Este libro contiene las lecciones que Raymond Aron impartió en la Sorbona en el curso 1957-58, cuando Francia se encontraba estancada en la guerra de Argelia y el general De Gaulle estaba a punto de tomar el poder para inaugurar el presidencialismo de la V República. El autor analizas las repúblicas parlamentarias y presidencialistas, y contrapone los sistemas políticos europeo y norteamericano. Aron cree en la democracia liberal, pero desconfía de las unanimidades y de las ideologías que aspiran a construir sistemas perfectos.
Frente a las acusaciones de que los partidos solo representan a determinadas oligarquías, Aron los considera necesarios para la existencia del pluralismo político. Por lo demás, se pregunta: ¿qué régimen político estaría libre de no ser identificado con una oligarquía? Cuando los movimientos revolucionarios toman el poder, una oligarquía suele reemplazar a otra. La tentación del gobierno de los “perfectos” es consustancial al juego político, pero las democracias liberales, en su auténtico sentido, no pueden nunca aspirar a la perfección, sino que son el testimonio de un pluralismo político caracterizado por la alternancia en el poder. Aron conoció de cerca la república de Weimar, de la que muchos subrayaban sus debilidades internas con la inestabilidad de sus gobiernos o la corrupción. El pensador francés hubiera preferido prolongar ese régimen con todas sus deficiencias, antes que caer en el “perfeccionismo” de otorgar todo el poder a un hombre o a un partido. En definitiva, la democracia puede decepcionar, pero las alternativas son muchos peores.
Aron estudia también los regímenes de partido monopolista, en particular la Unión Soviética. Una de sus observaciones más interesantes es la presentación del contraste entre la realidad soviética y las ficciones constitucionales. Los soviéticos tuvieron varias constituciones que expresaban un régimen plural sobre el papel. A diferencia del nazismo o del fascismo, que nunca ocultaron su desprecio por la democracia liberal, los comunistas solían hacer profesión de fe en la democracia, aunque nunca la aplicaron. No dejaba de ser una ficción porque, para ellos, solo el partido único representa al proletariado. En este planteamiento, todos los demás son traidores. No caben disidencias. El monopolio se justifica porque el partido es la única representación auténtica, pues su objetivo es la construcción de una nueva y más justa sociedad. La lógica resultante es la identificación entre Estado y partido.
Es posible que en las mentes de los alumnos de Aron surgiera la cuestión sobre el futuro del régimen soviético, y el profesor se adelanta a esta pregunta. ¿Hasta qué punto podía evolucionar tras la desestalinización impulsada por Jrushchov? No cabe duda de que entonces se produjeron cambios en aspectos económicos y que el ardor revolucionario de la fe marxista parecía haberse debilitado, pero esto no podía servir para la transformación del sistema porque permanecieron el monopolio del partido, la ortodoxia ideológica y el absolutismo burocrático. No había que esperar una rebelión de los gobernados. Tal y como apuntaba Aron, el cambio vendría desde una escisión en la minoría privilegiada detentadora del poder. No se equivocó, aunque no estuviera para verlo, pues Gorbachov sería, un tanto a su pesar, el impulsor de la revolución “desde arriba”.
La conclusión de este libro es la imperfección de los dos regímenes, las democracias y los totalitarismos, pero hay que distinguir entre un régimen esencialmente imperfecto y otro evidentemente imperfecto. Parafraseando a Orwell, podríamos decir que unos son más imperfectos que otros.