Plazas llenas e iglesias un tanto vacías

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El escritor Claudio Magris señala en Corriere della Sera (Milán, 2 julio 2000) el contraste entre el éxito de las manifestaciones religiosas espectaculares y el retroceso del conocimiento de la doctrina de la fe y de su influencia en la vida diaria.

La borrachera anti-nocionista, que tanto ha perjudicado a la escuela, «ha invadido también la esfera religiosa, en particular la cultura y la práctica religiosa católica, induciendo a los fieles a mandar al desván mandamientos y preceptos, a confundir y a descuidar normas y reglas, convencidos de practicar así un cristianismo más puro y más evangélico, libre de formalismos». Ciertamente, «sin el espíritu evangélico, todas las normas y las formas serían cosa falsa y muerta», pues lo fundamental es la caridad. Pero «no basta ignorar los mandamientos o las oraciones para amar verdaderamente al prójimo».

«Desde el comienzo de su pontificado, Juan Pablo II se ha propuesto reconstruir esa elemental y ahora vacilante cultura religiosa que, aunque no sea suficiente, es necesaria para una comunidad que pretende profesar no un vago sentimiento religioso, sino un credo específico (…). Al comienzo de su pontificado, Juan Pablo II encontró un catolicismo peligrosamente inclinado, en su opinión, a disolverse -según los conservadores, por culpa del Concilio- en un humanitarismo cristiano más atento a la salvación terrena que a la eterna, y poco preocupado de los artículos del Credo y de la ortodoxia».

«Juan Pablo II ha estado magnífico en su esfuerzo por remachar una cultura y una práctica religiosa claras. Las oraciones, el conocimiento y la observancia de los mandamientos y de los preceptos, las clasificaciones del catecismo, la participación en los sacramentos son, con distintos grados de importancia, una gramática de la vida religiosa. Como toda gramática, no basta, pero sin ella se es ignorante en lo religioso. Y ser ignorante no equivale necesariamente a ser un poeta genial; los poetas geniales pueden consciente y creativamente inventar nuevas expresiones incluso violando la gramática, pero no pueden ignorarla».

Pero Magris advierte que la acción de Juan Pablo II no ha logrado evitar la secularización de los últimos veinte años. «Hay una llamativa contradicción. Por una parte, la Iglesia muestra un nuevo vigor, moviliza a las multitudes, está en el centro de la atención de los grandes medios de comunicación y de la intelligentsia laicista que, hasta hace pocos años, la miraba por encima del hombro, con la suficiencia snob reservada a los parientes pobres y culturalmente retrógrados. Por otra parte, el catolicismo influye cada vez menos, concreta y formalmente, en la vida y en la sociedad. Del matrimonio religioso a la observancia de los mandamientos y preceptos, la práctica religiosa desaparece cada vez más de la vida social, casi sin advertirlo; por ejemplo, incluso muchos fieles comulgan según el estado de ánimo del momento, sin preparación y sin haber ponderado si necesitan confesarse».

Este extendido analfabetismo religioso, sostiene Magris, no es remediado simplemente con manifestaciones espectaculares, como peregrinaciones o grandes encuentros. Las iniciativas de ese tipo pueden ayudar a la vida religiosa si se viven según la ortodoxia doctrinal, pero también se corre el riesgo de que la claridad doctrinal y teológica se pierda en medio del estruendo.

«Quizá hace algún tiempo el peligro para la Iglesia -peligro de izquierda, podríamos decir- era aguar la dimensión trascendente en un empeño exclusivamente social y que la idea de redención quedase absorbida en la de revolución. Ahora, en cambio, existe el grave peligro -de derechas, podríamos decir- de que el karaoke universalmente imperante englobe y pulverice el catolicismo en una espectacularidad que llena de vez en cuando las plazas pero deja cada vez más vacías las iglesias. Imagino que nadie estará más preocupado por esto que el Papa, consciente de que en el alboroto del karaoke, con su beata y tonta apología del mundo y de sus pompas (a las que en el Bautismo se promete renunciar) y en su indiferencia al dolor, el fermento cristiano corre el riesgo de perderse».

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