Pablo Sánchez Bergasa (Pamplona, 1993) recibirá el Premio Princesa de Girona Social 2025 el 23 de julio por un proyecto con impacto en países de cuatro continentes. Se trata de unas incubadoras de bajo coste, plegables y fácilmente transportables, que están sacando adelante a bebés prematuros en lugares en los que no hay acceso a esta tecnología: hospitales de bajos recursos en África y Latinoamérica, zonas en guerra como Ucrania… Incluso algunos sherpas en Nepal han conseguido transportarlas a pueblos de difícil acceso a través de las montañas.
Se calcula que un millón y medio de niños mueren al año por falta de incubadoras. El sueño de Pablo es suplir esa carencia. “Hasta la fecha –explica a Aceprensa– el proyecto In3ator ha instalado 220 incubadoras en 30 países, logrando salvar la vida de miles de recién nacidos prematuros en situación de vulnerabilidad. Con un coste de solo 350 € en materiales, estas incubadoras suponen una alternativa real frente al precio prohibitivo de 35.000 € de las incubadoras comerciales”. Su ONG, Medicina Abierta al Mundo, se encarga del diseño técnico; los alumnos de Formación Profesional de los Salesianos fabrican las piezas y la ONG Ayuda Contenedores las transporta a su destino.
Sin embargo, a este joven ingeniero no le han faltado motivos para tirar la toalla. “Me preguntan mucho por lo técnico o lo social, pero no tanto por lo humano –confiesa–. A veces lo más duro no es el diseño o la logística, sino las historias que no llegan a final feliz. También hay frustración, impotencia. Pero, incluso en esos momentos, el amor por cada bebé que lucha por su vida te recuerda por qué vale la pena seguir”.
―Acabas de volver de viaje, ¿has estado llevando incubadoras a otros países?
Sí, he estado en varios hospitales de África. Aunque a menudo el envío lo realizan nuestros aliados logísticos, me gusta viajar para conocer a los equipos locales, escuchar sus retos y asegurarme de que cada incubadora se adapta al contexto específico. Hay estadísticas de que el 70% de los equipos médicos que se donan no se usan. Es super frustrante encontrar aparatos médicos carísimos abandonados en el pasillo. Por eso ponemos internet en las incubadoras y así podemos estar con los médicos de la mano, sobre todo al principio.
―Cuando anunciaron que ganabas el Premio, dijiste que un joven vale por todo lo que puede soñar. ¿Qué cualidades se necesitan para soñar en grande?
Para mí ha sido muy importante tener referentes: en el colegio, en la universidad, en la vida. Ese soñar es querer ser como esos referentes. Al final, la persona es cerebro, corazón y manos: tenemos una formación, un corazón para hacer cosas buenas y manos para ejecutar. Si solamente tienes mente, eres un erudito pero no sirves para nada. Si solo tienes corazón, son solo buenas intenciones. Y si solo tienes manos, no tienes rumbo porque no sabes muy bien qué hacer.
“Si yo echaba la mirada a otro lado, la realidad iba a seguir siendo la misma. Ocho años después, han sido miles de vidas salvadas”
―Vemos que las pantallas chupan la energía a los jóvenes… ¿Qué dirías a el que quiere salir de ahí y comprometerse con el mundo que le rodea?
Yo también estuve atrapado en ese mundo: pasé años enganchado a los videojuegos. Empezó como algo en mi tiempo libre o con amigos. El problema llega cuando empieza a invadir otras partes de tu vida. Poco a poco te va quitando libertad. Acabó conquistando incluso mi descanso. Esperaba a que mis padres se fueran a dormir y encendía el ordenador y podía jugar hasta las dos o las tres de la mañana.
―¿Cómo saliste de ahí?
Hubo un momento en el que toqué fondo, incluso llamé a Jugadores Anónimos. Eran las 8 de la tarde y ya no atendían llamadas de teléfono. Me sentía super avergonzado. Me acuerdo que fui a mi parroquia y pedí un milagro. Yo me imaginaba que de repente desaparece todo tu sufrimiento, toda tu adicción. Fue curioso cómo la solución de esa adicción fue una afición. A las dos semanas empezó el curso y tenía una asignatura de electrónica. El profesor transmitía esa belleza por aprender, por la tecnología, y a mí me enamoró. Poco a poco empecé a comprarme cosas de electrónica para ir jugando y aprendiendo. Al final, sin darme cuenta, había sustituído todo el tiempo que pasaba jugando a videojuegos con la electrónica: algo que alimentaba mis manos y mi mente. Siempre tuve la intuición de que eso me iba a servir para algo.
―¿Hay algún episodio de tu vida que te predispusiera a lanzarte a un proyecto así?
Un día, jugando en el parque, yo tenía seis años más o menos, me di un golpe en la cabeza, me eché las manos y las veía llenas de sangre. Estaba yo solo en el parque. Empecé a llorar y a pedir ayuda. Apareció una pareja y pasó a mi lado. Me acuerdo que yo les enseñé las manos y, no sé qué les pasó, pero echaron la mirada a otro lado y siguieron. Mi hermano me acabó escuchando y me llevaron al hospital. Pero se me quedó esa espinita: cómo puedes omitir algo tan inocente, tan necesario, tan urgente. Veinte años después, estaba trabajando en Madrid y me enteré de un equipo de gente voluntaria que estaba haciendo una incubadora de bajo coste. Justo cuando yo me animé a ayudar, el equipo se disolvió y me acabé quedando solo. Yo no sabía hacer incubadoras, pero me sentí como aquella pareja. Ahora era yo el que veía algo que era inocente, urgente. Si yo echaba la mirada a otro lado, la realidad iba a seguir siendo la misma. Ocho años después, hemos entregado 220 incubadoras y han sido miles de vidas salvadas.
―Tendrás muchas historias… ¿Alguna que quieras compartir?
Nunca olvidaré a un bebé de 500 gramos en Camerún. Para que te hagas una idea, hay hospitales que descartan a los bebés por debajo de un kilo. A este le habían puesto una sábana por encima e iban a dejar que se muriese. Justo llegó la incubadora, la primera de todas las que habíamos hecho, y una enfermera decidió darle una oportunidad. El bebé sobrevivió. Un año después fui allí y la madre me lo puso en brazos. Me miró y me dijo: “¿Cómo es que no tienes hijos? ¡Es lo mejor de la vida!”.
―Sin embargo, antes de ver esos frutos estuviste tres años enteros trabajando en el proyecto…
Sí, personalmente fueron años muy complicados. Estaba trabajando en Madrid y contaba con un grupo de amigos de toda la vida. Pero, por diversas circunstancias, tuve que separarme de ellos durante un tiempo indefinido. Aquellos fines de semana que, con 25 o 26 años, solía dedicar al ocio, se convirtieron en días de soledad. De forma natural, empecé a volcarme en este proyecto. Invertía todo mi tiempo libre, que terminó siendo mucho más del que imaginaba, sin tener la certeza de que esto saldría adelante. Fueron dos o tres años muy intensos.
―Supongo que el apoyo de tu familia y amigos es muy importante. ¿Quién ha sido incondicional?
Mi familia ha sido mi columna vertebral, especialmente mis padres y mis hermanos. También amigos que han creído en el proyecto desde el principio, incluso cuando parecía una locura. Sin ellos, yo no estaría aquí. Este Premio también es suyo.
―En tu discurso agradeciste «a Dios, por ser un Dios de vida». ¿Qué papel juega la fe en tu aventura?
Mi fe no es algo decorativo, es motor. En los momentos de agotamiento o duda, he sentido una llamada interior que me recuerda que no estoy solo, que hay un propósito más allá del reconocimiento o los resultados. Es la certeza de que cada vida cuenta, y que vale la pena dejarse la piel por ella. Así como yo animo a soñar, a mí me parece que es muy bonito descubrir cómo te sueña Dios. Él te quiere como eres, pero te sueña mejor. Eso ha sido un motor que ha empujado mi vida de forma continua.
“Sueño con multiplicar por 100 el impacto. Eso significa llegar a 20.000 incubadoras en funcionamiento”
―Has decidido dejar tu trabajo y dedicarte a tiempo completo al proyecto. ¿Ha sido a raíz del Premio o era algo que tenías ya en mente?
Durante años compaginé esto con mi trabajo, pero llegó un punto en el que entendí que, si quería escalar el impacto, debía apostar el 100%. Es algo que tenía ahí de fondo, pero no veía la forma. Para mí el 2024 fue el año de los “nos”, del rechazo total. Habíamos pedido una ayuda a Europa de cinco millones de euros para tener la financiación y poder dedicarme a esto. Llegamos a la final, tenía toda la ilusión y, de repente, nos dicen que no. Entonces, cuando me dieron el Premio [Princesa de Girona] sentí que era el momento de dejarlo todo y me abandoné a la providencia. Dejé atrás una carrera profesional cómoda, pero lo que he ganado en sentido y propósito no tiene comparación. A día de hoy no tengo salario, pero tengo la certeza de que, de alguna forma, las cosas saldrán.
―¿Cuáles son tus objetivos –más bien diría tus sueños– de aquí a los próximos 10 años?
Multiplicar por 100 el impacto. Eso significa llegar a 20.000 incubadoras en funcionamiento, formar equipos locales, integrar telemedicina y adaptar el dispositivo a cada cultura y necesidad. Y, sobre todo, seguir inspirando a jóvenes para que descubran que también ellos pueden cambiar el mundo.
Puedes conocer más sobre el proyecto y cómo ayudar aquí.