Mil vidas después de la vida

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La reencarnación de las almas, una creencia de impronta oriental propagada en Occidente
Desde hace poco más de un siglo, lo oriental de impronta hindú o budista ha ido inundando Occidente en continuas oleadas. Y en ellas nunca ha faltado la creencia en la reencarnación de las almas. Según la encuesta Los valores del tiempo actual, elaborada por el equipo de M. Stözel (1983), creen en ella el 21% de los europeos. De acuerdo con una encuesta Gallup (1982), participan de la misma creencia el 23% de los estadounidenses y el 23,9% de los canadienses. Entiendan o no las implicaciones de esta doctrina, ya no extraña tanto a la mente occidental.

Que todos los hombres mueren es un dato de experiencia que nadie niega. Pero hay dos concepciones radicalmente opuestas sobre la existencia después de la muerte. Una constante en la historia de la humanidad, fiel a la concepción lineal de la vida, de la historia y del cosmos, afirma la unicidad de la muerte. Esto es lo que garantiza también la Revelación divina: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9, 27). Y, tras la muerte, queda fijado para siempre el destino eterno de cada uno en forma de felicidad o de castigo. Además de los cristianos (algo más de 1.800 millones), pertenecen a este grupo los musulmanes (937 millones), los judíos y, en líneas generales, cuantos creen en la inmortalidad del alma, acepten o no la resurrección de los cuerpos.

En cambio, la otra concepción afirma la inevitabilidad de la muerte, pero rechaza la unicidad. Todos tenemos que morir y morimos, pero innumerables veces. Son los creyentes en la reencarnación de las almas, también llamada metempsícosis. Esta constante está representada sobre todo por los hindúes, budistas y jinistas (religiones todas nacidas en la India), en total algo más de mil millones de individuos, así como por distintas sectas difundidas en Occidente (1).

La pugna entre la línea y el círculo

Estos dos modos de entender la existencia reflejan la pugna de la doble concepción de la libertad o de las dos leyes: la de lo provisional, cíclico, y la de lo definitivo, lineal.

Por influjo de los ciclos naturales o por otra razón, en la India se generalizó la concepción del universo conforme a una serie de «ciclos cósmicos» con las mismas realidades, acontecimientos, personas y cosas. La duración de cada ciclo varía según las distintas religiones: 4.320.000 años (hinduismo), varios miles de millones de años (Hare Krisna), 64.000 (Nueva Era), etc.

Esta concepción cíclica se extendió también a la vida del hombre, el cual queda reducido a su constitutivo espiritual. El alma humana no alcanza la salvación (su disolución y fusión con Brahmán en el hinduismo, el QNirvana en el budismo, etc.) hasta que no consiga romper del todo sus ligaduras con lo apariencial, lo sensorial, y quede totalmente purificada. Pero logra su purificación en el más acá de la muerte, mediante su reencarnación en otro cuerpo o su paso de cuerpo en cuerpo.

El cuerpo es como «un vestido», que uno se cambia cuando está sucio, o como el «piso-vivienda» que se deja para morar en otro. Son comparaciones no raras en los libros sagrados del hinduismo, budismo, Hare Krisna, etc.

De una existencia a otra

Según esta concepción, el alma iría pasando de cuerpo en cuerpo. «Como el mono se balancea de una rama a otra» o «como la oruga, al llegar al final de una brizna de hierba, se repliega para abalanzarse a otra, así el alma humana se lanza a otro cuerpo para vivir de nuevo» (Birhad-Aranyaka-Upanisad, 4, 4, 3).

La reencarnación sería el resultado del karma o acumulación de méritos y deméritos, efecto de la bondad o malicia de las acciones de cada persona a lo largo de la vida. El peso del karma al final de cada existencia, determina la reencarnación y su nivel, el traspaso del alma a un cuerpo humano, animal, etc., de categoría superior o inferior. Según el hinduismo, sólo si vivifica el cuerpo de un brahmana, hombre de la casta superior (el alma de una brahmin o mujer de esa casta debe reencarnarse en el de un brahmana), y vive esa existencia con pureza total, podrá liberarse de la reencarnación y fusionarse con Brahmán o lo Uno-Todo.

Por consiguiente, no subsiste el alma de cada individuo, sino un alma que ha vivificado innumerables cuerpos. Y, para colmo, este alma común no conserva su individualidad y consciencia, sino que se diluye en Brahmán como el agua dulce de los ríos en la salada e inmensa del mar.

Razones de una creencia

Para justificar la reencarnación de las almas se suelen aducir distintas razones. En primer lugar, es una explicación del origen del mal y del sufrimiento humano. En la novela Como el filo de la navaja, W. Somerset Maugham pregunta: «¿Se te ha ocurrido pensar que la transmigración es, al mismo tiempo, una explicación y una justificación del mal del mundo?». Y es que, de acuerdo con esta creencia, cada uno es responsable del mal que padece en cuanto la malicia de sus acciones en existencias pasadas gravita sobre él en su vida actual. Incluso queda resuelto así el problema del inocente que sufre infortunios o, al revés, del malvado que triunfa en la vida. Aunque aparentemente inmerecidos, son la consecuencia justa del karma acumulado en las existencias anteriores.

En cambio, para el cristianismo la existencia del mal se explica por la libertad humana con la consiguiente responsabilidad, por el influjo del pecado original y por la intervención del demonio. Pero sólo mirando al Crucificado y Resucitado se intuye el misterio del dolor junto con su valor corredentor, compatible con un Dios paternal, acogedor de hijos pródigos. Aunque el hombre se seguirá preguntando: ¿Por qué el mal, el pecado, las injusticias, la miseria…? Jesús en la cruz evidencia que el dolor inmerecido sirve para algo, aunque en esta vida no se termine de comprender su porqué.

La reencarnación sería a la vez una forma de justicia terrena, ya que cada uno recibe el premio y el castigo de sus propias obras en esta vida hasta que consiga la purificación total. De este modo, el hombre se forja su destino por sí mismo, sin necesidad de la gracia divina ni de un Redentor. Pero se cae en el más radical dualismo antropológico hasta el punto de decir: el hombre es su alma, el cuerpo es sólo un estorbo (Platón, los Hare Krisna, etc.). Y ella sola recibe el premio definitivo a pesar de que el mérito por las buenas obras se debe a todo el yo humano, unidad psico-somática. Esto es lo que ya aducía Atenágoras, apologista del siglo II, para hacer ver que la resurrección de los cuerpos está de acuerdo con la naturaleza del hombre y como reclamada por ella.

Sin perdón

Al ir animando un cuerpo tras otro, el alma conseguiría una progresiva purificación provisional en la tierra hasta alcanzar el destino definitivo feliz, sin que uno se juegue su destino eterno en un solo juego o existencia temporal. «El infierno son los otros» de Sartre es sustituido por «el infierno y el purgatorio es uno mismo, su propia vida», la serie de sucesivas existencias terrenas. Tal concepción de la vida desconoce la misericordia de Dios Padre, la redención de Jesucristo y la acción amorosa del Espíritu Santo, que permite alcanzar el perdón divino a quien lo pide. La existencia humana queda así presidida por la rígida ley del karma, la cual obliga a «pagar hasta el último céntimo» de la deuda, tal vez no disminuida, sino acrecentada en las sucesivas reencarnaciones.

Como un indicio fáctico de la reencarnación se aduce también la extraña realidad de los niños prodigios. ¿No sería una prueba de una existencia anterior el hecho de que Mozart tocara el piano y el violín de niño e incluso compusiera su primer oratorio a los 10 años de edad? O el caso de quienes -en la niñez o adultos- hablan lenguas no aprendidas. Esta razón ha quedado desbaratada por la moderna psicología profunda. Además hay que valorar la pantomnesia (de mnesis= «memoria», panton= «de todo») o recuerdo de lo aprendido y ya olvidado, así como de lo percibido antes del uso de razón y de lo captado de manera inconsciente a lo largo de la existencia. La memoria, especie de iceberg con una parte mínima emergida o consciente, lo registra todo, aunque sea capaz de recordar sólo pocas cosas de manera consciente, más en estado hipnótico y casi todo mediante la pantomnesia o memoria inconsciente -en situaciones peculiares-, incluidos los mensajes subliminares.

Se ha dicho que la creencia en la reencarnación es el mejor antídoto contra cualquier clase de xenofobia y racismo: ¿cómo despreciar al de otra raza cuando puede haberse reencarnado en él el alma de un antepasado o familiar inmediato? Pero el argumento no impresiona mucho en la India, donde la creencia en la reencarnación es compatible con la férrea estructura de castas, así como con la existencia de 90 millones de parias.

La creencia en la reencarnación puede más bien reforzar en algunos la tendencia a despreocuparse de la suerte de los demás. Como aquel brahmana (de la casta superior) que cuando Jeanine M. Graf, señalando a un niño famélico en la India, le preguntó: «¿Por qué nadie le ayuda?», respondió: «Es el karma de su pobre alma; habrá cometido un crimen terrible en su vida anterior y está purificándolo» (2).

Al principio no fue así

Según J.-A. Livraga (3), fundador de la secta Nueva Acrópolis, «la reencarnación es la posición primera» de la humanidad, aceptada por «todos los pueblos antiguos, todos los primitivos, por todas las religiones -en sus orígenes-, incluso por la cristiana hasta el siglo V».

Pero le fallan los conocimientos históricos (por no decir la memoria de una existencia anterior). La reencarnación no fue ciertamente la «posición primera» entre los griegos, los romanos, los judíos, los pueblos del Próximo, Medio y Lejano Oriente, etc. Ni siquiera en la India, donde la creencia hindú en la reencarnación aparece por vez primera en las Upanisades (s. VIII a.C. y ss.). Desde la India se extendió a Grecia (pitagorismo, platonismo).

El Gnosticismo Moderno, los Hare Krisna, etc., sostienen que era aceptada por los cristianos hasta que fue condenada en los concilios ecuménicos de Nicea (año 325) y de Constantinopla (381). Pero ni estos concilios trataron de la transmigración de las almas, ni los Santos Padres y escritores cristianos de los primeros siglos (por ejemplo, Atenágoras o San Ireneo, del siglo II) hablan de ella a no ser para rechazarla.

Tampoco es verdad que «incluso en la Biblia hay pasajes indicativos de que Jesucristo y sus discípulos tenían conciencia de la reencarnación», como sostiene la secta Hare Krisna (4). El texto aducido como prueba: «¿Quién pecó: éste [el ciego de nacimiento] o sus padres? – Ni éste pecó ni sus padres…» (Jn 9, 2-3), no refleja la creencia en la reencarnación, sino en la repercusión de los pecados de los padres, en las deficiencias y enfermedades de sus hijos. Esta creencia en la solidaridad vertical en el pecado o en su castigo diferido hasta la tercera o cuarta generación, estuvo vigente durante bastante tiempo en Israel y en no pocos pueblos antiguos (5).

Y no pudo ser aceptada por los cristianos la creencia en la reencarnación porque es irreconciliable con verdades tan esenciales a la fe cristiana como la resurrección de los cuerpos, la inmortalidad del alma individual, la existencia del infierno, etc. Si uno quiere, puede creer en la reencarnación de las almas y hasta puede tratar de propagarla; pero resulta indicio de mala fe, o al menos de ignorancia, el empeño de proyectarla sobre la fe cristiana para vencer más fácilmente la resistencia de los cristianos ante lo exótico.

El «Sísifo» de nuestros días

En la década de los 60 alguien me informó de sus contactos con los adeptos de la secta «Misión de Luz Divina» y con su fundador, el gurú Maharaj-hi. Al prevenirle que, dada su impronta hindú, le inculcarían pronto el panteísmo casi sin darse cuenta y, más tarde, la creencia en la reencarnación, me contestó con brusquedad que nunca la aceptaría. Tres años más tarde me comunicó que había roto esos contactos porque acababan de exponerle de modo abierto la reencarnación.

Por lo visto, ahora esta creencia ya no extraña tanto a la mente occidental. Sin duda ha contribuido a ello la propaganda de tantas sectas de impronta hindú y budista. Pero también ha influido la creciente alergia del hombre occidental a lo definitivo, a lo permanente, a lo que no admite marcha atrás. De ahí la inclinación hacia la reencarnación de las almas, que, además, permite al hombre tener la sensación de «redimirse» a sí mismo por sus solas fuerzas.

Claro que esto no da un verdadero sentido a la vida. El hombre queda así condenado, como el mítico Sísifo, a empujar una y otra vez la pesada roca de su existencia, la cual, una vez llegada a la cima, la muerte, cae rodando inexorablemente al valle de la vida. La reencarnación y la fe cristiana

La fe cristiana es incompatible con la reencarnación, como puede advertirse en diversas verdades afirmadas en el Catecismo de la Iglesia Católica.

«La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios -no es ‘producida’ por los padres-, y que es inmortal: no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (n. 366).

«La muerte es el fin de la peregrinación eterna del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin el único curso de nuestra vida terrena, ya no volveremos a otras vidas terrenas. ‘Está establecido que los hombres mueran una sola vez’ (Hb 9, 27). No hay reencarnación después de la muerte» (n. 1013).

«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (n. 1022).

«Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día» (n. 1016).

Manuel Guerra GómezManuel Guerra Gómez es Profesor en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos._________________________(1) Sociedades teosóficas, espiritismo, antroposofía, Rosa-Cruz, Nueva Era, Nueva Acrópolis, Iglesia de la Cienciología, Vida Universal, Gnosticismo Moderno, Rajnesismo, Hare Krisna, Alfa Omega, Fraternidad Blanca Universal, Atlantis, Misión Rama, Misión de Luz Divina (gurú Maharaj-hi), Espiritualidad viviente, Orden Martinista Tradicional, etc. Cfr. M. Guerra, Los Nuevos Movimientos Religiosos (las sectas), Pamplona (1993), pp. 52 ss.(2) Aventuras del alma en busca de Dios. 24 experiencias personales, Madrid (1993), p. 246.(3) La vida después de la muerte, «Nueva Acrópolis» 208 (1992), p. 25-28.(4) El fundador de los Hare Krisna, Volver a nacer, Madrid (1986), p. 3.(5) Cf. M. Guerra: «Pecado», en Gran Enciclopedia Rialp, Vol. 18, Madrid (1974), p. 112-15.

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