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Ni poder absoluto ni primado de honor

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La misión del Papa en la Iglesia
Juan Pablo II ha mantenido el interés del mundo durante 26 años. Y en estos días, como siempre que se convoca un cónclave, la figura del Papa en la Iglesia salta a la primera página. Para comprender bien su misión, hay que tener en cuenta las características del primado del Papa, que le distinguen de otros líderes espirituales y de los gobernantes civiles. Ofrecemos una síntesis en forma de preguntas y respuestas.¿En qué consiste el primado del Papa?

El Papa es la más alta autoridad de la Iglesia, como vicario de Cristo. Tiene esta potestad por ser sucesor de san Pedro, a quien Jesucristo confirió la primacía entre los apóstoles (cfr. Mt 16, 13-19). «La Iglesia, ya desde los inicios y cada vez con mayor claridad, ha comprendido que (…) el ministerio de la unidad, encomendado a Pedro, pertenece a la estructura perenne de la Iglesia de Cristo» (1). Por tanto, la fe católica sostiene que este primado no es una institución humana, a diferencia de las formas de organización eclesiástica creadas en distintas épocas (patriarcados, conferencias episcopales, etc.).

El Papa tiene una verdadera potestad, no una simple autoridad moral. «El Romano Pontífice posee, como supremo pastor y doctor de la Iglesia, la potestad de jurisdicción suprema, plena y universal, ordinaria e inmediata, sobre todos y cada uno de los pastores y fieles» (2). Así lo declaró el Concilio Vaticano I en 1870, repitiendo el magisterio anterior, en particular el Concilio de Florencia (s. XV). Lo mismo reiteró luego el Concilio Vaticano II en la constitución «Lumen gentium» (n. 22). El Papa no es «el primero entre iguales», como ocurre con el Arzobispo de Canterbury entre los anglicanos, que no tiene jurisdicción fuera de su diócesis; ni tampoco se limita a un primado de honor, como el del Patriarca de Constantinopla entre las iglesias autónomas ortodoxas.

Por tanto, la suprema autoridad del Papa es propia; no deriva de ninguna otra fuera de la de Cristo; no es por delegación de nadie.

Entonces, ¿el Papa es como un monarca absoluto?

Su poder no es equiparable al de un líder civil: «El primado difiere en su esencia y en su ejercicio de los oficios de gobierno vigentes en las sociedades humanas: no es un oficio de coordinación o de presidencia, ni se reduce a un primado de honor, ni puede concebirse como una monarquía de tipo político» (1).

La potestad del Papa no es un poder absoluto: «El Romano Pontífice, como todos los fieles, está subordinado a la palabra de Dios, a la fe católica, y es garante de la obediencia de la Iglesia y, en este sentido, ‘servus servorum’» (1), siervo de los siervos de Dios. El ejercicio de su autoridad «no se basa en decisiones arbitrarias, sino que deben responder a la razón de ser y a la finalidad de su ministerio de comunión en la Iglesia» (2).

Esta potestad suprema es una ausencia de subordinación respecto de cualquier otra instancia eclesiástica o civil, no una independencia absoluta. Así, el Papa no puede cambiar el depósito de la fe. Un ejemplo reciente es el que dio Juan Pablo II en 1994 al confirmar solemnemente que las mujeres no pueden acceder al sacerdocio. No dijo que no permitiría la ordenación de mujeres, sino que no tenía poder para hacerlo. Se remitió a la tradición unánime de la Iglesia, que siempre ha considerado esa doctrina como recibida de Cristo y por tanto irreformable (ver Aceprensa 81/94).

¿Cómo se compagina la suma potestad del Papa con la colegialidad episcopal?

El primado es una autoridad de naturaleza episcopal, pero suprema y universal. Ya el Concilio Vaticano I, en la constitución dogmática «Pastor aeternus», recordó que la potestad papal no limita ni menoscaba la de los obispos, también ordinaria e inmediata. Los obispos no son como «jefes de sucursal» en las diócesis. La idea de que el Vaticano I subrayó unilateralmente la autoridad del Papa, dejando en la sombra a los obispos, olvida que el Concilio tenía previsto también desarrollar la doctrina sobre el colegio episcopal, pero no pudo llegar a hacerlo porque la revolución italiana obligó a suspender las sesiones. Por otro lado, la misma constitución «Pastor aeternus» es una declaración solemne de los obispos reunidos en concilio junto con el Papa.

La autoridad del Papa, aunque sea propia y no derive de los demás obispos, no está separada de la que tiene el colegio episcopal. Juan Pablo II lo explicaba así: «Ambos, el Papa y el cuerpo episcopal, tienen ‘toda la plenitud’ de la potestad. El Papa posee esta plenitud a título personal, mientras el cuerpo episcopal la posee ‘colegialmente’, estando unido bajo la autoridad del Papa» (3). De ahí que para el Papa, «escuchar la voz de las Iglesias es una característica propia del ministerio de la unidad y también una consecuencia de la unidad del cuerpo episcopal y del ‘sensus fidei’ de todo el pueblo de Dios» (1). Esta comunión entre el Papa y los obispos se favorece por diversos medios, como los sínodos o las visitas «ad limina». Igualmente, Juan Pablo II convocó en diversas ocasiones a las conferencias episcopales de algunos países para ayudarles a alcanzar una decisión común, ante problemas en los que no conseguían ponerse de acuerdo.

En fin, la potestad del Papa refuerza y sostiene la de los obispos. El primado «es un gran don de Cristo a su Iglesia en cuanto servicio necesario a la unidad, que ha sido con frecuencia -como demuestra la historia- una defensa de la libertad de los obispos y de las Iglesias particulares frente a las injerencias del poder político» (1). Una prueba, a la inversa, es el caso de la China actual, donde el régimen comunista, para someter a la Iglesia, decretó la ruptura de los obispos con Roma.

¿Cuáles son las funciones del Papa?

La misión del Papa es la confiada a Pedro, según los Evangelios: Jesucristo le dio las «llaves del Reino de los Cielos», con el poder de «atar y desatar» (cfr. Mt 16, 19), para «confirmar a los hermanos en la fe» (cfr. Lc 22, 32) y «apacentar su rebaño» (cfr. Jn 21, 15-17). O sea, es un servicio a la unidad de la Iglesia en la fe y en la comunión. Se resume en dos aspectos: enseñanza y gobierno.

Al obispo de Roma, «corresponde la tarea de enseñar la verdad revelada y mostrar sus aplicaciones al comportamiento humano» (3). Es una misión eminentemente positiva: «reducir el magisterio papal sólo a la condena de los errores contra la fe sería limitarlo demasiado; más aún, sería una concepción equivocada de su función» (3). El Papa realiza esta misión de enseñanza de tres modos principales, explicaba Juan Pablo II: «Ante todo, con la palabra»; en segundo lugar, mediante escritos, propios o publicados con su autorización por la Curia Romana; tercero, mediante iniciativas institucionales para impulsar el estudio y la difusión de la fe, como en el caso de distintos consejos pontificios (3).

Esta autoridad doctrinal suprema reside a la vez en el colegio episcopal junto con su cabeza, el Papa: «Los obispos son testigos de la verdad divina y católica cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice» (1). Así se manifiesta, de modo singular, en los concilios ecuménicos.

¿La enseñanza del Papa es siempre infalible?

Según el dogma expuesto por el Concilio Vaticano I, el Papa goza de infalibilidad «cuando, cumpliendo su oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, define en virtud de su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe o las costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal». La misma infalibilidad tienen las doctrinas expuestas con igual tenor por el colegio episcopal junto con el Papa (cfr. Código de Derecho Canónico, can. 749). Esta autoridad magisterial es la de declarar lo contenido en la Revelación, como precisa el mismo Concilio: «El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y expusieran fielmente la revelación transmitida por los apóstoles».

La infalibilidad propia de las definiciones dogmáticas no significa que las enseñanzas del Papa -y del colegio episcopal- sean «falibles» en los demás casos. Junto a la infalibilidad, «existe el carisma de asistencia del Espíritu Santo, concedido a Pedro y a sus sucesores para que no cometan errores en materia de fe y moral, y para que, por el contrario, iluminen bien al pueblo cristiano. Este carisma no se limita a los casos excepcionales, sino que abarca en medida diferente todo el ejercicio del magisterio». El Papa es maestro de la verdad también con su magisterio ordinario, que «es de carácter permanente y continuado, mientras que el que se expresa en las definiciones [«ex cathedra»] se puede llamar excepcional» (3).

¿Qué facultades de gobierno tiene el Papa?

El gobierno que ejerce el Papa está al servicio de su ministerio de unidad y de supremo pastor en la Iglesia. Así, el Papa tiene «la facultad de realizar los actos de gobierno eclesiástico necesarios o convenientes para promover y defender la unidad de fe y de comunión» (1). Entre estas funciones están, por ejemplo, dar el mandato para ordenar obispos, establecer diócesis u otras estructuras pastorales para la atención de los fieles, promulgar leyes para toda la Iglesia, aprobar institutos religiosos supradiocesanos, etc.

El Papa ejerce su gobierno supremo de distintas maneras, según las circunstancias y los tiempos. Por ejemplo, en la Iglesia latina nombra directamente a los obispos, mientras que en las Iglesias orientales, por lo general, confirma la elección del obispo realizada por el sínodo local. La designación directa por el Papa se implantó en Occidente para evitar las frecuentes injerencias del poder civil. En todo caso, «son el bien, la utilidad o la necesidad de la Iglesia universal las que determinan en cada momento histórico la oportunidad de los modos de ejercer la autoridad, según la prudencia pastoral» (2).

¿Ha habido una evolución del primado en la historia?

El primado del Papa tiene un contenido inmutable, que corresponde a su misión, y unos aspectos variables. De hecho, «la naturaleza inmutable del primado del sucesor de Pedro se ha expresado históricamente a través de modalidades de ejercicio adecuadas a las circunstancias de una Iglesia que peregrina en este mundo cambiante» (1).

Juan Pablo II ofrece un claro ejemplo de cómo un Papa adapta el cumplimiento de su misión a las peculiaridades de su tiempo. En el seno de la Iglesia, promovió activamente la colegialidad episcopal, en consonancia con el Concilio Vaticano II, con sínodos ordinarios y extraordinarios, generales o para diversas regiones. En un mundo cada vez más interconectado, no se dirigió solo a los católicos, e insistió en temas de carácter universal, como los derechos humanos. También se adaptó a su época en la manera de cumplir el encargo de Cristo: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Así lo señalaba él mismo en una ocasión: «Hoy que los medios de comunicación le permiten [al Papa] hacer llegar su palabra a todas las gentes, cumple ese mandato divino mejor que nunca. Además, gracias a los medios de transporte que le permiten llegar personalmente incluso a los lugares más lejanos, puede llevar el mensaje de Cristo a los hombres de todos los países, realizando de modo nuevo -imposible de imaginar en otros tiempos- el «id» que forma parte de ese mandato divino» (3).

¿No es un obstáculo el primado del Papa para la unidad de los cristianos?

No lo fue durante el primer milenio. La primacía del obispo de Roma fue reconocida por todos desde el principio; los primeros testimonios documentales se remontan al siglo I, cuando la Iglesia de Corinto recurrió al Papa san Clemente para que dirimiera sus disputas internas. «La fe del Papa, obispo de Roma, constituyó un criterio seguro de certeza para toda la Iglesia. Las aclamaciones a la carta dogmática enviada por el Papa León I Magno al Concilio de Calcedonia (451) -‘¡Pedro ha hablado por boca de León!’- y las tributadas dos siglos más tarde por el Concilio III de Constantinopla (680-681) a la exposición doctrinal cristológica del Papa Agatón atestiguan hasta qué punto, a los ojos de los orientales, la fe del obispo de Roma era la fe de Pedro» (4).

Fueron hechos posteriores los que motivaron la ruptura de la unidad, primero en Oriente, con el cisma de 1054, y luego en Occidente, con la Reforma protestante. Por eso Juan Pablo II alentó a todos los cristianos a poner la mirada en el primer milenio, a fin de hallar vías para superar las divisiones.

¿Puede haber cambios en el ejercicio del primado papal?

El Papa puede siempre intervenir para mantener la unidad de la fe y la comunión eclesial. Pero las formas concretas de ejercer su autoridad pueden variar en cada momento histórico según lo exija el bien de la Iglesia. Para disipar las reservas de los no católicos hacia el primado papal, Juan Pablo II se refirió, en la encíclica «Ut unum sint» (1995), sobre el ecumenismo, a la necesidad de «encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (n. 95).

Y tomó la decisión inaudita de pedir sugerencias incluso a las comunidades cristianas no católicas, al invitar «a todos los pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros» (ibid.). Esta llamada ha obtenido eco, y el diálogo ha comenzado ya, con distintas iniciativas en los últimos años (2). Juan Pablo II no ha tenido tiempo de culminar este proceso de reflexión, que proseguirá su sucesor.

___________________(1) Congregación para la Doctrina de la Fe, «El primado del sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia»; texto publicado, junto con comentarios, por Ediciones Palabra, Madrid, 2003 (ver Aceprensa 161/98 y 135/03, 2ª parte).(2) José Ramón Villar, «El primado del Papa: lo esencial y lo mudable», Aceprensa 135/03, 1ª parte.(3) Catequesis de Juan Pablo II en las audiencias generales, noviembre 1992-marzo 1993, resumida en Aceprensa 66/93: «El servicio del Papa en la Iglesia».(4) José Orlandis, «El pontificado romano en la historia», Palabra, Madrid, 1996, p. 281 (ver Aceprensa 26/97).

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