La escurridiza felicidad de las mujeres

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En las últimas décadas, el progreso de las mujeres en Occidente ha sido enorme. Aunque no todo es perfecto, se han ganado batallas importantes por la igualdad de oportunidades en la educación, la incorporación al mundo laboral y muchas otras libertades. Ahora bien, este giro no está exento de contradicciones. Un estudio reciente revela que los nuevos logros no han hecho que las mujeres se sientan más felices. Las autoras del estudio “The Paradox of Declinig Female Happiness” son dos economistas de la Wharton School (University of Pennsylvania), Betsey Stevenson y Justin Wolfers.

Para medir el grado de felicidad de las mujeres, Stevenson y Wolfers han recurrido a numerosas encuestas realizadas en Estados Unidos y en Europa. Entre las más citadas están la General Social Survey y el Eurobarómetro. Todas, cada una a su modo, plantean el problema con preguntas directas: “¿Se considera usted muy satisfecha, ligeramente satisfecha, algo descontenta o muy descontenta… con su trabajo, su familia, su situación financiera, etc.?”

El estudio no pretende explicar cuáles son las causas que han provocado el descenso de la satisfacción de las mujeres americanas y europeas. Únicamente se limita a analizar una serie de datos para mostrar una desconcertante paradoja: la felicidad de las mujeres ha descendido en los últimos 35 años, precisamente en un período en el que han mejorado indudablemente su educación, sus ingresos, su situación profesional y social. Esas mejoras son datos objetivos, pero la satisfacción que procuran entra en el reino de la subjetividad y depende también de las expectativas que iban asociadas a esas metas.

En los años 60, las mujeres americanas se consideraban, como media, más felices que los hombres. Hoy, la satisfacción de los hombres ha crecido y supera a la de las mujeres. Por otra parte, el mayor descontento femenino traspasa las divisiones de clase y raza.

Este descenso general de la satisfacción de las mujeres admite interpretaciones ideológicas diversas. Así lo ha hecho notar el columnista Ross Douthat en el New York Times (27-05-2009). A su juicio, las progresistas verán en este estudio la confirmación de sus tesis: que la revolución feminista ha topado de lleno con un “techo de cristal”. Por su parte, los conservadores harán hincapié en el fracaso que ha supuesto el movimiento feminista radical.

Ciertamente, dice Douthat, el estudio admite ambas lecturas. Pero, por lo menos, progresistas y conservadoras podrían estar de acuerdo en dos cosas: una, que es preciso esforzarse para que sea más fácil conciliar el trabajo y la atención a la familia, lo cual es fuente de frustración para muchas mujeres; y otra, que el declive de la familia con padre y madre reduce la satisfacción vital de las mujeres que se ven obligadas a educar a sus hijos en solitario.

Para resolver estos problemas, Douthat propone que progresistas y conservadoras promuevan juntas políticas de apoyo a la maternidad. “Puede que no compartan los fines, pero deberían compartir los resultados: un país donde sea más fácil conciliar familia y trabajo, con independencia de hacia qué lado pienses que debe inclinarse la balanza”.

El segundo problema es más difícil de resolver. Pero, a su juicio, no hay ninguna razón seria para que ambos grupos de mujeres no aúnen esfuerzos -como ya hicieron en la batalla contra la pornografía durante los ochenta- para apoyar una revolución social que desincentive la sexualidad irresponsable de algunos hombres.

Más solas

El estudio de Stevenson y Wolfers ha despertado el interés de algunos analistas americanos. En ChristianityToday.com (4-06-2009), la socióloga Lisa Graham McMinn considera que el descenso de la felicidad de las mujeres está relacionado con las expectativas -de signo individualista- que ha ayudado a crear el movimiento feminista contemporáneo.

“Compramos la creencia de que merecíamos una vida fácil y feliz, y ejercimos el derecho a ser todo lo que quisiéramos con tal de sentirnos realizadas. Incluso aunque eso nos llevara a romper compromisos, a dejar relaciones y a apartarnos de la fe en que crecimos. Este enfoque individualista no nos hizo felices, sino que nos dejó más solas”.

Frente a este modo de pensar, McMinn propone un modelo de realización personal centrado en la ayuda a los demás. “Coincido con los pensadores de la Ilustración en que había que liberar a todos los miembros de la sociedad para que pudieran desarrollar sus posibilidades. Y coincido con el movimiento feminista en que esto debía incluir a las mujeres”.

“Pero el individualismo sólo redime cuando se admite que el deseo de realización personal va unido a la idea hacer algo bueno por los demás. De manera que yo me ocupo de mí misma, me formo y persigo mis propios objetivos no en primer lugar para ser más feliz, sino porque pertenezco a un mundo que necesita que dé lo mejor de mí misma. Y cuando contribuyo al bien de los demás, entonces encuentro la felicidad”.

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