Panfleto antipedagógico

Lector. Barcelona (2006). 158 págs. 14 €.

GÉNERO

«Una enseñanza presuntamente lúdica, donde no se inculca el hábito de estudio, se convierte en un aparcamiento para pobres, donde están entretenidos hasta que les llegue la hora de convertirse en mano de obra barata». Así de realista y de categórico se muestra el autor de Panfleto antipedagógico, un texto que apareció primero en Internet y que ahora, tras su éxito, se publica como libro.

El texto de Ricardo Moreno recuerda otros interesantes autores y libros que también han reflejado los males de la educación española: Los límites de la educación y La secta pedagógica (Grupo Unisón), de Mercedes Ruiz Paz; La enseñanza destruida (Huerga & Fierro), de Javier Orrico; La educación en peligro (Grupo Unisón) y Repensar la educación (EIUNSA), de Inger Enkvist; Diez claves de la educación (Styria), de José Ramón Ayllón; y Crónica de un profesor de secundaria (Península), de Toni Sala, por citar sólo unos cuantos libros que han tenido una excelente acogida entre los profesores. El análisis de Moreno procede de la experiencia directa, de las horas de clase, de su asiduo contacto con sus compañeros profesores, con padres y alumnos. Si algo llama la atención de este texto es su sentido directo, provocador, sin componendas.

Su análisis, pues, se sitúa al margen de interpretaciones más calculadas y corporativas, como las que han hecho los sindicatos de profesores, de alumnos y determinadas asociaciones de padres.

Ni buena ley, ni bien aplicada

Para Moreno, «el bajón en el nivel de conocimiento y comportamiento de los alumnos» coincide con la implantación y desarrollo de la LOGSE. Y no hay que caer en la tentación de buscar justificaciones, como algunos nostálgicos que todavía hoy defienden que se trataba de una buena ley pero que no se ha sabido aplicar (en el libro hay una significativa cita de Álvaro Marchesi y Elena Martín, los padres de la LOGSE, en este sentido). Como escribe Moreno, «no, la reforma no era buena, y no era tan difícil prever el resultado». La LOGSE ha conseguido en un tiempo récord «que la cultura de los alumnos baje hasta niveles elementales, que la mala educación en la vida cotidiana de los centros suba hasta cotas vergonzosas, y que los profesores estén más hartos, deprimidos y desesperados que nunca».

Ricardo Moreno, quien en una entrevista se define como socialista, imparte clases en un centro público. Eso hace que el análisis esté un tanto escorado en algunas de sus interpretaciones, pues, como se aprecia en diferentes libros que abordan la situación de la enseñanza española, estos autores, por lo general, desconocen lo que sucede en las aulas de la enseñanza privada y concertada (a las que meten, además, en el mismo saco).

Quizás uno de los retos más importantes que tiene ahora mismo la enseñanza concertada y determinados colegios privados es convencer a la opinión pública de la calidad y el compromiso de su trabajo educativo y social, a menudo desconocido. Determinados medios de comunicación y agentes educativos confunden a la opinión pública con falsedades y sospechas (sobre la selección de los alumnos y la poca implicación en la escolarización de alumnos inmigrantes o socialmente desfavorecidos).

La religión en la escuela

Lógicamente, las apreciaciones de Ricardo Moreno están abiertas a la discusión. Como él mismo comenta, uno de los capítulos que más debate ha provocado es el titulado «Por qué no se debe estudiar religión en la escuela pública», asunto polémico donde los haya. Moreno -dice- respeta la religión y sus fines, pero rechaza que deba existir una asignatura de estas características en la escuela.

Aunque el tema de la asignatura de religión y los profesores que la imparten sea complejo, los argumentos que maneja Moreno resultan un tanto superficiales, quizás porque no es capaz de entender que lo que él considera un asunto marginal sea, para muchos otros padres y alumnos, uno de los más importantes de la educación. Además, tampoco comprende que no todos estén dispuestos a que sus hijos se eduquen obligatoriamente según la moral del Estado.

Menos motivación y más contenidos

Moreno intenta desmitificar muchas de las ideas básicas de la LOGSE, que han hecho mella en la numerosa cohorte de «expertos, orientadores, asesores, pedagogos» que pululan por colegios e institutos. Comienza Moreno reivindicando el papel de la memoria y de los contenidos, considerados secundarios por la LOGSE. Para Moreno, sin embargo, «cuando se degrada intelectualmente a los alumnos, se los degrada también humanamente». A continuación, aborda uno de esos temas que los que se dedican a la enseñanza conocen muy bien: la famosa motivación. «La de la motivación es una de las falacias que más daño han hecho a la educación de nuestro país», asegura con rotundidad. Los padres de la LOGSE, al resaltar el peso de la motivación, han diluido la responsabilidad de los alumnos, pues si no rinden, la culpa es de los profesores, que no les motivan lo suficiente.

Otro capítulo está dedicado a «La falacia de la igualdad». Sus argumentos disparan contra la línea de flotación de los defensores de la LOGSE y su aireada enseñanza igualitaria. Según Moreno, una enseñanza que rebaja el nivel de instrucción de los alumnos para que no destaque nadie (no vaya a ser que les acusen de elitistas), consigue lo contrario de lo que persigue: multiplicar todavía más las desigualdades.

Encerrados hasta los 16 años

El siguiente capítulo es uno de los más polémicos: «La falsedad de la enseñanza obligatoria», una de las sonoras novedades de la LOGSE (la ampliación de la escolarización obligatoria hasta los dieciséis años) y el asunto más controvertido de la LOCE, ley que introducía itinerarios permeables a partir del tercer curso de la ESO (14-15 años), medida reclamada por los profesores y que la reciente LOE ha vuelto a rechazar. Con su conocimiento directo de lo que pasa en las aulas, Moreno afirma: «Un muchacho de doce años es ya ingobernable, y si no quiere estudiar no hay ley de educación que pueda conseguir que lo haga».

Por eso, «es un disparate que no exista formación profesional antes de los dieciséis años cuando la edad mínima de trabajar es, precisamente, la de dieciséis años. De esta manera, quien tenga claro que quiere trabajar en cuanto se lo permita la ley sólo podrá hacerlo como mano de obra barata, no cualificada. El aprendizaje de un oficio ha de ser previo al ejercicio del oficio». Y más todavía: «¿Por qué para ir a formación profesional se ha de fracasar primero en otra cosa, como si prepararse para la vida laboral fuera algo así como un desahucio?».

Si se quiere elevar al alumno, hay que exigirle, opina Moreno: «Para que un muchacho dé de sí, ha de percibir que se confía en su inteligencia y su capacidad de trabajo (…). Si se le pide menos porque se considera que el pobre no da para más, el chico lo capta enseguida y asume definitivamente el papel de tonto».

Atreverse a educar

En otros capítulos habla del fracaso escolar, más abundante de lo que dicen las estadísticas, pues no pocos alumnos que aprueban también son víctimas del fracaso y del engaño (se les aprueba sin saber); el mito de la enseñanza participativa («saber trabajar en grupo requiere primeramente saber trabajar a secas»); la formación del profesorado; la necesidad de la buena educación. El capítulo dedicado a los padres se abre con esta cita de G.K. Chesterton: «Todos los educadores son absolutamente dogmáticos y autoritarios. No puede existir la educación libre, porque si dejáis a un niño libre no lo educaréis».

En definitiva, lo que viene a decir Moreno con su estilo panfletario pero sin componendas es que la situación en la enseñanza no es consecuencia de los cambios sociales, excusa muy empleada cuando se analizan los cambios educativos de los últimos años. Para Moreno, la educación, especialmente a partir de la implantación de la LOGSE, se ha desnaturalizado y descafeinado, y los políticos se han dedicado a traficar con los pilares básicos del sistema educativo, que tienen que ver, sobre todo, con el aprendizaje, los contenidos, el ambiente de los centros y la misión y autoridad del profesor.

La solución no es tan complicada, pues todos los alumnos, con sus diferentes aspiraciones e intereses, necesitan absolutamente lo mismo: «el ambiente de silencio, trabajo, rigor y disciplina que hoy se les hurta a la mayoría de nuestros escolares».

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