Que un terrorista lo detenga a uno en un punto de control, le pregunte por su fe y le conmine a cambiar de religión si la respuesta no le gusta –toda aquella que no sea “soy musulmán” le molestará– puede resultar bastante fuera de lugar. Que el aludido se niegue a hacerlo y que, acto seguido, reciba en su cuerpo una ráfaga de plomo, es directamente el triunfo del fanatismo más irracional del mundo. Lo anterior puede pasar en una
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