Tras dos novelas de corte autobiográfico, Ordesa y Alegría, el poeta y novelista Manuel Vilas (Barbastro, 1962) ha escrito una obra de ficción, narrada de una manera poética y fragmentada.
Su argumento es sencillo. Salvador, profesor, consigue prejubilarse a los 58 años pocos días antes de que comience en España el estado de alarma por el coronavirus. Atisbando lo que se veía venir, se retira a una cabaña en un pueblo de la sierra madrileña. Para el confinamiento, se lleva una edición de El Quijote, lectura que se convierte en casi una obsesión, pues en ella va encontrando explicación a muchos de los sentimientos que le asaltan esos meses.
En el pueblo más cercano conoce a Montserrat, dependienta del autoservicio donde se abastece de comida. Poco a poco, entre los dos surge una amistad que, con las frecuentes visitas de ella a la cabaña de Salvador para llevarle alimentos y hacerle compañía, se transforma en una tormentosa y acalorada historia de amor.
Mientras que la vida de Salvador ha transcurrido sin grandes sobresaltos amorosos (sigue soltero, es una persona muy solitaria y no se encuentra bien de salud), Montserrat (a quien Salvador llama en la intimidad Altisidora, en homenaje a un personaje de El Quijote) arrastra un matrimonio fracasado y sufre por la distancia con su hijo, que vive con su exmarido.
Estamos ante una historia típica de amor romántico y erótico, que Vilas trata de convertir en una novela diferente. Para ello, como en sus novelas anteriores, basa todo en el trabajo estilístico, con muchísimas imágenes y digresiones que abordan el apasionado enamoramiento que viven Salvador y Montserrat. Para ello, disecciona de manera puntillista (y reiterativa) no solo los sentimientos que le provoca su súbito amor por Altisidora/Montserrat sino su propio pasado y el de su amante.
Vilas da mucho peso a las reflexiones sobre la fuerza del amor en unos personajes que ya parecían estar de vuelta de todo. También intenta dotar a sus anodinas vidas de una profundidad y un sentido que en ocasiones puede resultar un tanto forzada. Y el meritorio estilo que emplea –personal, fragmentario, con sorprendentes imágenes y a la vez pegado a la realidad– no consigue que la novela, alargada con pasajes, recuerdos y personajes innecesarios, levante el vuelo.