:

– La disminución del tamaño por efecto del descenso de la fecundidad y, en menor medida, por la cohabitación. En los Doce, el tamaño medio de los hogares privados compuestos por al menos dos personas es de 3,2 (1990-91), con el mínimo (2,9) en Alemania y en Dinamarca.

– El aumento de la cohabitación, que es, en cierta medida, corolario del descenso de la nupcialidad. No obstante, sería un error pensar que, por un efecto de vasos comunicantes, el descenso del número de parejas casadas se compensa con el aumento de la cohabitación. Si así fuera, el aumento del número de hogares unipersonales sería menor.

– El aumento de hogares monoparentales, debido sobre todo a la divorcialidad y quizá también a la tendencia a creer que un adulto solo puede asegurar la educación de un niño tan bien como puede hacerlo una pareja. Así, los medios de comunicación muestran de vez en cuando sonrientes estrellas que, al parecer, irradian la felicidad de criar ellas solas a sus hijos. ¡Uno se pregunta si también los han concebido ellas solas!

– Finalmente, aunque es difícil calcular el número con precisión, aumenta otro tipo de familia, especialmente en los países con divorcialidad elevada: son las llamadas familias «recompuestas», formadas por personas que antes pertenecían a otra familia que se desintegró, por ejemplo, a causa del divorcio.

El mito de la familia occidental

Aunque estas evoluciones son innegables, conviene no dejar de tener en cuenta el conjunto de las causas, incluida la diferencia de esperanza de vida entre los sexos, y corregir un argumento frecuentemente expuesto: diversos autores han construido una especie de mito de la familia occidental según el cual la regla había sido la familia extensa. Apoyándose, de forma implícita o explícita, sobre este mito, algunos ven en la reducción del tamaño medio de los hogares privados una «nuclearización», es decir, el desarrollo de hogares formados por una familia conyugal, a menudo llamada «familia nuclear».

Pero muchos historiadores, de Peter Laslett a Emmanuel Leroy-Ladurie, han mostrado que la familia conyugal es muy antigua. Este modo de vida ha sido siempre dominante en el curso de la historia.

Más en general, numerosos comentarios presentan la evolución de la familia en Europa como una revolución, porque confrontan los datos del momento con un modelo teórico que nunca ha correspondido con la realidad, más compleja: ese modelo es lo que Martine Segalen llama «el mito de la familia occidental». De hecho, la sociología de la familia, a partir de datos fundamentales, como la complementariedad del hombre y de la mujer y la solidaridad entre las generaciones, siempre ha mostrado una gran diversidad según las culturas. La Europa de fines del siglo XX está en la misma situación. Presenta a la vez una gran variedad de realidades familiares, que se pueden medir, por ejemplo, por los índices de nupcialidad, de fecundidad, de divorcialidad…, y evoluciones que no son revoluciones.

No ha habido revolución

De hecho, hay dos maneras de comprender la sociología de la familia en Europa. La primera consiste en examinar en bruto los datos estadísticos y contentarse con una visión puramente matemática. En tal caso, uno se limita a deducir conclusiones cualitativas a partir de saldos positivos o negativos. La familia parece, así, completamente trastornada:

– Si uno se fija en los saldos negativos: menos matrimonios, menos nacimientos, menos nacimientos legítimos, menos familias numerosas, menos niños procreados en la juventud.

– Si uno se fija en los saldos positivos: más concubinato, más divorcios, más nacimientos extramatrimoniales, más hogares unipersonales, más hogares monoparentales, más familias recompuestas.

Pero las cifras que miden la evolución no tienen interés a no ser que ayuden a comprender lo que ocurre, y necesitan el complemento de encuestas más cualitativas que las estadísticas brutas de la demografía cuantitativa en las que se detienen, muchas veces sin motivo, los que toman las decisiones. Dicho de otro modo: más allá de la familia vista desde fuera, conocida por los datos demográficos, hay que analizar la familia por dentro.

Sigue siendo fuerte el deseo de tener familia e hijos, pero está condicionado por constricciones económicas, políticas inadecuadas, ideologías malthusianas y dudas. La preocupación por ser uno mismo lleva a no querer reconocer lo que el otro supone para uno y a vacilar ante el compromiso o rehusar el esfuerzo que permitiría impedir la ruptura de un compromiso anterior. En segundo lugar, un ambiente que privilegia el presente es un freno al hijo, que representa el futuro. En fin, la dificultad contemporánea de confrontarse con el otro lleva a un relativo desarrollo de las relaciones homosexuales, que algunos pretenden que se consideren perfectamente normales, cuando no son más que una parodia de las relaciones entre hombre y mujer.

El ideal no cambia

Pese a estos tres movimientos que sacuden a la familia, las encuestas y sondeos, tanto entre los adultos como entre los jóvenes, muestran una fidelidad sin falla a la idea de familia, entendida como unión que se espera duradera entre un hombre y una mujer, con vocación de acoger al hijo o a los hijos. Pero, junto al ideal deseado, existen las realidades de la vida cotidiana, los modos de vida detectados por las estadísticas y que no son necesariamente resultado de opciones voluntarias. Sin embargo, aun teniendo en cuenta esas estadísticas, el ideal deseado sigue siendo mayoritario pese al ascenso de la divorcialidad.

En definitiva, la sociología de la familia en Europa se resume en tres palabras: evolución, diversidad y unidad.

– Evolución en primer lugar, con tendencias bastante semejantes en las cifras vertidas por las estadísticas demográficas: tendencia a la disminución de las familias numerosas y vacilaciones ante el compromiso de casarse.

– Diversidad, pues las tasas de nupcialidad, de nacimientos extramatrimoniales y de divorcio son muy distintas de un país a otro. Y habría que afinar aún más el análisis, porque dentro de cada país existe una sociología de la familia que a menudo difiere de una región a otra o según el origen de los grupos estudiados.

– Unidad en fin, pues haría falta acabar con el mito de la pluralidad de modelos familiares. Este mito es resultado de un doble error de análisis: por una parte, creer que la vida privada está sistemáticamente ordenada a una cierta época, según un esquema ne varietur; por otra, confundir la existencia de vidas privadas distintas con una pluralidad de intenciones familiares, cuando en realidad nuestra época sigue estando marcada por la persistencia de una aspiración fundamental a la familia. Aunque esta aspiración ha encontrado dificultades para abrirse camino y realizarse en un ambiente político, mediático y psicológico desfavorable.

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