Arthur C. Danto certificó el fin del arte en la posmodernidad debido a la imposibilidad de ofrecer criterios objetivos en un marco excesivamente pluralista. Esa actitud de indiferentismo estético pudo liberar inusitadas formas de expresión y desatar el genio creativo, pero también ha servido para deslizar el mundo artístico por la pendiente de la arbitrariedad, el fraude y la impostura.
Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona y columnista del diario El País, aborda brillantemente este conjunto de problemas y propone una salida realista, aunque tímida. Su exposición es inteligente y en ocasiones sus tesis pueden ser polémicas; lo interesante, sin embargo, es la desazón que sacude a los intelectuales, con independencia de su ideología, cuando tienen que enfrentarse a la desaparición de toda certeza y objetividad.
Admitamos, con Ovejero, que la idea de belleza, como criterio de lo artístico, resulta obsoleta. ¿Cómo identificamos entonces una obra de arte? A él no le satisface ninguna de las alternativas que se ofrecen: ni la institucionalista, ni la formalista, ni la de quienes abandonan el valor de lo artístico a las fuerzas del mercado.
Para Ovejero, conceptuar una obra creativa como obra de arte se ha vuelto problemático al desvincularse el arte de la belleza, y ésta de la verdad y del bien. Además, el divorcio de ética y estética tiene un efecto corruptor que debilita la integridad del artista, aumentando así el riesgo de fraude y excentricidades.
Pero aunque la desorientación y la banalidad, la farsa y la simulación, constituyan las graves secuelas deparadas por el eclipse de la belleza como criterio, Ovejero desaprovecha esa veta filosófica. De acuerdo a los tiempos, es realista y pragmático al proponer una “teoría estética mínima”.
Así, para solucionar la crisis del arte restaura la imbricación entre la belleza y la moralidad. De ahí el título de su libro: el compromiso al que se alude sintetiza la integridad moral –la coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace– con la integridad intelectual –el afán por la verdad–. La solución es inteligente: si la decantación subjetivista del arte socavó la honestidad del artista, ¿por qué no puede convertirse en un criterio decisivo y regenerar lo artístico con el compromiso ético del creador?
El ensayo –denso y muy documentado– trata, al hilo de todo esto, muchos otros temas interesantes como el concepto de verdad, el proceso de la ciencia, el papel político del intelectual y las visiones éticas actuales. Y aunque hay muchos aspectos discutibles, que requerirían en el lector una buena formación previa, no deja de ser honesto proponer una especie de deontología para artistas y creadores en general, con el fin de dignificar de nuevo el mundo del arte.