Ratzinger: la fe de los años noventa

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El Card. Ratzinger compara la teología de hoy con la inmediatamente precedente al Concilio Vaticano II, y opina acerca del futuro de los seguidores de Lefebvre, en una larga entrevista sobre diversas cuestiones publicada en la revista Il Regno y que traduce al español 30 Días (nº 79, abril 1994).

— Usted ha dirigido algunas críticas a la teología, arrojando sospechas de neoarrianismo sobre cierta cristología, subrayando la escasa reflexión sobre Dios creador y denunciando que Dios ha sido desalojado de ciertos aspectos concretos de la praxis cristiana. ¿Considera más equilibrada la teología practicada en las universidades romanas durante la primera mitad del siglo que la de los últimos treinta años?

— En cierto sentido la teología de la primera mitad del siglo era más equilibrada, pero también estaba más encerrada en sí misma. En gran parte seguía viviendo dentro del cofre de la neoescolástica: gozaba de mayor certeza y lucidez lógica, pero estaba lejos del diálogo con el mundo real. La aventura comenzada con el Concilio saca a la teología de este cofre y la expone al aire fresco de la vida de hoy. En consecuencia, la expone también al riesgo de nuevos desequilibrios, a enfrentarse a tendencias divergentes ahora que el equilibrio del sistema ya no la protege.

Es decir, la empuja a buscar nuevos equilibrios en el contexto de un diálogo fresco e intenso con la realidad de hoy. El paso, en cuanto tal, no sólo me parece justificado, sino también necesario, porquela teología sirve a la fe y a la evangelización, y, por tanto, debe exponerse a la realidad tal como es, siguiendo la exhortación de Pedro a dar razón de nuestra esperanza a todo el que la pida. Un paso justo y necesario, pero al mismo tiempo arriesgado.

En los primeros pasos que dio la teología hacia un diálogo renovado con el mundo se mostró a veces ingenua, unilateral, al esperar que podría estar de acuerdo con todas las corrientes; quizás no era suficientemente crítica ni suficientemente consciente de su propia gran herencia y riqueza. Pero el riesgo forma parte de la aventura necesaria.

Hemos visto que se establecían nuevos equilibrios en la teología, que nacía una nueva conciencia de la profundidad y una nueva capacidad de contribuir realmente con la racionalidad de la fe al diálogo con el mundo de hoy. Ahora se debe buscar una nueva síntesis crítica entre la aportación procedente de una época histórica y la riqueza procedente de la fe.

Respecto a la escasa reflexión sobre Dios, me parece innegable que la Iglesia está demasiado ocupada de sí misma. Habla demasiado de sí, mientras que tendría que dedicarse más y mejor al problema común: hallar a Dios y, hallando a Dios, hallar al hombre. En este sentido, la Iglesia debería ser más abierta, menos preocupada de sí misma y más dedicada al gran tema de Dios.

— ¿Qué se puede prever sobre el futuro de los seguidores de Lefebvre?

— Aunque no se habla mucho de ello, el fenómeno lefebvriano se extiende. Cuenta con monasterios de clausura, congregaciones religiosas, un instituto universitario en París, seminarios en todo el mundo, con un gran número de candidatos que se preparan al sacerdocio, un número creciente de sacerdotes, oratorios e iglesias. Se trata de un fenómeno cuya importancia no se puede negar, por lo menos por el gran número de sacerdotes que se adhieren: personas jóvenes, a menudo motivadas por un fuerte idealismo.

Acerca de las perspectivas futuras, por una parte, veo que los responsables endurecen sus posturas -por ejemplo, su dura crítica al Catecismo- y otros fenómenos que dejarían pocas esperanzas a la posibilidad de emprender un nuevo diálogo; por otra parte, veo también que muchos laicos, a menudo con una cierta formación doctrinal, participan en sus liturgias sin identificarse con el movimiento. Hay que distinguir entre los responsables, muy seguros de sí -dicen: esta vez no va a ser Roma la que dicte las condiciones, seremos nosotros-, que muestran una dureza sorprendente y preocupante; y, por otra parte, un número de personas que participan en sus liturgias, sin identificarse, con la convicción de seguir en plena comunión con el Papa y de no alejarse de la comunión con la Iglesia.

Esta ambigüedad de la situación dificulta una acción futura. Siempre es válido el intento de ayudar a los que quieren ser católicos, en comunión con los obispos y el Papa, a integrarse en la Iglesia, a hallar su casa en la Iglesia sin necesidad de buscarla en otras partes, y, además, aclarar las condiciones reales para pertenecer a la Iglesia católica.

No es una actitud condescendiente, sino generosa, la que se quiere adoptar con estas personas que a menudo sufren; en el mundo universitario conozco a personas de diferentes facultades que se han acercado a esa experiencia, sufren y a menudo no hallan comprensión suficiente y generosidad en la Iglesia. En una Iglesia que esté abierta a un sano pluralismo, que naturalmente tiene sus límites, pero admite expresiones diferentes, yo creo que se debería mostrar comprensión y generosidad para dar también a estas experiencias la posibilidad de sentirse realmente en casa, en la Iglesia común universal; de reconciliarse, y así eliminar los motivos del cisma.

Veo, por ejemplo, que al principio era difícil la reconciliación con la abadía de Barroux (Francia) y ahora florece, también en la espiritualidad, una nueva alegría de estar realmente en la Iglesia católica: han escrito un libro contra las críticas al Catecismo. Ellos mismos han dicho: «Hace cinco años no podíamos ni siquiera imaginar que seríamos capaces de hacerlo. Ahora nosotros, con la reconciliación, experimentamos el renacimiento del sentido de la catolicidad y, por tanto, también el de la comprensión de las enseñanzas de la Iglesia de hoy». Solamente construyendo los puentes que ayudan al diálogo se puede definir con mayor precisión los límites.

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