Ayudar y ser ayudados a cualquier edad

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El envejecimiento demográfico pone a prueba la solidaridad entre generaciones
Después de una época en que la alarma era la «explosión de la población», ahora en Occidente se ha puesto en primer plano el problema del envejecimiento demográfico. La prolongación de la esperanza de vida y la caída en picado de la natalidad darán origen a crecientes desequilibrios económicos y sociales, que amenazan la solidaridad entre generaciones. El filósofo Antonio Millán-Puelles coloca en este marco intergeneracional sus reflexiones sobre la vejez y lo que los ancianos deben dar y recibir de la sociedad. Las páginas aquí sintetizadas forman parte de una intervención más amplia sobre El problema del envejecimiento demográfico, presentada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas (1).

¿Por qué el envejecimiento demográfico es realmente un problema en la acepción según la cual se habla de los problemas como algo afectado por un cierto signo negativo?

En sí mismo, el aumento de la esperanza de vida, concurrente con el de la cantidad de los ancianos, no está afectado por ninguna clase de signo de índole negativa, antes bien, el signo que de suyo le con viene es indudablemente positivo. Y, sin embargo, ¿no tiene la vejez, en cuanto tal, un indeleble signo negativo? La cuestión aparece ya discutida en las primeras páginas del que quizá es el más célebre de todos los escritos de Platón, La República.

Una actitud personal

Sócrates encuentra muy envejecido a Céfalo, padre de Polemarco, que le ha invitado a pasar un rato en su casa. Céfalo confiesa a Sócrates que, conforme ha ido envejeciendo, su aprecio por los placeres sensoriales se ha agostado, mientras que cada vez se le ha hecho mayor el interés que siente por los placeres de la conversación. No es ese el caso, reconoce Céfalo, de la mayoría de sus amigos ya entrados en la vejez, los cuales se lamentan de la pérdida de los placeres sexuales, en los que ven el sumo bien del hombre. Frente a la opinión de esa mayoría, Céfalo comparte el sentir de quienes ven en la extinción de la violencia pasional de la juventud una liberación de la peor tiranía y, juntamente con ello, un poderoso guardián del sosiego y la paz del ánimo.

Pero la mayoría de los ancianos que te oyen, observa Sócrates, creen que tú soportas bien la vejez porque eres dueño de una gran fortuna, ya que, según se dice, las riquezas traen grandes consuelos.

La respuesta de Céfalo es que quienes opinan de ese modo tienen algo de razón, pero no tanta como ellos se imaginan, pues las riquezas no les endulzan el humor a los hombres insensatos.

Tomadas en su conjunto, las ideas que acerca de la vejez pone Platón en la boca de Céfalo pueden resumirse en estos tres puntos: 1) la situación económica del anciano es necesaria, pero no suficiente, para determinar la respectiva actitud ante la vejez; 2) en resolución, esa actitud es esencialmente íntima, personal; 3) el tratamiento platónico de la vejez no incluye la dimensión social, y más en concreto la intergeneracional de la vida de los ancianos. (…)

La carencia de la dimensión social, y especialmente intergeneracional, en el tratamiento que de la vejez hace Platón no se da fuera de él en la Antigüedad clásica, ni en la Edad Media tampoco, ante todo en el ámbito de la praxis política. Así lo prueban instituciones tales como el Consejo de Ancianos, o la Gerusía de Esparta y el Senado Romano, con atribuciones de muy grave responsabilidad y largo alcance (v.gr. las finanzas y la política exterior). Todo ello nos interesa aquí por el carácter intergeneracional del servicio que unas personas relevantes y de edad avanzada prestan institucionalmente a las demás, que en su mayor parte pertenecen a otras generaciones.

Compartir la experiencia vital

Mas también en el ámbito de la teoría política, no solo en el de la praxis, puede advertirse, descartado el pensamiento de Platón, el carácter intergeneracional, y el signo indudablemente positivo, de la concepción aristotélica de la prudencia. Esta virtud, según la entiende el Filósofo, incluye entre sus partes integrantes la experiencia vital lograda con el transcurso de los años, la cual no sólo aprovecha a quien la tiene, sino también a quien de él la recibe y que más necesitado está de ella por ser más corta su edad.

(…) Las razones que algunos psicólogos contemporáneos aducen para atribuir un signo negativo a la vejez se refieren a la vejez en general y, en cuanto tal, no a la determinada forma de vivirla que unos ancianos padecen y de la cual otros, en cambio, están libres. Esos psicólogos atribuyen a todos los ancianos, no más que por el puro y simple hecho de su misma vejez, una situación psíquica fundamentalmente dominada por el egoísmo y por el sentimiento de una irreprimible soledad. Lo arbitrario de este modo de concebir el carácter general de los ancianos es enteramente equiparable al abuso en que incurren quienes piensan que el egoísmo y la irreprimible soledad constituyen los rasgos fundamentales de la psicología juvenil.

A estos efectos me viene ahora a la memoria el título de una de las más conocidas novelas de Ernest Hemingway, El viejo y el mar. Difícilmente podré olvidar el repentino escalofrío que sentí al leer la frase inicial de la novela: «Érase una vez un viejo solo en su barca». Pero después el relato que así comienza, lejos de ser la crónica de los pesares y sinsabores de un viejo y solitario pescador, es la historia de la lealtad y la amistosa ayuda que el anciano recibe de un generoso muchacho, a las que aquél corresponde en la misma noble medida.

¿Aportan o solo reciben?

Ahora bien, si la razón del signo negativo del envejecimiento demográfico no es la propia vejez en sí, ni tampoco está en el solo aumento de la cantidad de los ancianos, será preciso preguntarse si la razón se encuentra en que los ancianos aportan tan poco al bienestar social que, en definitiva, son tan solo beneficiarios de lo que los otros miembros de la sociedad hacen por ellos.

Nos encontramos entonces con un planteamiento intergeneracional, para el cual la fórmula utilizada por S. Wisensale (Universidad de Connecticut) puede servirnos de esquema. «¿Contribuyen las personas de edad a la mejora de los niveles de vida, o solo se benefician de esa mejora?» (2).

(…) Veamos ahora cuatro de las más serias respuestas a esa misma pregunta, no como respuestas dirigidas al profesor Wisensale, sino solo como instaladas dentro del marco intergeneracional en el que éste pone la cuestión. Las tres primeras respuestas están hechas en forma de parábolas, pero su interpretación es bien sencilla.

1. En su novela El plazo fijo (The Fixed Period, 1882), Anthony Throlopp cuenta que en una isla imaginaria los habitantes que alcanzan los 67 años de edad son obligatoriamente internados en un colegio, denominado Necrópolis, donde han de dedicarse a hacer meditaciones pre-eutanásicas, tendentes a persuadirles de que su muerte viene justificada y exigida por la propia dignidad de ellos, al haberse convertido en una carga para los otros moradores de la isla. Una vez transcurrido el plazo fijo de un año, se procede a anestesiarlos con cloroformo y seguidamente a incinerarlos. Como quien dice: muerto el perro, se acabó la rabia.

Sin prueba de ningún género admite Throlopp, por una parte, la onerosidad de todos los ancianos para los que no lo son y, por otra parte, la incapacidad de todos aquellos para prestar algún servicio a estos. A la gratuidad de ambas suposiciones debe sumarse el error de tener por indigna la situación de quienes no están en condiciones de poder ser útiles a los demás. Ciertamente, no se encuentran en esa situación todos los hombres que han cumplido los 67 años de edad, pero los que están en ella no pierden la dignidad específica de la persona humana, un valor esencialmente intrínseco a todos los hombres y que, como tal, debe ser respetado en cualquier circunstancia. (Santo Tomás y Kant, tan divergentes en otros muchos puntos, coinciden en este por completo).

Regla de oro

2. Simone de Beauvoir relata en Vieillesse (1974) una elocuente parábola escenificada en una familia de campesinos donde el abuelo ha sido obligado a comer diariamente, sin los suyos, en un pesebre. Un buen día el nieto está manejando unos trozos de madera y, al verle en esta ocupación, su padre le pregunta: ¿qué estás haciendo? El chico le responde: Te estoy haciendo un pesebre para que comas en él cuando seas tan viejo como el abuelo.

Seguramente se haría violencia a la parábola si se pensara que el muchacho quiso darle a su padre una lección. Y desde luego el relato es tanto más aleccionador cuanto menos intencionada -más simplemente espontánea- sea la respuesta del nieto en su claro paralelismo con el comportamiento de su padre. La fábula culmina con el retorno del abuelo a la mesa común de la familia. La «lección», aun no siendo realmente intencionada, fue efectivamente aprovechada.

Yo la interpreto en el sentido de que, aunque el abuelo llegue de hecho a ser una auténtica carga, la familia debe mantenerse unida a él, pues él mismo no consiste en una carga. Y quienes le abandonen o releguen merecerán ser abandonados «cuando sean tan viejos como el abuelo».

¿Venganza o simple justicia? En cualquier caso, Simone de Beauvoir no lo decide: y, no obstante el ateísmo personal de la autora de Vieillesse, la moraleja de su fábula es una buena aplicación de la «regla de oro» establecida por Cristo: «Todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros hacedlo también vosotros con ellos» (Mt 7, 12).

Ayudar y ser ayudados

3. Harry Moody, en su Ethics in an Ageing Society (1992), introduce una fábula a la que después contrapone la de Simone de Beauvoir. La fábula de Moody habla de un pájaro hembra que vuela en busca de comida, llevando en la espalda a una cría suya, a la cual le pregunta: «¿Cuando seas vieja y débil como yo, me llevarás sobre tu espalda, como yo te llevo ahora?». La cría responde: «¡Oh, no, madre!, llevaré a mi propia cría, como ahora lo haces tú».

La enseñanza del apólogo de Moody, tal cual él mismo la expresa, es que correspondemos a la generosidad de nuestros predecesores siendo generosos con nuestros sucesores. Ahora bien, ¿es verdad que se corresponde así a lo que hicieron nuestros predecesores por nosotros? Moody deja abierta la cuestión. Mas es cosa bien clara que la respuesta de la cría del pájaro es injusta, porque no puede ser justo que, si dispone de los recursos precisos, A no preste su ayuda a un B que la necesita y que ayudó a A cuando éste, antes, la necesitó. Ciertamente, la carga puede ser entonces doble: por un lado, respecto de los predecesores y, por el otro lado, respecto de los sucesores; pero asimismo es cierto que responde objetivamente a una doble exigencia de la justicia.

4. Norman Daniels, perteneciente al círculo de J. Rawls, mantiene en varios escritos (3) que la justicia en la distribución de los recursos sociales exige un trato desigual en las distintas edades del hombre. «Da do que nuestras necesidades cambian en las distintas etapas de nuestra vida, queremos instituciones que respondan a estos cambios». Este principio debe respetarse dentro del ideal de una sociedad en la que todos sean ayudados y todos ayuden, según las posibilidades respectivas en cada situación.

En definitiva, Daniels trata de mantener un justo equilibrio entre las cargas, sobre la base de que una y la misma persona pueda tener acceso diferente a distintos recursos a través de las distintas etapas de su existencia.

Lo que los ancianos pueden dar

Puedo esquematizar mi propia posición en los puntos siguientes:

a) Solo hay una clase de personas humanas que no tienen deberes, sino sólo derechos. A esta clase pertenece todo nasciturus y todo niño de muy corta edad y, en lo referente a los deberes en materia económica, todo hombre que no posea la capacidad de cumplirlos (por carecer de los medios materiales necesarios o por alguna rémora o perturbación de índole psíquica).

b) Los miembros de los demás sectores sociales tienen mutuos derechos y deberes, además de las obligaciones que moralmente les afectan en relación con quienes pertenecen al grupo que solo tiene derechos.

c) Considerando el problema desde la perspectiva de la situación de los ancianos, se han de reconocer derechos y deberes. Los primeros se centran en el derecho a un decoroso nivel de vida material y espiritual. Lógicamente, ello plantea problemas económicos cuya solución, atendiendo a las concretas circunstancias, es competencia de los economistas y de los gobernantes (…) Este derecho tiene su razón más esencial en la dignidad de la persona humana, no en lo que los ancianos, cuando no lo eran, hubieran hecho en beneficio de su prole, lo cual les confiere, sin duda, un derecho sobreañadido al basado en la dignidad personal de todo hombre.

(…) Los deberes correspondientes a la personal dignidad humana de los ancianos se cifran en la ayuda que éstos puedan prestar, según sus capacidades y recursos, en tres ámbitos: el de la prudencia política, el de la actividad laboral habitualmente ejercida en su vida anterior y el de la familia.

La ayuda que los ancianos pueden prestar en el ámbito de la prudencia política es exclusivamente la de quienes han desempeñado cargos públicos en distintos niveles, incluido el municipal o local. (…)

En el ámbito de la actividad laboral habitualmente desempeñada en su vida anterior, los ancianos pueden, con su experiencia, resultar útiles a quienes ejercen esa misma actividad. Las innovaciones de las técnicas no hacen, por principio, inútiles las enseñanzas de los ancianos, en especial las de los más inteligentes y avisados. Dentro de las empresas, si los mejores servicios de las personas de avanzada edad son los que tienen que ver con el gobierno y la estrategia general de la producción y del comercio, entonces se ha de reconocer que, desde luego, no pueden ser muchas esas personas.

Es, por el contrario, muy abundante el número de los ancianos que pueden prestar una valiosa ayuda dentro del ámbito de la familia. En este espacio los servicios de los abuelos están siendo, en efecto, aprovechados y reconocidos con creciente frecuencia, y hasta con buenas muestras de agradecimiento, por un considerable número de padres. La expresión «servicio de calidad», utilizada para referirse al que en su propia familia pueden llevar a cabo los abuelos atendiendo a sus nietos, es un fidedigno testimonio de lo que acabo de decir.

Así lo atestigua Wisensale en el citado artículo: «En nuestras sociedades los abuelos prestan servicios especiales de cuidados de los niños, lo que permite a la generación de los padres ser económicamente productiva. Cuando la enfermedad u otra tragedia deja a los padres incapacitados para cuidar a los hijos, los abuelos (sobre todo, las abuelas) a menudo prestan el cuidado y apoyo multigeneracional esencial (…) Es importante señalar que en todas estas situaciones las personas de edad casi siempre están dispuestas a prestar ayuda, y sacrifican lo que pudiera ser mejor para ellos por el bien de la generación más joven» (4).

_________________________(1) Antonio Millán-Puelles, «El problema del envejecimiento demográfico. Perspectivas y dimensiones filosóficas», Papeles de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (mayo 1999).(2) S. Wisensale, «El envejecimiento de la población mundial: El inminente debate sobre la igualdad intergeneracional», en Boletín sobre el Envejecimiento, núms. 2 y 3, 1997, pág. 2.(3) Norman Daniels, Justice Between Age Groups (1983) y The Prudential Life Span Account Across Generations (1993).(4) S. Wisensale, op. cit., pág. 12.

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