Entre los movimientos más relevantes de la historia de la filosofía, ocupa un lugar destacado el que nació en Viena gracias a los esfuerzos de Otto Neurath, Moritz Schlick y Hans Hahn. El llamado positivismo lógico estaba en armonía con las tendencias culturales y sociales del momento, y de algún modo sirvió para reflejar en el campo de las ideas la preponderancia que habían adquirido los avances científicos. Hoy también se sienten sus ramalazos, sin que pueda decirse que se hayan agotado sus enseñanzas ni su influjo.
El Círculo de Viena, sin embargo, no fue un grupo monolítico. Había en general poca unanimidad –y pocas semejanzas de carácter– entre quienes lo formaban, salvo el convencimiento generalizado de que era menester desterrar la metafísica. Qué entendían por ello los que bailaban al ritmo del neopositivismo no es fácil descifrarlo. Seguían, aunque con recelo, más a Kant que a Aristóteles, razón por la cual se les escapó que la ciencia primera no reclama desentenderse de lo que sentimos, sino partir de ello para adentrarnos en estructuras y realidades más recónditas.
Karl Sigmund, que ha trabajado codo con codo con los últimos representantes del sueño cientificista, es el cicerone idóneo para recorrer las múltiples genealogías –los Menger, los Schlick, los Wittgenstein…– que, por un golpe del destino, confluyeron los jueves en un café de la esplendorosa Viena. Todos tenían ingenio y compartían una misma pasión por el conocimiento. Sigmund explica menos sus aportaciones filosóficas que el contexto científico y se detiene, especialmente, en ofrecer las coordenadas vitales de la mayor parte de ellos. El resultado es un libro caleidoscópico y fascinante.
Además de sugerir que el significado de una proposición nos lo brinda el método de verificación y de exigir, siempre, un correlato empírico para que el lenguaje tenga sentido, las aportaciones del Círculo rebasan, con mucho, los límites de la epistemología, alcanzando los vericuetos políticos y morales. Son filósofos, por otro lado, que piensan sin separarse de lo que enseña la ciencia y que insisten en aclarar los límites de nuestro conocimiento, una empresa encomiable.
Junto a los que protagonizaron este momento de esplendor filosófico, salen al escenario tres figuras en la órbita del Círculo: el enigmático Ludwig Wittgenstein, que, sin pertenecer a aquel movimiento, ayudó a insuflarle vigor; Gödel, un matemático de silencio inescrutable, que optó por el mundo de las ideas frente a la chata realidad de los hechos; y Karl Popper. Este, con su propuesta de falsación, se preció de dar la estocada final a los neopositivistas, que de algún modo fueron los que le enseñaron a pensar.
¿Dónde acabó el sueño de la unidad de la ciencia y la lógica exacta? Viena enloqueció con el delirio nazi y muchos de los académicos tuvieron que marcharse. Pero la semilla del pensar riguroso maduró en otros lugares. Aunque el neopositivismo fue el movimiento de moda y la actitud cientificista de hoy comparte cierto aire de familia con él, nunca ha levantado del todo el vuelo la idea de un saber exclusivamente empírico y formal. Hay mucho más mundo y más realidad de la que podemos abarcar con la vista, y algunos de los nombres que desfilan en estas páginas se dieron cuenta de ello. Por decirlo con otras palabras, hubo también quien, después de flirtear con el positivismo, constató que existen regiones alternativas por explorar, más interesantes si cabe. Se trata de lo místico, como lo denominó el autor del Tractatus.
Hay un modo narrativo de exponer la filosofía que está haciendo la delicia de los lectores, desde las biografías de Rüdiger Safranski hasta Tiempo de magos, de Wolfram Eilenberger: libros, como este que reseñamos, que no solo rememoran aventuras intelectuales, sino allanan el camino para adentrarse en el exigente terreno filosófico.