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La guerra sin ideología

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La gira africana de George Bush ha atraído las cámaras de televisión a un continente que hasta ahora no ha figurado entre las prioridades de las potencias occidentales. La mayor parte del tiempo, África, escenario de los conflictos más cruentos del mundo, queda fuera de foco. Para entender esta catástrofe continuada, de la que el público no suele tener más que informaciones intermitentes, es útil leer libros como África, ¿por qué?, de Gerardo González Calvo, redactor jefe de la revista Mundo Negro (1). Seleccionamos algunas páginas de un capítulo sobre las guerras africanas, en especial la que tiene lugar en la región de los Grandes Lagos.

Los occidentales fuimos bombardeados, informativamente hablando, por los ataques de la OTAN a Kosovo con una minuciosidad rayana en la obscenidad. Día a día el mando de la Alianza Atlántica nos suministró datos, informes, desmentidos, disculpas, precisiones sobre los objetivos alcanzados… Y la prensa reprodujo con la misma intensidad gráficos, fotografías, comentarios, crónicas de corresponsales y entrevistas.

Censo de las guerras africanas

Qué contraste con lo que estaba sucediendo en África, el continente donde se libraban, en esos momentos, no una sino hasta 11 guerras, que conllevaban a su vez desplazados, refugiados y, desgraciadamente, muchas más muertes que en la antigua Yugoslavia. Antes incluso de que estallara el conflicto de Kosovo, había en África las siguientes guerras civiles: Sudán, Sierra Leona, Eritrea y Etiopía, Guinea-Bissau, Angola (donde, además del [ya concluido] enfrentamiento entre el ejército regular y los guerrilleros de Jonás Savimbi, existe una guerra de secesión en Cabinda), Somalia, República Democrática de Congo, en la que intervienen fuerzas extranjeras de Uganda, Ruanda, Burundi (contra el régimen de Kabila, presidente de Congo), Zimbabue, Namibia, Chad, Angola, Sudán y Libia (apoyando al régimen de Kabila).

Había, además, varias guerras llamadas de baja intensidad: en el Norte de Uganda, donde operan los guerrilleros del Ejército de Resistencia del Señor con el apoyo de Sudán, como réplica a la ayuda que ofrece el régimen ugandés a los guerrilleros sudaneses del SPLA (Ejército para la Liberación del Pueblo Sudanés); en Casamance, al sur de Senegal, donde persiste la guerrilla independentista del MFDC (Movimiento de las Fuerzas Democráticas de Casamance), cuyo líder es el sacerdote senegalés Augustin Diamacoune Senghor; en Ruanda y Burundi, donde los hutus están organizados en guerrillas; en Congo-Brazzaville, donde la Elf financió las milicias del general Denis Sassou-Nguesso para reponerlo en el poder en 1997, truncando las elecciones presidenciales y la democracia; en el Norte de Chad, donde persiste la guerrilla. Y, además, tensiones que derivan en enfrentamientos periódicos, como en la República Centroafricana, en el norte de Nigeria (de índole religiosa, azuzada por musulmanes fundamentalistas) y el sur de Nigeria (de índole político-económica, con persecución de los habitantes históricos del delta del Níger)…

De una u otra manera, hay en África casi una veintena de países implicados en guerras de alta o baja intensidad, que afectan a 180 millones de ciudadanos, con el agravante de que algunos de ellos (Sudán, Uganda, Ruanda y Burundi) luchan en varios frentes. Y decenas de miles de niños soldados menores de 18 años participan activamente en estas guerras africanas. Los países con más niños-soldados, además de Argelia, son Burundi, Congo-Brazzaville, Uganda, República Democrática de Congo, Ruanda, Sierra Leona y Sudán.

Saqueo en el Congo

En la República Democrática de Congo (el antiguo Zaire) se está librando la primera guerra panafricana, con participación directa de soldados de nueve países: Ruanda, Uganda y Burundi (al lado de los rebeldes); Zimbabue, Angola, Namibia, Chad, Libia y Sudán (al lado del Gobierno de Kinshasa). La guerra civil congoleña, que estalló el 2 de agosto de 1998, es por tanto una guerra mundial, en la que se juegan muchas cosas: la integridad territorial del país y la explotación de los recursos mineros. Y así lo advirtió el Financial Times de Londres, que el 14 de noviembre de 1998 aseguraba: «En el corazón del continente africano hay una red de intrigas tan compleja como la que hubo en Europa a principios del siglo XX».

En efecto, hay en esta guerra civil dos planos de actuación o dos pretextos: el expansionismo territorial no disimulado de Uganda y de Ruanda, y las ambiciones financieras, que giran en torno a los diamantes, el oro y otros minerales estratégicos. La República Democrática de Congo posee dos tercios de las reservas mundiales de cobalto, el 10 por ciento del cobre, el 33 por ciento de diamantes, así como inmensos yacimientos de manganeso, oro, uranio y petróleo.

Un puñado de personas sin escrúpulos se está enriqueciendo a marchas forzadas: son, por una parte, militares vinculados a las familias que controlan el poder político en Uganda, Ruanda, Angola y Zimbabue; por otra parte, las compañías multinacionales del oro, del coltan y de los diamantes, en su mayoría norteamericanas y surafricanas. Con la riqueza de Congo se están financiando, además, las operaciones militares, con el consiguiente incremento espectacular de la venta de armas en la zona de los Grandes Lagos. Y es que el conflicto congoleño está sirviendo de coartada al mayor saqueo de recursos jamás operado en el África independiente.

Militares empresarios

Los soldados ruandeses de ocupación están muy bien asentados en Kivu, donde controlan y explotan aceleradamente los cuantiosos recursos de la zona. Los soldados ugandeses se dedican sobre todo al contrabando de oro y diamantes. Los soldados zimbabuenses sostienen los grandes negocios de su presidente Robert Mugabe y del propio general Vitalis Zvinavshe que dirige el contingente de tropas trasladadas a Congo. Este general es uno de los mayores accionistas de la empresa Zvinavshe Transport, encargada de transportar el material militar comprado por Kabila a la Industria Zimbabuense de Defensa por valor de 50 millones de dólares. El industrial zimbabuense Billy Rautenbach fue nombrado director de GECAMIINES, la compañía que explota las minas de cobre, de cobalto y de zinc de Congo con sede en Katanga. Rautenbach es director de la compañía zimbabuense Ridgepointe, que pondrá el capital y los medios técnicos para incrementar la producción de unas minas semiparalizadas. Por su parte, Angola ha conseguido introducir en Congo la compañía petrolera Sonagol-Congo, una filial de la sociedad nacional de combustibles. La Sonagol-Congo sustituirá progresivamente a la compañía estatal Petro-Congo.

Aparece meridianamente claro que el objetivo último de Ruanda y Uganda al apoyar la insurrección armada en 1996 (cuando se produjo la primera guerra civil en el entonces Zaire) no era derrocar al dictador Mobutu Sese Seko, sino controlar la región de Kivu y los recursos naturales de la región. Por eso lucharon junto a los banyamulengues (tutsis de origen congoleño) y a Laurent D. Kabila. Para ello necesitaban primero «limpiar» de hutus ruandeses la región, aunque éstos se encontraran en los campos de refugiados bajo la protección del ACNUR, lo que costó la vida al menos a 200.000 refugiados.

«Puzzle» de ejércitos y milicias

En la segunda guerra congoleña se descubrió muy pronto que no se trataba, en realidad, de una contienda civil, sino de una ocupación pura y dura. Los tutsis ugando-ruandeses consolidaron la ocupación de Kivu. Ante la negativa de Kabila a permitir la conquista efectiva o anexión de la zona, los tutsis trataron en distintas ocasiones de desembarazarse de él. El 17 de mayo de 1998 se tramó incluso su asesinato durante los actos conmemorativos del primer aniversario de su conquista del poder. A últimos de julio, mientras se encontraba de visita oficial en Cuba, se preparó un golpe de Estado. Hay que tener en cuenta que en esas fechas el jefe de las Fuerzas Armadas de Congo era el tutsi ruandés James Kabahere; fue destituido el 11 de julio. Al fracasar las intentonas golpistas, se puso en marcha la rebelión apoyada por antiguos mobutistas y políticos congoleños sin escrúpulos, convertidos de nuevo en hombres de paja al servicio de los intereses de Ruanda. Kabahere se convirtió en uno de los «hombres fuertes» de los rebeldes. Laurent Kabila no fue, a la postre, más que una marioneta manejada por ruandeses y ugandeses.

Junto a los Ejércitos más o menos oficiales en la región de los Grandes Lagos proliferan grupos armados de fortuna, que han hecho de la guerra una forma de subsistencia. El puzzle militar implica a la vez a ex soldados congoleños, ex soldados ruandeses que fueron derrotados por los tutsis de Kagame y tuvieron que exiliarse, milicias hutus burundesas organizadas después del asesinato del presidente Melchior Ndadaye, guerrilleros mai mai (aliados de Kabila para derrocar a Mobutu, después en contra de Kabila y ahora a favor de Kabila contra los ruandeses). Junto a ellos pelean rebeldes ugandeses, sudaneses y angoleños. De hecho, ya se están trasladando al propio territorio congoleño conflictos civiles de estos países vecinos. Y, en medio de todos ellos, una población desconcertada y aterrada, que ya no tiene en dónde refugiarse.

Nadie mínimamente informado duda ya, a estas alturas, de que la guerra que padece la República Democrática de Congo es una «guerra de usura». No se explicaría sin el cobalto, el oro, los diamantes, el uranio y el coltan, un mineral compuesto de colombita y tantalio, esencial para la elaboración de teléfonos móviles y para el aislamiento de las naves aeroespaciales.

No democracia, sino diamantes

El general Komba, «número dos» del RUF (Frente Unido Revolucionario) ha asegurado: «En Sierra Leona luchamos por un gran ideal: ofrecer un futuro a nuestro país». Frank Koroma, ex guerrillero del RUF, declaró pocos días después de la muerte de su hermano: «No ha muerto por la democracia, sino por los diamantes». Ernest Wamba dia Wamba, uno de los dirigentes de las facciones rebeldes congoleñas, ha confesado con amargura: «Lo roban todo. Se ha creado en Congo una economía del pillaje… El pillaje es el destino de este país. Nació para ser robado… Todo el mundo ha robado a los congoleños, que no se han beneficiado nunca de sus propios recursos».

He aquí una doble mirada sobre dos de las guerras más despiadadas que se libran en suelo africano. Algunos altos cargos emplean todavía el lenguaje de las utopías revolucionarias, para justificar incluso la barbarie de cercenar las manos o las orejas, en el caso de los rebeldes en Sierra Leona, o de enterrar vivas a personas sospechosas de no apoyar la ocupación de su propio país, como han hecho los soldados ruandeses en la República Democrática de Congo.

El tercer país en discordia fue, hasta hace poco, Angola. Nadie cree que la UNITA (Unión Nacional para la Independencia Total de Angola) de Jonás Savimbi combatiera para mejorar las condiciones de vida de los angoleños. A estas alturas de las guerras en estos países ya nadie puede vender la idea de una revolución, de que se lucha para derrocar a un déspota y abrir una nueva etapa de libertad y justicia. Esto podría justificar un levantamiento armado. La realidad es mucho más bastarda: en Sierra Leona, en la República Democrática de Congo y en Angola las guerras son un pretexto para explotar los recursos naturales (oro, diamantes, cobalto, uranio, etc.) y venderlos para enriquecerse de forma rápida y para adquirir armas.

Las guerras africanas están despojadas de ideología.

La dudosa historia oficial del genocidio de Ruanda

Hay muchas y serias dudas sobre la sinceridad de la interpretación que se suele hacer del genocidio ruandés, que se desencadenó el 6 de abril de 1994. Desde el primer momento se culpó del genocidio a los hutus y se acusó a la Iglesia católica de connivencia con ellos. Ésta es la versión que dieron los vencedores, o sea, los tutsis, que gobiernan en Ruanda desde el verano de 1994. Una vez en el poder, nos brindaron imágenes de fosas comunes y repitieron insistentemente las palabras holocausto, genocidio y crímenes contra la humanidad.

Se ha montado así una realidad parcial y tendenciosa de los hechos. En primer lugar, la Iglesia católica no tuvo nada que ver con las matanzas. Es más, en pocas semanas fueron asesinados por los tutsis tres obispos, que pudieron salir del país para participar en el Sínodo africano que se iba a celebrar en Roma y que no lo hicieron para permanecer al lado de sus feligreses. Posteriormente, fue asesinado, también por los tutsis, otro obispo.

Entre sacerdotes, religiosos y religiosas fueron asesinados 248, la mayoría por los tutsis. Uno de ellos fue el misionero español P. Joaquín Vallmajó, asesinado el 27 de abril de 1994 por soldados tutsis. Este valiente misionero dijo a unos cámaras de televisión que si querían filmar cadáveres de hutus asesinados, él se los mostraría; a las pocas horas fue asesinado. El asesinato del P. Joaquín Vallmajó formó parte de un plan perfectamente diseñado; era un testigo incómodo de la otra cara del genocidio ruandés -la participación de los tutsis- y podía frustrar el guión escrito por Paul Kagame, actual presidente de Ruanda. Este guión tenía como objetivo último culpar a los hutus del genocidio, colocar a los tutsis en el poder y mostrarlos al mundo como los buenos de la película. Hasta ahora nadie, salvo algunas revistas como Mundo Negro, ha analizado en profundidad lo sucedido en Ruanda en 1994 y lo que sigue sucediendo en la Región de los Grandes Lagos.

En segundo lugar, no se ha querido examinar a fondo la responsabilidad de los tutsis que militaban en el FPR (Frente Patriótico Ruandés) en las barbaridades cometidas contra poblaciones indefensas entre 1990 y 1993. Y, posteriormente, en el atentado que costó la vida a dos presidentes hutus: el de Ruanda, Juvenal Habyarimana, y el de Burundi, Cyprien Ntaryamira. Un misil derribó el avión en que viajaban procedentes de Tanzania pocos minutos antes de aterrizar en el aeropuerto de Kigali, exactamente a las 22.30 del 5 de abril. Este atentado y el caos consiguiente desencadenaron las matanzas. Varios miembros del propio FPR han informado de la participación directa de Paul Kagame en el atentado.

Cuentas que no cuadran

En tercer lugar, algunos medios de comunicación han dado habitualmente la cifra de 800.000 tutsis asesinados; otros, más cautos, han hablado de más de 500.000 asesinados, entre tutsis y hutus moderados. La cifra de 800.000 tutsis asesinados es tan exagerada que no resiste el mínimo análisis. Sin embargo, en diciembre de 2001, la ministra ruandesa de Asuntos Sociales, Odette Nyiramirimo, dio nuevos datos aún más asombrosos. Aseguró que desde el 1 de octubre de 1991 hasta el 31 de diciembre de 1994 en Ruanda fueron asesinadas 1.074.017 personas, el 97,3 por ciento de ellas de la etnia tutsi (o sea, 1.045.018).

De ser cierta esta cifra, hay que suponer que murieron muchos hutus. De lo contrario, no casan los números. En el año 1994 había en Ruanda una población de 8.250.000 habitantes, repartida étnicamente del siguiente modo: 85 por ciento hutus (7.012.500), 14 por ciento tutsis (1.155.000) y 1 por ciento tua (82.500). Si fuera cierta la cifra de 1.045.018 tutsis asesinados, como señala Odette Nyiramirimo, hubieran quedado en Ruanda, en diciembre de 1994, tan sólo 109.982 tutsis. Aunque a ellos se sumaran los tutsis que vivían en Uganda (unos 45.000, los llamados banyarruanda), alcanzarían la cifra de 154.982.

Se estima que sólo el ejército ruandés, entre los soldados que se encuentran en Ruanda y en la República Democrática de Congo, contaba en el año 2000 con no menos de 50.000 soldados (entre 49.000 y 64.000, dice el anuario Africa South of the Sahara 2002), más 6.000 gendarmes o fuerzas paramilitares. Quedarían, por tanto, en Ruanda como tutsis civiles en torno a los 100.000 habitantes.

Es evidente que el Gobierno de Paul Kagame engorda las cifras del genocidio para su propio provecho, entre otras razones porque los europeos tienen mala conciencia por lo sucedido. Es verdad que lo ocurrido en Ruanda en abril de 1994 fue monstruoso. Nadie lo puede negar ni soslayar; pero se sigue haciendo una lectura parcial e interesada, inspirada por el régimen de la minoría tutsi, para perpetuarse en un poder que nunca hubiera logrado si se hubiera puesto en marcha la transición democrática, auspiciada por la ONU. Paul Kagame, el hombre al que no importó sacrificar a sus compañeros tutsis con tal de quitar el poder a los hutus, sabía muy bien que al eliminar al presidente Habyalimana se iba a producir un caos en el país y se pondría punto final al proceso democrático.

Lo sucedido en Ruanda en 1994 fue algo más que un genocidio: una estratagema para quitar a unos del poder y poner a otros. Si para ello hay que acusar a la Iglesia, se la acusa, como sucedió en la propia Ruanda cuando se sentó en el banquillo a Mons. Emmanuel Misago. Lo pertinente sería crear una Comisión independiente de la Verdad y la Reconciliación, como se hizo en Suráfrica. Mientras la historia de lo sucedido la cuenten los vencedores, darán su propia versión de los hechos para perpetuarse en el poder, y los vencidos, es decir, los hutus, serán siempre acusados -por el hecho de ser hutus- de genocidas.

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(1) Gerardo González Calvo. África, ¿por qué? Mundo Negro. Madrid (2003). 258 págs. 12 €. Los fragmentos reproducidos, con autorización de la editorial, en este servicio están tomados del capítulo «Las guerras de nunca acabar».

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