La construcción del Estado

TÍTULO ORIGINALState Building. Governance and World Order in the Twenty First Century

GÉNERO

Ediciones B. Barcelona (2004). 208 págs. 17 €. Traducción: María Alonso.

Fukuyama lo ha hecho de nuevo. El politólogo de la Universidad Johns Hopkins ciertamente tiene un don para identificar las grandes cuestiones, darles forma e incluirlas en el orden del día en las reuniones de intelectuales. Irrumpió en el escenario con «El fin de la historia y el último hombre» (1992), en el que realizaba una crónica, «more» hegeliano, del triunfo definitivo de la democracia liberal sobre el totalitarismo. Después vino «La confianza» (1995), estudio de las virtudes sociales necesarias para la creación de la prosperidad; «La gran ruptura» (1999; ver Aceprensa 46/00) sobre la erosión del conjunto de valores que constituyen el capital social, y «El fin del hombre. Consecuencias de la revolución biotecnológica» (2002; ver Aceprensa 11/03). Y ahora publica este volumen sobre la constitución del Estado («state-building») y del gobierno («governance»), que seguramente influirá en el modo en que se desarrollen de aquí en adelante las instituciones.

El 11-S de 2001 desencadenó la alarma sobre las consecuencias fatídicas de los Estados fracasados. Su incapacidad de asegurar sus territorios los convierte en refugios de terroristas, como Afganistán para al-Qaeda, o en viveros y fábricas de drogas ilícitas, como las serranías colombianas. Su ineptitud en proporcionar servicios básicos de salud y educación provoca epidemias horrendas, como el sida en gran parte de África subsahariana. Y su pura falta de operatividad los hace propensos a causar abusos generalizados de derechos humanos y crisis humanitarias espantosas, con ocasión de conflictos internos (Ruanda, Burundi, Bosnia, Kosovo, Irak, Sudán).

¿Por qué fracasan los Estados? Según Fukuyama, se debe a cierta confusión entre la fuerza y el tamaño del Estado. Al recortar el tamaño del Estado en los años 80 con el fin de promover el crecimiento económico, muchos países han dejado de prestar atención a funciones en las que el Estado es insustituible: tareas como la provisión de los bienes públicos puros (la defensa, la seguridad, el estado de derecho), el diseño y la implantación de políticas de libertad de comercio, la redistribución de riqueza o la seguridad social.

Fukuyama articula su razonamiento -y su libro- en tres secciones principales. La primera construye un marco analítico para comprender las distintas dimensiones de la «estatalidad» e indica las disciplinas académicas a las que pertenece cada una de ellas: el diseño organizativo (la dirección, la administración pública, la economía), el diseño institucional (la ciencia política, la economía, el derecho), la base de legitimación (la ciencia política) y los factores socioculturales (la sociología, la antropología). El carácter específico de cada una de esas disciplinas explica la distinta capacidad para trasladar el conocimiento sobre la constitución del Estado de un país a otro. Lo que está claro es que la ciencia del gobierno o la capacidad institucional no se traslada tan fácilmente como el capital financiero, las materias primas o los bienes de equipo. Sin embargo, no deja de ser sorprendente que el enfoque de Fukuyama en la constitución del Estado siga siendo el crecimiento económico en lugar del florecimiento humano integral en un contexto político. Al lector le queda la impresión de que aquí se ha perdido la oportunidad de aprender una lección importante.

La sección siguiente trata de la falta de una forma óptima de organización o la ausencia de una verdadera ciencia de la administración pública, factor que contribuye a la debilidad de las instituciones estatales. Las aproximaciones convencionales -como la Escuela de Elección Pública de Buchanan y Tullock, por ejemplo- son excesivamente dependientes de doctrinas que se originan en el sector privado y que están diseñadas para él. Los dilemas a la hora de alcanzar un estatuto científico para la administración pública surgen de la insistencia en desarrollar una técnica que sea objetiva y libre de valores, independiente de las cualidades morales o virtudes de los actores. Semejante prejuicio sólo produce reglas externas y procedimientos que enseguida se muestran ineficaces.

La parte final considera las dificultades que aparecen en la comunidad internacional debido a la erosión continua de la soberanía estatal. La discusión enfrenta, por un lado, la visión unilateralista de los EE.UU. con la visión multilateralista europea, por otro. Los estadounidenses consideran el Estado-nación como el depositario único de la legitimidad democrática y lo entienden como una institución que está básicamente al servicio del individuo. Por contraste, los europeos apelan a una comunidad internacional que sirve de guardián de los principios universales de justicia, y también piensan que los intereses individuales deben supeditarse a los intereses comunes del Estado. Fukuyama adopta una solución salomónica al afirmar que, aunque Europa tenga razón en teoría, en la práctica se equivoca, porque los ideales siempre tienen que encarnarse, por muy imperfectos que sean, en instituciones. Y tales instituciones siempre tendrán que contar con una fuerza -de la que sólo el Estado tiene un monopolio legítimo- para hacerse valer.

Puede que la esencia de la globalización sea el ocaso de la soberanía estatal en el último cuarto de siglo. Hoy por hoy, lo que viene después no es más que un vacío misterioso. Ciertamente, el Estado, un Estado fuerte, es un bien necesario, aunque menor, para el florecimiento humano. Mas para determinar la proporción exacta de fuerza y tamaño del Estado se requiere algo más que la teoría de la organización y la planificación económica. Sobre todo haría falta la regeneración moral de los estadistas, los políticos y los líderes de la sociedad civil.

Alejo José G. Sison

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