Para superar la escisión entre razón y sentimiento

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Qué dice la idea cristiana del hombre al mundo de hoy
Pamplona. La falta de acuerdo entre la razón y la afectividad es siempre causa de frustración. Separados eficiencia y sentido, las emociones viven en un mundo aparte y resulta difícil interpretarlas. De modo que el «todo vale» es un regalo envenenado, porque siempre andamos preguntándonos qué queremos de verdad. La fe cristiana ofrece una salida a este embrollo, según destacaron los ponentes en un reciente simposio organizado por el Instituto de Antropología y Ética, de la Universidad de Navarra.

Tras analizar, en sus dos ediciones anteriores, las relaciones entre fe y razón (1999) y las actitudes religiosas contemporáneas (2000, cfr. servicio 80/00), el III Simposio Internacional «Fe cristiana y cultura contemporánea» ha girado este año en torno a la idea cristiana del hombre (1). Se trataba, en palabras del director del Instituto de Antropología y Ética de la Universidad de Navarra, Miguel Lluch, de ahondar en la noción de hombre que se revela en Cristo. La antropología cristiana sólo es posible como «antropología cristológica», y los cristianos, afirmó Lluch, han de «perder el miedo a fundamentar la antropología en la persona de Cristo».

La sabiduría sobre el hombre que ofrece la fe cristiana tiene, dijeron los ponentes, mucho que aportar a la cultura actual. Entre otras contribuciones, cabe destacar la defensa de la dignidad humana, la educación de la sensibilidad y la regeneración del trabajo, temas que han centrado buena parte de las intervenciones de este simposio.

Escuchar para entenderse

Si Cristo revela quién es el hombre, el primer supuesto de una antropología cristiana es, según Juan J. Borobia, subdirector del Instituto de Antropología y Ética, que el hombre no puede conocerse a sí mismo por introspección o reflexión, sino sólo saliendo de sí y escuchando el relato que del hombre hace Dios en los Evangelios. Cristo no puede ser así mero «objeto» de la antropología cristiana, sino «principio» que instaura un modo de conocimiento distinto al de las ciencias; un conocimiento que se caracteriza por la escucha antes que por la cavilación. El racionalismo y el psicoanálisis, que tanto pesan todavía en la cultura actual, propician así un desenfoque que es preciso corregir para obtener una idea adecuada de la persona humana.

Una visión parcial del hombre no deja de tener consecuencias. Una de ellas fue destacada por Josef Seifert, rector de la Academia Internacional de Filosofía de Liechtenstein. En una sociedad que defiende los animales y las plantas, afirmó, «es preciso abogar por la dignidad de la persona, que se distingue de los demás seres precisamente por ser el único en poseer la dignidad de suyo». Hoy más que nunca, subrayó, conviene reflexionar sobre la afirmación de Kant de que el hombre es un fin absoluto, que nunca puede usarse sólo como medio, por muy excelentes que parezcan los fines. Una civilización como la nuestra, que se jacta de haber abolido la esclavitud, debe pararse a pensar si no la estará reeditando cuando permite experimentar con embriones humanos.

Digno aunque no funcione

Para Seifert, la dignidad humana, y el concepto mismo de persona, se entiende a menudo según un criterio funcionalista: sólo se reconoce como personas a las que «funcionan» como tales. Así, se plantea la posibilidad del aborto en caso de deficiencias psíquicas del feto, o se cuestiona el valor de la vida de enfermos seniles. Según el criterio funcionalista, el principio y el final de la vida humana son, o pueden llegar a ser, tramos precarios ausentes de sentido.

Frente a esta «dignidad funcional» se impone, afirmó Seifert, la reivindicación de la «dignidad ontológica» de la persona, recordando que, como decía Aristóteles, un hombre dormido no deja de ser un hombre. ¿Y qué otra cosa -dijo Seifert- sino «hombres dormidos» son los embriones humanos, o las personas a las que falta el ejercicio de la razón? El respeto a la «humanidad latente», concluyó, es uno de los cometidos principales que la filosofía y las humanidades tienen en la sociedad actual.

Mente y cerebro

Una fuente importante de ese funcionalismo es la concepción materialista del ser humano que la ciencia experimental -especialmente la neurociencia- está contribuyendo a difundir. Así dijo el profesor de filosofía José Ignacio Murillo (Universidad de Navarra), que se refirió a los grandes avances de la neurociencia en el conocimiento del cerebro humano, durante la que ha sido bautizada como la «década del cerebro».

Esta difusión del materialismo desde la neurofisiología es paradójica, pues en realidad la ciencia no la justifica. Como señaló la directora del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Navarra, Natalia López Moratalla, la emergencia de la mente y sus operaciones a partir de los mecanismos neuronales sigue siendo un misterio. El mismo término «emergencia», adoptado por los científicos del cerebro, alude, según López Moratalla, a esta inexplicabilidad de lo mental a partir de lo físico.

Por eso, Borobia destacó la importancia de las ciencias neuronales. Según él, la antropología «ha de hacerse cargo no sólo de la condición racional del ser humano, sino también del carácter cerebral de nuestra racionalidad». A la inversa, también la ciencia experimental ha de estar en contacto con las humanidades. Al fin y al cabo, lo que al gran público llega de la neurociencia no son tanto los específicos hallazgos neurofisiológicos, sino más bien unas ideas filosóficas generales pretendidamente apoyadas en aquéllos. Así pues, para dar una visión global del hombre, es necesario, señaló Murillo, «el diálogo entre las ciencias positivas y la filosofía, diálogo que se ha visto entorpecido por la creciente parcelación de aquéllas». En suma, «la filosofía ha de hacer un esfuerzo por apoyarse en los resultados que las ciencias le ofrecen, y éstas han de abrirse a la más amplia perspectiva que posibilita la filosofía».

La dispersión del yo

Esa fragmentación de los saberes afecta, según el profesor Francesco Botturi, de la Università del Sacro Cuore (Milán), a la experiencia humana en sentido global. Se produce así una «ruptura entre la racionalidad, concebida en términos de frialdad calculadora, y la emotividad, entendida como mera vivencia afectiva». La razón se considera entonces incapaz de revelarnos la verdad, convirtiéndose en «tecnología al servicio de la comodidad, de modo que el ser humano deja de plantearse las preguntas fundamentales, y cada uno se abandona a la soledad de sus emociones».

El problema, según Botturi, no radica en la ausencia de valores, sino más bien en la falta de jerarquía axiológica, que lleva a yuxtaponer los valores en un mismo plano. Es la mentalidad del «todo vale», imperante en tantos debates televisivos, que excluyen a priori la posibilidad de llegar a un entendimiento. La tolerancia así entendida desemboca en un perspectivismo en el que el único criterio de actuación es el propio yo. De este modo, el individuo es incapaz de ver un sentido en la multitud de datos e impresiones que recibe, y renuncia a una verdad que comprometa toda su existencia.

Regeneración del trabajo

Así, somos muy serios y técnicamente eficaces en el mercado (el ámbito de la razón), pero escépticos y descomprometidos en la esfera moral y «privada» (el ámbito de los sentimientos). Esta especie de esquizofrenia no nos priva, sin embargo, de experiencias frustrantes en el primer ámbito, según puso de relieve Richard Schenk (Dominican School of Philosophy and Theology). En su intervención sobre la teología del trabajo, Schenk señaló que «una concepción del trabajo como dominio contradice la esencia misma de la actividad humana». Dada nuestra limitación, cierta dosis de frustración -desnivel entre lo pretendido y lo conseguido por el trabajo- es consustancial a toda actividad humana, y se percibe más agudamente en la sociedad actual, que busca ante todo la efectividad.

Para Schenk, el criterio de efectividad no sólo olvida la finalidad última -sobrenatural- del trabajo, sino también su finalidad natural: el perfeccionamiento del mundo y del propio sujeto. Lo que consigue salvar la frustración en el trabajo es, dice Schenk, la caridad, la orientación consciente de la labor a Dios. El trabajo se convierte entonces en continuación de la creación y la redención, y sólo así es capaz de transformar y mejorar el mundo. Al estar integrado en la caridad, el trabajo deja de ser una mera proyección del individuo, y se convierte en un medio por el que el hombre se transciende a sí mismo, lo que constituye el ejercicio máximo de la libertad.

El arte educa

De ahí la necesidad de superar la escisión entre racionalidad y afectividad. Para Botturi, «la recomposición de la experiencia es el problema cultural y pastoral más acuciante en nuestro tiempo». También al cristiano afecta, dice, la desintegración de la experiencia, cuando se concibe la fe como una «doctrina abstracta ajena a los problemas del hombre actual», o bien como «pura experiencia subjetiva, incomunicable a los demás». Frente a esto, el cristiano ha de ser consciente de que «la fe manifiesta la verdad del hombre, la estructura antropológica auténtica capaz de regenerar al hombre». La fe no es entonces mera doctrina, ni emotividad subjetiva, sino «verdad apetecible y afectividad racional».

Botturi subrayó la importancia del arte en la educación, ya que el arte no se limita a presentar contenidos a la razón, sino que se dirige también a la emotividad. El cristianismo, afirma, «ha llenado el mundo de imágenes bellas que aportan sentido a la existencia», ofreciendo así un modelo educativo en la verdad y en el bien. En este sentido, Botturi insistió en la importancia de cuidar la liturgia y el arte sacro, que ha supuesto siempre «la primera catequesis del cristianismo».

En la misma idea abunda el filósofo Rafael Alvira (Universidad de Navarra). «El arte -dice en declaraciones a Aceprensa-, aparte de transmitir determinados contenidos, los hace atractivos, nos enseña a saborearlos. Entonces dejan de ser meros contenidos, y se convierten en símbolos, en valores, en donde la persona está implicada. Este es el mejor antídoto contra el escepticismo que impera hoy en día, que se caracteriza por ponerlo todo en un mismo plano».

Una idea cristiana que se ha vuelto loca

Con una educación que no se limite a informar, sino que mueva a la persona a tomar postura ante lo que se le presenta, se puede superar el difundido modelo de libertad escéptica, como ausencia de compromiso, por una libertad responsable. Recordando a Chesterton, cabría afirmar que en cierta mentalidad contemporánea se detecta una idea cristiana de libertad que se ha vuelto loca. O, como señala Alvira: «Aunque esto habría que matizarlo mucho, puede decirse que la democracia moderna nace en los ambientes cristianos, y es un hecho que la única civilización donde la democracia realmente ha encajado es en la civilización cristiana». Sin embargo, los conceptos básicos de la democracia, que tienen raíz cristiana, a veces se reinterpretan con un sesgo incompatible con el cristianismo. «Por ejemplo, la libertad, que es entendida como absoluta independencia individual, como autonomía del sujeto en sus juicios, no encaja en la idea cristiana de libertad».

Pero tampoco termina de encajar con la convivencia democrática. Cuando esa idea de libertad «se instaura como dogma social», prosigue Alvira, se llega al permisivismo. Es ingenuo pensar que así se pone paz: las ambiciones individuales son materia expansiva, entran en una espiral de reivindicaciones y la energía de la libertad se torna competitiva, en vez de cooperativa. Se puede entonces firmar con el prójimo «un pacto de no agresión externa», señala Alvira, pero difícilmente «establecer lazos con los demás que se basen en la confianza», de modo que «la política y la sociedad se convierten en una guerra escondida de todos contra todos».

Libertad como servicio

¿Es posible curar a la libertad desquiciada? El profesor Lluís Clavell (Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma) afirmó que es necesario rescatar la libertad de la concepción individualista que ha impuesto la versión corriente del liberalismo. Clavell se refirió al análisis de la modernidad que hace Charles Taylor, que pone de manifiesto el descubrimiento de la radicalidad de la libertad. Clavell sostiene la centralidad de la libertad, pero no la absolutización de la libertad como facultad «fundante pero no fundada».

En Cristo, dijo Clavell, se revela que el fundamento de la libertad humana es la filiación. A su vez, la cruz, «máxima manifestación de la libertad de Cristo, revela la esencia de la libertad como anonadamiento y servicio». Para Clavell, este concepto de libertad no es sólo religioso, sino que se muestra como el más profundo también en el plano natural. A ello apuntaría la distinción filosófica entre «libertad de» y «libertad para». Esta última es la decisiva, pues pone en juego la creatividad de la persona. La «libertad para» supone orientar la libertad hacia algo distinto de sí misma. La libertad es así esencialmente vocacional, respuesta del hombre a una tarea que le transciende.

Sin embargo, a menudo se reduce la libertad a la «libertad de», la libertad concebida como mera posibilidad, a cuyo servicio se pone la técnica: el coche, el teléfono móvil… Esta «tecnología de la comodidad se desliza enseguida hacia una libertad entendida como dominio, que acaba por encerrar la libertad en el estrecho margen del yo», afirmó Clavell.

David Armendáriz Moreno_________________________(1) III Simposio Internacional «Fe cristiana y cultura contemporánea»: «La idea cristiana del hombre». Instituto de Antropología y Ética, Universidad de Navarra, 22-23 de octubre de 2001.

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