Una vida de calidad. Reflexiones sobre bioética

Victoria Camps

GÉNERO

Crítica. Barcelona (2001). 249 págs. 15 €.

Las cuestiones éticas a las que nos enfrenta la biotecnología nos llegan en una situación cultural en la que, según Victoria Camps, ya no parece posible apelar a una tradición moral que se asentaba en una religión compartida, ni tampoco a una racionalidad presuntamente universal. Con esta premisa, Camps opta por subrayar un aspecto de la reflexión moral que, frente al afán moderno por las soluciones hechas, conviene rescatar en nuestros días: la dimensión deliberativa de la ética.

Es esta, en mi opinión, la parte más sugerente de su libro: «La ética dice no puede consistir únicamente en el establecimiento de unas normas o códigos de conducta que valgan de una vez por todas, ni puede proporcionar siempre respuestas inequívocas. Consiste más bien en el proceso de deliberación que precede y sigue a la aceptación de normas». Es esta visión la que inspira su idea de que la bioética «no es algo simplemente deducible de unos derechos o principios éticos básicos y fundamentales. La bioética es básicamente un proceso y un descubrimiento… A tal proceso lo llamo autorregulación, pues lo veo muy cercano a esa virtud que Aristóteles llamó phronesis y que mal traducimos por prudencia: la sabiduría consistente en hacer lo que conviene en cada momento, lo justo en el momento justo. Para ese saber no hay fórmulas ni procedimientos».

La rehabilitación contemporánea de Aristóteles ha contribuido a enriquecer mucho el discurso ético. Con todo, en Aristóteles el saber prudencial se encontraba vinculado esencialmente a la virtud moral, mientras que en el planteamiento de la profesora Camps tal conexión se difumina hasta perderse. Tal vez por ello, termine derivando ella misma hacia una forma de procedimentalismo democrático, acaso con más «sustancia ética» que el liberal, al que critica, pero no por ello menos procedimental.

Y es que subrayar la conexión entre prudencia y virtud moral conlleva el peligro de recalar antes o después en la conexión que establece el mismo Aristóteles entre virtud y naturaleza. Pero son tantas las objeciones que la filosofía moderna ha vertido sobre el concepto de naturaleza, que una podría razonablemente plantearse el construir una ética prescindiendo de él. Sin embargo, desaparecido el referente de la naturaleza sea ésta lo que sea: asumamos simplemente que es un límite no puesto por nosotros, resulta difícil mantener la diferencia que el propio Aristóteles establece entre «el buen hombre» y «el buen ciudadano», es decir, entre ética y política.

Camps critica atinadamente la tajante distinción liberal entre lo justo (público) y lo bueno (privado), así como la pretensión liberal de un Estado éticamente neutral, pero por momentos da la impresión de que lo hace al precio de disolver la distinción entre ética y política. Si esto no llega a ocurrir del todo es por las matizadas concesiones que, a la postre, hace al liberalismo, y al respeto de la conciencia individual donde, a su parecer, ha de quedar recluida la religión.

Sin embargo, lo que desaparece definitivamente del horizonte de su reflexión es el concepto de «acto intrínsecamente malo», tan ligado al denostado de «naturaleza». Ahora bien, si no la expresión que es mucho más tardía, el concepto ya se encontraba en Aristóteles: allí donde, hablando de la virtud, y tras definirla como un cierto término medio, observa el Estagirita que «hay actos que no admiten término medio» (Ética a Nicómaco, II, 7). Aunque fuera para rebatirlo, la metaética contemporánea no dejó de considerar ese pasaje como digno de atención. Pero en el libro de Camps no se encuentra referencia alguna a la posibilidad de que haya actos malos en sí mismos, con independencia de las intenciones o las circunstancias en que se lleven a cabo.

Sin duda, una cosa es sostener que hay acciones intrínsecamente malas, y otra reconocer que tal acción particular cae dentro de esta clase. Para afirmar esto último, en algunos casos, es necesario cierto análisis. Pero analizar la moralidad de una acción no equivale a postergar indefinidamente el proceso deliberativo, asumiendo que toda respuesta es provisional. Esto puede ser cierto de las respuestas que marcan líneas positivas de actuación. No lo es, en cambio, de las que señalan límites negativos: fronteras traspasadas las cuales se causa un daño cierto al ser humano. Del respeto a esos límites depende en buena parte el respeto a la dignidad humana. Tal vez por eso, en el discurso de la profesora Camps se advierta una excesiva asimilación de dos conceptos distintos: «dignidad humana» y «calidad de vida».

Ana Marta González

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