El precio de actuar en conciencia

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Ignacio Sotelo, catedrático de sociología, escribe en El País (Madrid, 21-X-97) sobre la dignidad que muestran quienes se atreven a nadar contra la corriente, obedeciendo a su conciencia.

(…) Mirando hacia atrás con la óptica de la historia, a nadie se le oculta lo mucho que debemos a los que se atrevieron a actuar según el veredicto de su conciencia, dispuestos a pagar el precio que se exige cuando ésta se opone a los intereses dominantes. Se dirá que la ejemplaridad bien está en los libros de moral o de historia, pero resulta insoportable cuando se detecta a nuestro alrededor en cuestiones triviales de la vida diaria. Quién aguantaría a gentes tan pretenciosas que, apelando a principios abstractos de justicia o de hombría de bien, anteponen su conciencia al provecho del grupo social al que pertenecen. El profesor que no vota al candidato que impone el departamento, o que no está dispuesto a hacer prevalecer las recomendaciones que vienen de arriba; el afiliado que protesta por los desmanes de su partido, al que se le aísla como a un apestado, aunque años después todos compartan sus críticas y nadie se acuerde del que las denunció primero; el columnista que marca distancia con la línea de su periódico, sin instrumentarlo para un cambio de empresa; el juez que desde una idea inquebrantable de la justicia se enfrenta al Estado y luego al espíritu de cuerpo de sus colegas, son ejemplos que hemos vivido de cerca y que, lejos de levantar nuestra admiración, tendemos a interpretar de manera tan mezquina como malévola.

(…) Saltan chispas en cuanto la conciencia individual tropieza con los usos y normas de los grupos en cuestión, y se produce una inevitable explosión si nos empeñamos en seguir los imperativos que dicte la conciencia.

Con las instituciones democráticas nos protegemos bastante bien del poder arbitrario del Estado, pero nos hallamos por completo a la intemperie ante la presión social que nos impone opiniones y comportamientos de los que disentimos. Tanto es así que, como bien puso de relieve John Stuart Mill, estamos mucho mejor protegidos contra el despotismo político que contra el social, ya que no sólo carecemos de instrumentos jurídicos de defensa -en un Estado de derecho es más fácil dar cara a las agresiones del Estado que a las que provengan de los distintos grupos sociales-, sino que incluso muchos ni siquiera los echan de menos.

(…) A estas alturas no cabe la menor duda de que el poder social con mayor capacidad de cercenar la libertad individual se encuentra en el ámbito económico, en las grandes sociedades que controlan la producción y distribución de bienes y opiniones.

El verdadero peligro consiste en que el ciudadano quede por completo absorbido por el consumidor. Consumimos mercancías de toda clase, pero también imágenes, ideas, opiniones, un nuevo campo que ha saltado al mercado con la revolución de las comunicaciones, concentrando las mejores expectativas de ganancia, a la vez que las de mayor incidencia social. (…)

No se me oculta que en esta apelación a la dignidad hallamos gentes de muy distinto pelaje -también querellantes, resentidos o sencillamente imbéciles- que producen sin cesar conflictos innecesarios, pero pienso con Mill que una sociedad no puede avanzar sin el empuje que proviene de estos individuos que, a menudo nadando contra corriente, se sienten impelidos a hacer lo que creen necesario. Cabe mantener un gramo de esperanza mientras en cada uno de los ámbitos sociales -la política, la administración, el mundo empresarial, la investigación, la enseñanza- no falten unos cuantos individuos, fieles a la alta idea que se hacen de sí mismos, que les obliga a un comportamiento estricto, sin que consideraciones personales o intereses del cuerpo o grupo social al que pertenecen influyan en sus determinaciones. (…)

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