Cuando en febrero del pasado año las autoridades de salud de Mississippi, EE.UU., pusieron la lupa sobre tres laboratorios encargados de garantizar la seguridad de productos de cannabis medicinal comercializados en el estado, tuvieron que terminar prescindiendo de los servicios de uno de ellos, que estaba pasando por “buena” y “segura” cuanta sustancia cannábica le pedían evaluar.
Un medio local reportó que el Gobierno del estado le había revocado la licencia a Rapid Analytics –que así se llama la empresa–, una vez comprobado que estaba incurriendo en “desviaciones significativas de los estándares regulatorios y de los procedimientos aprobados”. Todo, luego de que otro laboratorio examinara lo que previamente había pasado por las manos de Rapid Analytics, y detectara toxinas peligrosas para la salud humana.
“Las pruebas de cannabis medicinal son fundamentales para garantizar la seguridad del producto para los pacientes, y el incumplimiento de Rapid Analytics de parte de las normativas representa una amenaza para la salud y el bienestar públicos”, comunicó el Departamento de Salud. Detalle de interés: el laboratorio ahora descartado corría a cargo de examinar el 70% del cannabis medicinal comercializado en el territorio.
El problema, sin embargo, trasciende los límites del estado sureño. Una investigación del New York Times revelaba en días pasados que en el estado de Nueva York, donde se han expedido licencias a una docena de laboratorios para que certifiquen –en los productos derivados del cannabis– tanto la potencia real del THC (el componente psicoativo) como la ausencia de contaminantes riesgosos, para así proteger al consumidor, varias pruebas comisionadas por el diario a otros laboratorios hallaron que algunos productos etiquetados como “seguros” estaban contaminados por aditivos peligrosos, pesticidas y hongos tóxicos. Esto, además de que la concentración de THC anunciada en el paquete no se correspondía con la real.
¿Qué estaba ocurriendo? Lo de casi siempre: las prisas que los productores le ponen al proceso para llevar la mayor cantidad de sus productos a los estantes y así no perder clientes. Según el diario, “a medida que las empresas de marihuana se apresuran a capturar mayores porciones del mercado de Nueva York, hay crecientes indicios de que no siempre se puede confiar en estas pruebas, lo que potencialmente pone en peligro la salud de los consumidores, según afirman trabajadores de laboratorios, académicos y otros expertos en la industria del cannabis”.
Algunos problemas comunes son el etiquetado inexacto acerca de los niveles de THC, la inadvertida contaminación con disolventes como el butano o propano y la presencia de bacterias y moho
En otros estados el panorama viene siendo parecido, a juzgar por lo que constató el equipo de investigación del Times: en Massachusetts, Michigan y Oregon varios laboratorios han quedado ya fuera de juego, mientras que New Jersey está investigando a los suyos.
Problemas, en toda la cadena
Un laboratorio estadounidense no relacionado con las polémicas anteriores, pero familiarizado con el tema (Arvida Labs) reconoce indirectamente que los controles a que debe someterse el cannabis comercializable funcionan un poco como en el Salvaje Oeste.
Según explica, cada laboratorio tiene sus protocolos de prueba particulares, según el estado que le haya emitido la licencia. La ausencia de estándares comunes –se emplean diferentes equipos de detección o distintos procedimientos de evaluación de las muestras– dificultaría, a criterio de Arvida, la comparación de resultados y la garantía de un buen control de calidad.
Las herramientas, a lo que se ve, son deficientes para gestionar varios problemas en la industria. Uno de ellos, la contaminación por pesticidas, cuando al agricultor “se le va la mano” en su aplicación y el laboratorio no detecta el exceso. Arvida menciona el caso de unas muestras de productos de cannabis analizadas en Maine: en un primer momento, teóricamente todas estaban impolutas y listas para la venta, hasta que un segundo laboratorio (Nova Analytic Labs) las reexaminó y detectó pesticidas en el 4% del cannabis de uso recreativo y en el 20% del medicinal.
Otros problemas comunes, referidos por la fuente, incluyen el etiquetado inexacto acerca de los niveles de THC –error que le dificulta al consumidor planificar las dosis para evitar pasarse–; la inadvertida contaminación con disolventes como el butano o propano, que si acaban en el producto final pueden originar afecciones respiratorias, y la presencia de bacterias y moho, causantes de infecciones o de reacciones alérgicas.
Y luego están los metales…
Un hiperacumulador natural (de nada bueno)
La revisión de los resultados de los laboratorios de Nueva York detectó, en derivados del cannabis, una concentración de metales pesados por encima de los niveles admisibles. Sucedió, por ejemplo, con vapeadores Lemon Loopz –producidos por la empresa Mfused–, en los cuales se hallaron unos altos niveles de arsénico, mientras que la concentración de THC no era tan alta como aparecía en el etiquetado.
Curiosamente, si en unos contaminantes hay que poner el ojo con mayor interés es precisamente en los metales pesados, básicamente porque el “material” –la propia planta de cannabis– ya viene con “fallas de origen”, toda vez que recoge en sí toda la toxicidad del suelo en derredor.
Es lo que se llama un hiperacumulador. En un informe sobre la capacidad de absorción de tres malezas silvestres (Girdhar et. al., 2014), los autores refieren que las plantas hiperacumuladoras pueden utilizarse para descontaminar el suelo de todos los derivados tóxicos de actividades como la fundición de metales, la depuración de estos y la huella que dejan las emisiones de los coches. El proceso se denomina fitorremediación, y plantas como la hierba mora, la roripa globosa y el cannabis pueden ser útiles en la captura de estas sustancias.
Un estudio encontró que los consumidores de cannabis tenían un 27% más de plomo y un 22% más de cadmio en la sangre
“Diferentes estudios realizados en C. sativa (nombre científico de la planta) proporcionan pistas acerca de que puede ser utilizada como un hiperacumulador para diferentes metales tóxicos como plomo, cadmio, magnesio, cobre, cromo y cobalto, que representan un gran riesgo para el sistema ecológico”, apunta el texto.
La capacidad de absorción del cannabis es tal que sus plantas “tienen el potencial de convertir terrenos baldíos en tierras cultivadas”, especialmente las áreas contaminadas con plomo, cobre, zinc y cadmio. Muestra de hasta dónde puede explotarse esta propiedad es que, desde finales de los años 90, se ha sembrado la especie en las tierras agrícolas afectadas por el desastre nuclear de Chernóbil en 1986. Se ha hecho igualmente en áreas rurales cercanas a una gran fábrica de acero en Tarento, en el sur de Italia, para limpiar el suelo de dioxinas. Que la tasa de cáncer de pulmón en la zona sea un 30% superior a la nacional es un indicador de lo que esa industria ha estado liberando en el ambiente durante décadas, y, por otra parte, de lo que se espera que remedien los sembrados de cannabis.
“¿Una calada de cadmio? ¿Una de plomo?”
No hay que inferir, por supuesto, que los productores de cannabis buscan específicamente los suelos más tóxicos para cultivar y obtener allí su materia prima, pero la capacidad de absorción de la planta no se la quita nadie, y algo queda. Si, además, resulta que las pruebas a que se someten sus derivados no son particularmente exhaustivas…
La Dra. Tiffany Sanchez, profesora de Ciencias de la Salud Ambiental en la Universidad de Columbia y autora principal de un estudio sobre la presencia de metales pesados en los consumidores de cannabis, halló que estos tenían un 27% más de plomo en la sangre y un 21% más en la orina. En cuanto al cadmio, tenían niveles un 22% más altos en la sangre y un incremento del 18% en la orina.
“Tanto el cadmio como el plomo permanecen en el cuerpo durante bastante tiempo”, dice a CNN. “El cadmio se absorbe en el sistema renal y se filtra a través del riñón. Por lo tanto, el cadmio en la orina refleja la carga corporal total, es decir, la cantidad ingerida durante un largo período de exposición crónica”.
Ambos metales suelen tener efectos adversos en la salud humana. De una parte, el plomo presente en el organismo puede ser causa de problemas reproductivos, trastornos neurológicos, dolores musculares, problemas de concentración y memoria, mientras que, sobre la contaminación por cadmio, Genchi et al., 2020 subraya que incluso la exposición a niveles mínimos “puede provocar daños en los riñones, el hígado, el sistema esquelético y el cardiovascular, así como deterioro de la vista y la audición”. Ello, sin contar su clasificación –por parte de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer– de agente carcinógeno por inhalación. “Los principales mecanismos carcinógenos (de la sustancia) incluyen la inducción de procesos inflamatorios, estrés oxidativo, (…), daño al ADN, disminución de la capacidad de reparación del ADN, alteración de la expresión génica, proliferación celular y metilación aberrante (modificación anormal) del ADN”.
Lo garantizado es el caos
Al consumidor promedio, sin embargo, el concepto metilación aberrante no le suena de nada, y la contaminación con sustancias tóxicas no le salta a la vista en el producto ni le incomoda en el paladar ni al aspirar. Por eso, según un sondeo de Gallup, el número de consumidores adultos de marihuana en EE.UU. ha pasado del 7% al 15% entre 2013 y 2024, en la misma medida en que las autoridades de los estados han ido legalizando, primero, el cannabis medicinal (40 estados), y posteriormente, el de uso recreativo (ya va por 24).
Sea que la legalización gane terreno, ello no impide de todos modos que impere cierto caos en los mecanismos de supervisión que deberían garantizar la fiabilidad respecto a los productos. Maxwell Leung, profesor asistente de la Universidad Estatal de Arizona, estudió tres años atrás las regulaciones locales y halló que había más de 600 contaminantes regulados en unos 30 estados con cannabis legal, pero no eran los mismos.
“En cada jurisdicción solo hay entre 60 y 120 contaminantes regulados”, dijo a NPR (la radio pública). Ello implica que, si el laboratorio de un estado A realiza pruebas para detectar un contaminante presente en su listado y lo encuentra, el producto sale de circulación, pero en el vecino estado B, donde no aparece en la “lista negra”, el laboratorio respectivo ni siquiera intenta averiguar si ese elemento está presente en un porro o en un brownie “legal”.
¿Cómo minimizar esta posibilidad? No pocos opinan que una legalización a nivel nacional facilitaría mucho las cosas, al establecer estándares de supervisión únicos. La pregunta sería cómo lo haría, cuando de todos modos, a nivel de estados, los laboratorios no han sido capaces, por prisa, por descuido o por interés, de detener tanto producto tóxico (legal, eso sí) en su viaje a los estantes.