“He visto a Bowie flotando”, cantan los componentes del grupo Izal en una de sus canciones más célebres y recientes. Una muestra más de la enorme influencia que el cantante de Londres sigue teniendo todavía en generaciones posteriores a su muerte en Nueva York en 2016. En este documental, David Bowie baila y vuela, flota existencialmente en espacios galácticos de colores intensos. Todo gira en torno a él durante más de dos horas. Él es el protagonista, narrador y demiurgo de un planeta en transformación permanente.
El director del documental es Brett Morgen, uno de los grandes en este formato gracias a películas como El chico que conquistó Hollywood (2002), Kurt Cobain: Montage of Heck, Jane (2017). Haciendo uso de un montaje trepidante pero artístico y sugerente, el documental muestra la evolución musical del artista, marcada por la creatividad que siempre le llevó a reinventarse. La estructura dramática del relato no sigue un orden cronológico y apenas incide en la vida personal del cantante, pintor, escultor y actor. Aun así, hay una cohesión en la narración, y un ritmo fundamentado en los aspectos esenciales que llevaron a David Bowie a convertirse en un mito. De esta manera, el espectador entra en la atmósfera del cantante gracias a una base de datos que parece inagotable de imágenes remasterizadas de conciertos, portadas de discos y fotografías del artista.
Aunque el documental a veces resulta un poco redundante y superficial en los momentos en que Bowie muestra ciertas inquietudes morales y filosóficas de una profundidad discutible, la fotografía, la selección musical y la edición son tan atractivas, que sus 135 minutos de metraje no resultan exagerados. Solo hay que leer las principales críticas especializadas sobre este documental en sus pases en Cannes y San Sebastián, para comprobar la coincidencia de estas opiniones en que estamos ante uno de los mejores de los últimos años.
