Reconocer abiertamente los problemas

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Un editorial del Catholic World Report (febrero de 1999), firmado por el director, Philip F. Lawler, comenta la necesidad de afrontar los conflictos que hay en la Iglesia, sin disimularlos con buenas palabras.

Demasiado a menudo los más dolorosos debates en el interior de la Iglesia son camuflados con un falso irenismo. En su afán de no parecer «airados» o «divisivos», muchos católicos dicen ver concordia donde en realidad no hay más que conflicto. Antes que parecer descorazonados, prefieren hablar de una «vibrante comunidad de fe», mientras cae la asistencia a Misa y se erosiona la influencia de la moral católica.

A veces, la manipulación de los hechos va más allá de las meras «buenas palabras», y se acerca peligrosamente la pura deshonestidad. Cuando el magisterio advierte contra corrientes teológicas heterodoxas, los teólogos más próximos a estas corrientes insisten en que el Vaticano ha malinterpretado sus escritos, o que las doctrinas condenadas son distintas, en ciertos aspectos oscuros pero cruciales, de los que ellos en realidad profesan. O cuando la Santa Sede hace una llamada a rectificar (como, por ejemplo, hace un año, cuando siete congregaciones de la Curia Romana pidieron que se acabara con la confusión de funciones entre laicos y clérigos en la liturgia [ver servicio 161/97]), algunos obispos tranquilizan a sus fieles diciéndoles que la advertencia va dirigida a la Iglesia de otros países, aun cuando es evidente que se cometen abusos dentro de sus propias jurisdicciones.

Este no afrontar los hechos acarrea un grave coste. Cuando pasamos por alto nuestros problemas, damos la impresión de que esos problemas son insignificantes: que no es importante para los católicos aceptar las verdades fundamentales de la fe, frecuentar los sacramentos o cumplir la ley moral.

A veces, cuando el abuso del lenguaje es particularmente acentuado, añoramos los primeros tiempos de la Iglesia, cuando una controversia cristológica podía provocar una fuerte discusión entre representantes de distintas escuelas teológicas. No pretendemos idealizar esas disputas antiguas; reconocemos que a menudo las intrigas políticas nublan las cuestiones teológicas y que muchas veces la rivalidad llevó a faltar a la caridad, incluso con derramamiento de sangre. Pero, al menos, en la época de los primeros concilios de la Iglesia, nadie podía dudar de que a los cristianos les importaba que se resolvieran las disputas teológicas.

Antes incluso, San Pedro y San Pablo no trataron de ocultar sus desavenencias en asuntos pastorales, y su valiente franqueza facilitaba resolver estos asuntos de modo amistoso. Si discrepamos con quienes desafían directamente las enseñanzas de la Iglesia, al menos podemos admirar su honestidad. Mientras no reconozcamos abiertamente nuestras diferencias, no podemos esperar resolverlas.

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