¿Dónde está el pensamiento crítico?

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Entre la retórica antigua y el dominio real del dinero
El siglo XX se desarrolló bajo el signo de la crítica a casi todo lo anterior. En filosofía, en arte, en religión, con la ciencia como vanguardia. Pero ese pensamiento crítico está hoy ausente de una cultura en la que domina el conformismo del disfrute individual, que, alimentado por el «marketing», tiene un motor principal: el dinero. Con una metáfora tomada de la mineralogía, podemos decir que se trata de una nueva «cristalización social».

Para entender todo esto de forma gráfica, imaginemos el fenómeno de la cristalización como un escenario, resultado a su vez de la superposición de una serie de telones, como ocurre con tanta frecuencia en el teatro. El telón del último fondo es la naturaleza no humana, relativamente constante pero, como se sabe, también cambiante, sobre todo por intervención humana. Es el paisaje general, con la flora y con la fauna.

Telones visibles e invisibles

Después, vendría, precisamente, el telón que recoge la transformación de esa naturaleza por el hombre, las creaciones culturales como lo son los asentamientos de población, desde las grandes ciudades hasta los pueblos.

Este segundo telón cambia por las características de la población (por ejemplo, más o menos población joven, más o menos envejecimiento, más o menos inmigración), y especialmente por los inventos y técnicas aplicadas a la vida humana, desde el automóvil a la televisión, desde el avión al teléfono móvil. Y, muy importante, por el arte.

El cine, que es la historia viva del siglo XX, nos permite tener a mano una amplia colección de esos telones-escenarios y sopesar cómo ha cambiado el paisaje urbano, el tipo de coche, el modo de vestir, la música, los bailes, tantas cosas. Lo que hasta el siglo XX hacían la literatura y la pintura, gracias a las cuales tenemos imágenes de escenarios del mundo con una antigüedad de más de treinta siglos (por ejemplo, el mundo homérico), desde finales del XIX lo hace el cine, verdadero testigo continuo de nuestro tiempo.

Sobre esos telones visibles hay que superponer otros dos, invisibles en sí mismos, pero visibles en sus consecuencias. El primero es la naturaleza humana, sus constantes, lo que en esencia permanece siempre igual: el amor, el odio, la capacidad de invención, el sentido del dolor, los vicios y las virtudes… En la Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides (siglo V a.C.), después de relatar una gran matanza en la guerra comenta: «Recayeron sobre las ciudades con motivo de las revueltas muchas y graves calamidades, como las que suceden y sucederán siempre, mientras la naturaleza humana siga siendo la misma, con violencia mayor o menor y cambiando de aspecto de acuerdo con las alteraciones que se presentan en cada circunstancia». Esas crueldades, matanzas, calamidades, se sabe, siguen sucediendo ahora mismo.

Cómo llegan los cambios sociales

Sobre ese primer telón invisible/visible, el último, cae el más cercano, el de la cristalización. Porque sucede que cada cierto tiempo la suma de todos esos telones da una nueva figura, como en un calidoscopio. Y la gente se adapta mayoritariamente a lo que resulta que hay que hacer, decir o pensar. Se ha dado una nueva cristalización.

La llegada de la nueva cristalización apenas se nota. Porque es un proceso que se desarrolla con lentitud. Sucede que un día se advierte que tal palabra ya no se usa, que aquella otra costumbre ya no lo es; que ha desaparecido un instrumento (o incluso un animal, como el burro) que parecía permanente. Que los modos de diversión son otros. Que los ideales que antes funcionaban ahora dejan indiferentes. Hasta que, pasado un tiempo, si se mira atrás y se han conocido otras cristalizaciones, se advierte que muchas cosas han cambiado.

El panorama social de una cristalización no es nunca unívoco, entre otras razones porque en esa misma consolidación social existen ya factores que mueven hacia el cambio. Pero una cosa es clara: en cualquier cristalización se da una mentalidad dominante, se engendran tabúes, prohibiciones, pensamientos «correctos», sambenitos sociales (por ejemplo, el que hay hoy sobre la virginidad), inquisiciones…

La cristalización crítica del siglo XX

En el siglo XX, sobre todo después de cada una de las grandes guerras, se consolidó una cristalización social que puede llamarse «crítica». Crítica, por ejemplo, del empirismo neopositivista a la metafísica; crítica de la religión en nombre de la ciencia; y crítica social general, basada en el vademécum que entonces estaba muy en boga: el marxista. Marx había hablado tanto de «las armas de la crítica» como de «la crítica de las armas». Las dos le parecían necesarias para echar abajo el viejo orden social que, por otra parte, se derrumbaría por sí mismo, por el poder de lo negativo, ínsito en la misma historia.

Las versiones más vulgares del marxismo, menos dialécticas y más voluntaristas, pusieron de moda la «conciencia social», la «concienciación», la crítica al consumismo y al mercantilismo, y, cómo no, al imperialismo. Cómo era esa cristalización puede verse aún hoy, con un atraso que lo hace interesante, en el populismo en el que se ha transformado el marxismo cubano y su discípulo venezolano. Claro está que, al darse en una cristalización global que ya no es crítica, esas posturas tienen que convivir con la mercantilización actual.

La conciencia crítica había estudiado de cerca los aciertos y los fallos de los modernos adelantos científicos y sus consecuencias técnicas. Hay toda una tradición en esto, que va desde Husserl a Heidegger y que se prolonga en la Escuela de Frankfurt con Adorno, Horkheimer y la continuación a su modo, hasta hoy mismo, de Habermas. La oposición a la consolidación actual, posmoderna, arranca de ese filón y todavía se ve en algún autor aislado. Para esa tradición el uso de la razón crítica era un precioso indicador de la igualdad de la naturaleza humana, de esa comunidad de comunicación que sigue defendiendo Habermas.

Es cierto que en la fraseología aún vigente, sobre todo en los medios, continúan usándose los términos y las expresiones del campo semántico de la cristalización crítica. Pero son fósiles que desentonan con el «aire» general de las publicaciones o de las emisoras, donde se advierte el dominio absoluto de la publicidad, que sí ha asumido todos los rasgos de la cristalización posmoderna.

Rasgos de la cristalización posmoderna

La cristalización actual o posmoderna conserva aún reflejos de la anterior, pero están huecos; se puede seguir hablando de igualdad, de justicia, incluso de conciencia social, pero la realidad va por otro lado. Si la época del pensamiento crítico era una época sociológica, la actual es una época psicológica, y, de una psicología individual, tendencialmente egoísta.

La principal preocupación es por la propia persona, por su estado de salud (de ahí las cruzadas contra el tabaco, el alcohol, la obesidad), por su buen cuerpo (auge de gimnasios, productos cosméticos, operaciones de cirugía estética), siendo bastante indiferente el estado del alma, como se ve por la casi nula promoción de virtudes.

Al parecer hay una nueva enfermedad, la «ortorexia», una especie de obsesión por la comida sana, por los alimentos biológicos, que incluye una morbosa fobia a lo que pueda contaminar, no ya la pureza del alma, sino la del organismo. Una especie de fanatismo alimentario que puede acabar en anemia.

Antes que la preocupación y la ocupación a favor de los demás, en la cristalización actual prima el disfrute personal, como se advierte en el auge de las dos principales fuentes de placer sensual: la del comer y beber y la del sexo, en cualquiera de sus variantes, todas justificadas en la medida en que producen satisfacción. A la fuerza de esa cristalización se debe, por ejemplo, la caída de los nacimientos, ya que los hijos son, por el mismo hecho de nacer, una llamada a la preocupación por los demás.

El triunfo de lo más tangible

Reducido el ámbito a lo sensorial, a lo tangible, a lo contante y sonante, no tiene nada de extraño que el dinero -cuya influencia es una constante de la Humanidad, desde la «sacra auri fames», el hambre sagrada de oro, de Virgilio, hasta el dinero como «prostituta universal», de Shakespeare o el «Poderoso caballero es Don Dinero», de Quevedo- haya redoblado su capacidad decisoria y definitoria.

Cuando, como es corriente en muchas encuestas, se pregunta a los jóvenes cuál es su ideal de vida y la respuesta más común es «forrarse» y contar con todos los caros «gadgets» de esta civilización, se está muy lejos de la cristalización crítica, cuando primaba la solidaridad o al menos el interés por la suerte del otro.

Se dirá que hoy existen, también -jóvenes o no- numerosos voluntarios, cuya principal virtud es la solidaridad. Es así, pero con estas matizaciones: son muchos pero una minoría y no representan el sentir general; además, no todos los «voluntarios» tienen esa conciencia social, porque con frecuencia su participación obedece más a una moda y se convierte en una experiencia efímera, muy distinta de la de voluntarios de por vida como son los misioneros; se puede añadir que su acción casi nunca es crítica respecto a la cristalización y que suelen depender de las instituciones financieras, que son la perla de la cristalización posmoderna; por último, hay que reconocer que entre las cristalizaciones no existe un férreo hiato y en la actual sobreviven elementos de la anterior.

Luz y lentejuelas

Un rasgo típico de la cristalización actual (aunque no en exclusiva) es la hipocresía. Ejemplos de esta hipocresía los hay por todas partes. Por ejemplo, parece mucho más grave fumar que abortar. Parece mucho más grave que un nieto de la reina Isabel de Inglaterra se disfrace de nazi que en un teatro se blasfeme contra Dios. Se combate el uso del alcohol, pero la gente se inicia en las borracheras -no en un uso moderado e inteligente- desde los trece o catorce años y se reivindica el botellón, que es la cancha de esas iniciaciones, como un derecho más del derecho general al placer.

La retórica sigue, en muchos casos, siendo antigua -justicia, solidaridad, igualdad-, pero la gramática real revela lo que de verdad interesa: la desigualdad que da el dinero, la fama frente a la masa, la elegancia, el glamour… No se busca tanto la belleza en sí, porque la belleza está unida de forma indisoluble a la verdad y al bien, sino el embellecedor, lo que da apariencia de belleza o simplemente de algo novedoso. No tanto la luz como la lentejuela.

Hay varios mundos

Esta lógica perversa, individualista (porque tú lo vales, como dice un estúpido eslogan de una marca de cosméticos) e insolidaria sólo puede darse en los países del mundo occidental, un ámbito que coincide con el de las naciones con mayor renta per cápita. Pero existen otros mundos, el de la pobreza por ejemplo, en el que todo eso suena a broma macabra.

Los occidentales solemos analizar lo que ocurre como si el análisis valiera, sin más, para el resto del género humano. Lo malo es que efectivamente vale en gran medida, pero como efecto perverso. Porque gracias a esa realidad técnica por la que el mundo es una comunidad de comunicación -pero no de bienes económicos ni de derechos reconocidos y garantizados-, los habitantes de los territorios del hambre y la pobreza conocen las bagatelas, las curiosidades, los bienes y abalorios de los países ricos y quieren participar en el festín. Es ésa una razón, entre otras, de la fuerza que está tomando la emigración y que irá a más en lo que queda de siglo.

La emigración soluciona, si acaso, algunos de los problemas de unos pocos, pero quedan millones de personas para los que el ocaso de la conciencia social, sustituida por el culto al yo, es sinónimo de continuación de la explotación y de la miseria. En Occidente, la izquierda de hace treinta y cuarenta años, a pesar de sus limitaciones, era al menos una espina que molestaba al egoísmo burgués, que siempre ha existido. La izquierda de hoy, al menos en gran parte, se ha aliado con ese egoísmo y sigue defendiendo la redistribución, pero del preservativo.

Sin religión

Desde hace más de un siglo se viene defendiendo que en Occidente (pero no se olvide que hay más mundos) una ola de secularización deja a la religión relegada, si acaso, al ámbito privado. Sea lo que sea de esa secularización en Occidente (porque, en el conjunto del mundo, el porcentaje de creyentes es más del 85%), resulta una buena aliada en la cristalización posmoderna.

En la cristalización anterior, la de la conciencia social crítica, se podían dar algunas alianzas, aunque no siempre del todo claras, entre marxistas y cristianos porque en los dos casos existía una pasión por la justicia, un interés en el otro. ¿Pero dónde está hoy, por ejemplo, la teología de la liberación, aun teniendo en cuenta que se trata de un fenómeno complejo y no todo analizable y valorable del mismo modo? También eso molesta a una conciencia inmediata que busca la satisfacción individual, el embellecedor, el «body cult», la llegada cuanto antes al ámbito de una prosperidad económica solipsista, porque tú lo vales.

El cristianismo queda entonces en una posición social muy difícil, porque tiene el viento en contra. Queda como casi el único que insiste en las exigencias de la justicia social, del destino universal de los bienes y de la obligación de la solidaridad. Pero se le puede desacreditar, cuando hace esto, porque, a la vez, no defiende, para abreviar (y aunque las frases resulten simplistas) la licitud del aborto, de la eutanasia, de la promiscuidad sexual, de la manipulación de embriones… Los fariseos de este tiempo acuñaron, por eso, para Juan Pablo II (pero lo mismo valdría para cualquier cristiano) lo de «progresista en lo social pero conservador en la moral».

Cuánto durará lo actual

En cada época, en cada cristalización, la mayoría tiende a pensar que ese estado de cosas es el natural, que ha sido siempre así y continuará siéndolo. Pero si se mira la historia en su conjunto es apodíctico que la cristalización nace, se hace hegemónica, se debilita y después muere. O, con más sencillez: los tiempos cambian porque, como decía, San Agustín, «no en vano son tiempos».

¿Cuánto durará aún la cristalización actual, posmoderna, mercantilista, individualista, amoral? Como es un fenómeno principalmente occidental los vectores del cambio son los que afectan ya hoy a Occidente: la presión de la emigración con lo que traerá consigo de cambios en la población, la presión de la fuerza mundial del islam, los resultados de la sustitución de virtudes por una moral de la satisfacción individual e inmediata, las vicisitudes de la economía y de las fuentes de energía, los efectos, a medio plazo, del cambio climático…

Pero es previsible que existan factores aun desconocidos y, de todos modos, en historia nada se puede adelantar, porque no hay leyes.

En cualquier cristalización siempre cabe la rebelión contra el tono dominante y contra sus rasgos característicos. Ése ha sido siempre, en todas las cristalizaciones, el trabajo de las minorías. En algunas de las cristalizaciones anteriores esas minorías representaban precisamente la fuerza revolucionaria, lo anticonvencional, la negativa a sumarse al carro de los filisteos. En la cristalización actual esas minorías tienen que denunciar, antes que nada, el uso hipócrita que el sistema establecido hace de la misma fraseología revolucionaria.

No pasa nada, para la vida singular por las personas, por no aceptar sin crítica la silenciosa tiranía de la cristalización dominante. Frente a cualquier cristalización se puede recurrir a las constantes humanas, y una de ellas es la aspiración a lo mejor. O por decirlo con unos versos de Schiller, «el mundo gusta de engrandecer lo efímero / y de arrojar al polvo lo que es grande. / Pero, no temas: existen aún hermosos corazones / que arden por lo alto y por lo noble».

Rafael Gómez Pérez

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