¿Por qué Chateaubriand?

A más de siglo y medio de su muerte Chateaubriand sigue editándose e interesando a cada vez más público, en Francia y fuera de Francia. Ahora acaba de publicarse en castellano una nueva edición íntegra de las Memorias de Ultratumba (1).

Chateaubriand es uno de esos autores que unen la lucidez del pensamiento a la calidad del estilo. Muchos de los ilustrados del siglo XVIII son solo ya pasto de eruditos. Chateaubriand llega a todos porque en todo puso pasión.

Existieron, en el siglo XIX, dos avistadores de cómo iban a ir las cosas a partir de entonces: François-René de Chateaubriand (1768-1848) y Alexis de Tocqueville (1805-1859). En lugar de idear sistemas (como por ejemplo el joven Marx: el Manifiesto comunista es de 1848), fueron observadores de las constantes de la naturaleza humana y, a la vez, de las cambiantes tendencias históricas (desaparición de la aristocracia, empuje de la aspiración a la igualdad, proclamas de libertad) que solo ellos supieron ver proyectadas hacia el futuro. Antes de Tocqueville, Chateaubriand ya anotó “que los franceses están instintivamente inclinados al poder; en absoluto aman la libertad y sólo la igualdad es su ídolo. Ahora bien: la igualdad y el despotismo mantienen vínculos secretos”.

Como Tocqueville, Chateaubriand intuyó que la corriente subterránea de los tiempos y de la sensibilidad iba a favor de la igualdad y del sentido democrático. Por eso no vio nunca con buenos ojos el periodo inaugurado en el Congreso de Viena, tras la caída de Napoleón, y cuyo artífice fue Metternich. Y aunque se atribuyó el mérito de lo que llama siempre “la guerra de España”, es decir, la reposición de Fernando VII en el trono, por intervención de los que se llamaron “los cien mil hijos de San Luis”, tenía la peor opinión de ese rey, una de las mayores desgracias de la historia de España, que impidió la novedad y el sentido de patria, unidas libertad y religión, de las Cortes de Cádiz de 1812. Chateaubriand defendió siempre una monarquía constitucional, respetuosa de las libertades civiles y en especial de la libertad de prensa.

En 1833 escribía que no veía futuro para la monarquía en Francia a causa “de la marcha de los siglos y el progreso de la civilización”. Pero si Enrique V (nieto de Luis XVI y entonces un niño de doce años) reinara alguna vez, su papel tendría que ser mejorar el país y luego dar por finalizada la monarquía. El programa que Chateaubriand traza comprende: “exaltar la religión, perfeccionar la constitución del Estado, ampliar los derechos de los ciudadanos, romper las últimas ataduras de la prensa, emancipar los ayuntamientos, destruir el monopolio, equilibrar equitativamente el salario con el trabajo, reanimar la industria, disminuir los impuestos”.

Hubo una ceguera histórica en Europa durante gran parte del siglo XIX, también en la mayoría de los dirigentes cristianos, civiles o eclesiásticos. No vieron que en la Revolución Francesa cabía separar los crímenes (que fueron muchos y crueles) de las aspiraciones de fondo, que eran las del lema “libertad, igualdad, fraternidad”, cuyo núcleo era cristiano. La Santa Alianza del Congreso de Viena era todo menos santa: con la excusa de la religión se defendían los intereses dinásticos y económicos (cosa que, por lo demás, con otras excusas -esta vez laicas- ocurre hoy mismo).

Chateaubriand vio, en definitiva, lo que podría haber sido (y aún podría ser): los dos amores conjuntos a la religión y a la libertad. Religión sin alianzas con el Poder, sin aspectos coercitivos (“No es propio de la religión obligar a la religión”, decía Pascal) y con énfasis en el núcleo, que es el amor. Y libertad al servicio de los derechos humanos, de la virtud y no del vicio.

El estilo

Si todo lo anterior no bastara, está la grandeza literaria de Chateaubriand. Fue uno de los inventores del romanticismo (como en las novelas Atala o René), pero sin desligarse nunca de los grandes de cualquier tiempo anterior (Homero, los trágicos griegos, Horacio, Virgilio, Dante, Camoens, Shakespeare, Cervantes, Pascal, Racine, Corneille, Schiller…). Es tanta su inventiva literaria que Victor Hugo dijo: “Seré Chateaubriand o nada”.

Como los grandes, Chateaubriand ha resistido al tiempo. Es más, ha sido, siglos después, un revulsivo contra la inanidad de no pocas vanguardias. Roland Barthes, el gurú del estructuralismo semiológico, dejó escrito en el libro póstumo Incidents, después de considerar las Memorias de Ultratumba el “libro verdadero”: “Siempre esta misma idea: ¿ y si los modernos se hubieran equivocado? ¿Y si no tuvieran talento?”.

Hay momentos en las Memorias que sobrecogen. Chateaubriand sólo vio una vez a María Antonieta, que le dirigió una sonrisa. “Al sonreír, Maria Antonieta dibujó tan bien la forma de su boca, que el recuerdo de su sonrisa (cosa horrible) me hizo reconocer la mandíbula de la hija de los reyes cuando se descubrió la cabeza de la infeliz en las exhumaciones de 1815”. O cuando, como ejemplo, de la terrible muerte de más de doscientos mil soldados franceses en la retirada de Rusia, cuenta como algunos sostenían en la mano derecha la mano izquierda cortada por la helada.

Dice cosas y las dice bien: “Las personas, como los perros, son castigados por su fidelidad”. “La verdadera felicidad cuesta poco; cuando es cara, no es de buen género”. “Hermanos de una gran familia, los niños conservan sus rasgos comunes hasta que pierden la inocencia, que es la misma en todas partes”.

Junto a esto, retratos de la mayor parte de la gente célebre de la época: además de los reyes, desde Luis XVI a Alejandro de Rusia, mujeres de una calidad notable como Madame de Staël o Madame Récamier. Sus entrevistas con el exiliado Carlos X tienen aún tanta frescura que parecen de hoy. Y él mismo se va descubriendo poco a poco como un hombre que confiar de verdad solo lo hace en Dios, porque muchas cosas le aburren, ve como se acerca la muerte -que le ha rondado llevándose a mucha gente que quería- y sabe en qué poco consiste la grandeza de un mundo hinchado e hipócrita.

Las últimas palabras de ese libro admirable y que no debiera faltar en ninguna biblioteca de gente que ame el libro son estas: “Las escenas del mañana ya no me atañen (…) Sólo me queda sentarme al borde de mi tumba, tras de lo cual descenderé resueltamente, con el crucifijo en la mano, a la eternidad”.

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(1) François-René de Chateaubriand Memorias de Ultratumba, Cátedra. Madrid (2010) 1654 págs. 42,5 €.

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