No me gustas y te insulto (en grupo)

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Lo de insultar al prójimo es tan viejo como el mundo. Pero se suponía que la escolarización universal, la convivencia democrática y otros factores civilizadores habrían hecho disminuir el fenómeno. Pues no. En algunas manifestaciones se llama al contrario ¡asesino! con la mayor facilidad. Al Príncipe le gritaron el otro día en la Universidad Autónoma. A un torero le mentaron de mala manera a su madre, ya muerta. Por no hablar de lo que se ha dicho en algunas concentraciones de presuntos indignados y reales energúmenos.

Así, por las buenas. No nos gustas: ¡ladrón, criminal, corrupto…! Lo único que no se puede decir es maricón, para no caer en pecado de homofobia. Ya es algo, por algo se empieza…

Cualquiera de nosotros tiene quizá gente, privada o pública, a la que literalmente “no puede ver”. A mí me pasa con unos pocos políticos, actores y directores de cine. Pero no se me ocurre insultarles, ni siquiera mentalmente. Me dan alergia, me molesta que sigan viviendo en el paripé protegidos por una prensa papanatas. Pero no les deseo mal alguno. Cuando aparecen en la tele, cambio de canal. No los puedo ver y no los veo.

Pero ahora parece que el insulto es casi obligado. Eso sí, y aquí está la raíz del problema: cuando se está arropado por un grupo y no digamos cuando hay ya una masa. Es el viejo vicio del anonimato de la cobardía. No se da la cara.

¿Y a eso se puede llamar indignación, crítica social? Eso no es más que movimientos de cobardes.

Hablando de esto con un joven activista, me replicaba:

— Es que somos el pueblo.

— Y los insultados, ¿no lo son?

No me dejó seguir, pero le hubiera dicho que nadie es “el pueblo” (entero). Cada persona sólo es ella misma. Y, si no es cobarde, incluso cuando insulta lo hace en nombre propio, no en medio de una masa de borregos de lo alternativo.

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