Apología de un matemático

TÍTULO ORIGINALA Mathematician’s Apology

GÉNERO

Nivola. Madrid (1999). 136 págs. 2.400 ptas. Traducción: Jesús Fernández.

Asus sesenta y tres años, en 1940, Godfrey Harold Hardy accedió a las peticiones de amigos y se decidió a expresar por escrito sus puntos de vista sobre el trabajo y la ciencia de la matemática. Sus notas apenas superan la extensión de un folleto, pero han venido siendo, desde su publicación, un obligado punto de referencia, también en este Año Internacional de las Matemáticas proclamado por la Unesco.

En esta edición, solo las 65 últimas páginas son el original de G.H. Hardy. El prólogo de similar extensión de C.P. Snow proporciona un contraste desde el exterior, sobre todo en lo relacionado con los aspectos menos matemáticos de la vida del autor. Hardy divide su obra en «secciones» sucesivas que se diría corresponden más a ritmos de escritura que de lectura; deja a un lado los adornos y proclama abruptamente la incompetencia a la que ha llegado a causa de la edad; la deseable inutilidad de las matemáticas; y su exclusivo apego, que identifica con el de la ciencia que cultiva, al conocimiento gratuito y a las ambiciones meramente estéticas.

Esta obra ha sido comentada en alguna ocasión como un lamento por la creatividad perdida. Sin embargo, en pocas ocasiones se puede leer un manifiesto tan definitivamente rotundo a favor de una determinada postura epistemológica como el que constituye el meollo de Apología de un matemático.

Hardy es directo: las ideas matemáticas no se inventan ni elaboran, sino que se descubren. Las matemáticas están «ahí fuera», esperando la mirada correcta y adiestrada que las sepa reconocer. No son una herramienta que el hombre construye para aplicar o para explicarse los fenómenos observables; ni siquiera son una «parte» del universo: son el universo mismo. Cuando este parece no ajustarse a la geometría de Euclides, por ejemplo, es solo que lo percibimos distorsionado. La tarea del matemático será el ajuste entre la realidad matemática, previa y externa al hombre (una suerte de mundo platónico), y nuestras defectuosas percepciones de esa realidad. ¿Con qué objetivo? Con el solo objetivo de conocer, lo que puede proporcionar, como mucho, cierta utilidad estética. ¿Y esas matemáticas que son evidentemente «útiles» para el ingeniero o para el físico? De las primeras, el autor se limita a conceder su carácter de «aritmética escolar», y con ello las priva del derecho de pertenecer a la matemática verdadera. En cuanto al trabajo de los físicos, se observa el imperativo de la época en la que está escrita la obra, que obliga a Hardy a conceder la posibilidad de que esas altas matemáticas quizá tengan que acabar reconociéndose como útiles.

Si alguna emoción cabe en Apología de un matemático será la del lector de hoy cuando lee: «Nadie ha descubierto todavía ninguna aplicación militar de la teoría de los números y de la relatividad, y no parece probable que alguien lo haga en muchos años» (pág. 126). Tal afirmación, dicha por uno de los mayores matemáticos de nuestro siglo, y nada menos que en 1940, sí que puede desatar las más melancólicas reflexiones sobre las relaciones entre los científicos y su sociedad.

Rafael Rodríguez Tapia

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