Terry Eagleton (1943) es un conocido e influyente crítico de la literatura, que no oculta su ideología marxista, aunque en su caso no significa fidelidad dogmática a un partido. Dulce violencia puede ser leído, de esa forma, como esa autocrítica que mucha parte de la izquierda pospone por razones de principio, sucumbiendo, siempre según Eagleton, a las tentaciones posmodernas. No en vano, el autor inglés ataca la jerga culturalista y el discurso fragmentario de una ideología que no supo reorientarse tras el derrumbamiento de sus profecías económicas.
Eagleton resulta interesante por varios motivos. En primer término, porque en él lo cultural adquiere significación política y es campo también de batalla ideológica. En segundo lugar, porque su formación marxista no le impide incluir en sus textos las referencias religiosas o teológicas y es de agradecer que supere con elegancia los prejuicios de sus correligionarios, a los que acusa de tener una noción simplista del hecho religioso. Y, en tercer término, porque nadie puede negar su erudición ni su hermoso estilo.
El tema central de este libro es la idea de lo trágico y su deriva histórica, para lo cual Eagleton emprende un análisis exhaustivo de la tradición literaria occidental, aunque hay algunas omisiones significativas. Algunos consideran que la tragedia ha muerto, desde conservadores como Steiner, para quien el topos trágico es incompatible con el adocenamiento cultural, o quienes, por su fe en el progreso, creen que se han modificado sustancialmente las condiciones que explicaban su existencia. Por ello, la Ilustración es antitrágica, como lo es también el capitalismo, que en la persistencia del sufrimiento acreditaría su fracaso.
Sin embargo, el dolor y la debilidad, la miseria y el sufrimiento, como la frustración del individuo contemporáneo, son para el ensayista inglés constantes humanas y también los elementos sobre los que trabaja la tragedia. Pervive lo trágico en otras formas culturales, y justamente gracias a ello es posible la transformación social. De ahí que el libro sea un llamamiento político que reivindica la tragedia como catarsis social, es decir, como revolución, ya que, como advierte expresamente, el sufrimiento es la condición de posibilidad de una existencia social transformada.
La constitución del hombre es trágica porque en él anidan fuerzas y sentimientos contrapuestos, como la libertad y sus condicionantes, la búsqueda de sentido y la contingencia, el interés por la felicidad y la obcecación en el dolor, los bienes individuales y la atención a los demás… Desde ese punto de vista, eliminar lo trágico equivale, para Eagleton, a deshumanizarnos. “Ser humano –explica– es estar afligido” y, justamente, esa aflicción es lo que explica también el logro del hombre, su posible elevación de la miseria.
El sufrimiento mantiene en Eagleton un sentido redentor, pero exclusivamente político. No en vano la tragedia ha de ser la forma que debe adquirir la teodicea contemporánea y el autor es hábil en manejar la retórica teológica del pecado y la caída, pero en ocasiones se antojan demasiado estrechas las metáforas y las analogías. Falta calado filosófico en su aproximación al misterioso hecho del dolor y sobra tanta dialéctica de la lucha entre opresores y oprimidos.
Pero enfrentarse al sufrimiento como hace Eagleton, directamente, y sin abrirse a lo sobrenatural, es al menos honrado por su parte. No imagina soluciones definitivas ni anuncia tampoco catástrofes: sin lo incondicionado, el discurso sobre el dolor y la tragedia puede ser transmutado en política, como hace Eagleton, o silenciado estéticamente para no herir al susceptible hombre posmoderno.